En los tiempos de la Primera Guerra Mundial, en los Estados Unidos, las jóvenes y pujantes mujeres que entraban como empleadas a la United States Radium Corporation (USRC) parecían tener el mejor empleo del mundo. Recibían de paga el triple de lo que ganaba cualquier otra obrera fabril y su trabajo consistía en ejecutar una tarea casi artística: pintar con una sustancia luminosa las agujas y los números de las esferas de los relojes civiles y militares.
La pintura verdosa que brillaba en la oscuridad estaba elaborada con radio, un elemento químico descubierto dos décadas antes que en aquel entonces se ofrecía como un producto milagroso para curar infinidad de males o mantener un buen estado de salud. Pero el radio no era inocuo. Ni mucho menos, saludable.
Tiempo después, una de las empleadas de la fábrica de la USRC de Nueva Jersey cayó enferma. Fue perdiendo los dientes uno a uno y sentía debilidad y dolor en todos sus huesos. Más tarde, muchas otras empleadas fueron padeciendo similares afecciones. Huesos horadados o con tumores, dolores intolerables, y como desenlace inevitable, la muerte.
Todo ello producto de la contaminación por el radio. Ocurría que, para que las pinturas de los números de los relojes fueran más precisas, las muchachas de la fábrica afilaban la punta de los pinceles entre sus labios, y de este modo ingerían el venenoso producto que, a la corta o a la larga, les destruía el organismo.
Enfermas o moribundas por la radiactividad, muchas de ellas se unieron para enjuiciar a sus empleadores, que habían guardado silencio aún a sabiendas de los daños que podía producir el radio. Más allá de sus finales trágicos y tras años de lucha, estas trabajadoras lograron que se hiciera justicia. Sentaron así los precedentes en relación con la normativa sobre la seguridad en el trabajo.
A estas mujeres la historia las recuerda con varios nombres: "las chicas del radio", "las chicas fantasma", "las muertas vivientes".
Las chicas fantasma
La fábrica principal de la USRC estaba en la localidad de Orange, en el estado de Nueva Jersey. Allí, cientos de obreras trabajaban con ahínco en la pintura de los números y agujas de los relojes, y llegaban a completar unos 200 por día. Muchas de las muchachas eran jóvenes, incluso adolescentes, con pequeñas manos laboriosas y deseos de prosperar. Además, sentían que colaboraban con los soldados de su país, para quienes eran pintados gran parte de los relojes. Especialmente cuando Estados Unidos ingresó en la Primera Guerra Mundial, en el año 1917.
Además de estar muy bien remuneradas en comparación con otras trabajadoras, el uso del radio le daba al empleo de estas mujeres un detalle especial. Su luminosidad. Todo lo que usaban estas jóvenes brillaba en la oscuridad. Como cuenta la periodista y escritora Kate Moore en su libro The Radium Girls, "algunas chicas usaban vestidos de noche para ir a su trabajo para que luego brillaran en sus citas. Una de ellas hasta se pintó los dientes para impresionar a su hombre".
Como consecuencia de este resplandor que emitían estas trabajadoras al salir de la fábrica, se las llamó también en aquel tiempo "las chicas fantasma".
El radio había sido descubierto por Marie y Pierre Curie en el año 1898. Si bien se sabía que podía tener efectos dañinos para la salud, se tenía también la creencia de que este elemento, en ínfimas o pequeñas cantidades, podía ser beneficioso. De hecho, a comienzos de los años 20 se ofrecía el radio en múltiples presentaciones.
Esta sustancia, que se creía podía curar desde un resfrío al cáncer, venía como componente estrella en varios productos como pastas dentales, agua mineral, cosméticos, cremas faciales, leches, mantecas y hasta tónicos para prolongar la juventud e incrementar la potencia sexual. Sus beneficios se vendían con grandes avisos en los diarios y publicidades callejeras. El milagroso producto parecía ser el eje de un boom comercial sin precedentes.
Mollie Maggia, la primera víctima
De todas formas, a pesar de la buena prensa del brillante producto y quizás a modo de premonición por lo que pudiera pasarles, las chicas del radio, que debían poner entre sus labios las cerdas de camello de sus pinceles cargados de esta pintura luminiscente, consultaron a sus jefes si eso no podía llegar a ser peligroso. Les dijeron que de ninguna manera.
Más tarde se supo que las mismas fábricas pagaban estudios supuestamente científicos para afirmar que el radio no era peligroso.
En aquel tiempo había además otra cosa disonante con respecto a la condición inofensiva del radio. En las compañías donde los hombres trabajaban este producto, lo hacían con máscaras y delantales de plomo y lo manipulaban con pinzas o guantes, jamás con las manos. Precauciones fundamentales que nunca ofrecieron a las mujeres.
Amelia "Mollie" Maggia fue la primera trabajadora de la USRC en sufrir las terribles consecuencias de la ingestión de radio. En 1921 un dentista le extrajo el primer diente que se le había aflojado. Y luego fue perdiendo más. Dolores tremendos la aquejaban, además, en cada hueso de su cuerpo, en especial en sus piernas. Cuando un médico la visitó, al revisarle la boca, el hueso de la mandíbula se deshizo como si fuera de barro al contacto con sus dedos. Más tarde se conocería ese horrible deterioro bucal como "mandíbula de radio".
La muchacha empeoró en poco tiempo. Un año después de los primeros síntomas, luego de que una infección avasallante proveniente de su cavidad bucal le tomara la garganta, falleció. Tenía 24 años. El médico escribió que la sífilis era el motivo de la muerte, algo que fue utilizado por la compañía que había enfermado a Maggia como un elemento para su propia defensa.
Pero habría muchísimas más trabajadoras del radio enfermas. Para 1927, ya eran 50 las pintoras de esferas que habían muerto. Presentaban problemas en los huesos, como neoplasias, sarcomas, fracturas espontáneas. Padecían en algunos casos leucemia, anemia, debilidad y cansancio extremo. Las piernas de estas mujeres se acortaban y las embarazadas perdían a sus bebés.
Grace Fryer, una de las empleadas de Nueva Jersey que comenzaría los juicios contra sus empleadores, aseguraba que la afección le había "aplastado la columna vertebral" y debía usar un soporte de acero para tenerse en pie.
El radio ilumina el camino a la justicia
En 1925, un joven doctor con ansias de llegar a la verdad llamado Harrison Martland descubrió que el problema de salud de estas trabajadoras era el radio. Comprobó que, al igual que el calcio, este producto nocivo se asimilaba y se fijaba a los huesos, y así comenzaba a realizar estragos.
Para seguir su hipótesis, este médico pidió exhumar el cadáver de Maggia. Cuando abrieron el ataúd de la joven los sorprendió un resplandor verdoso. Definitivamente, la muchacha no había muerto de sífilis. Fue la radiactividad la que había deshecho su vida.
A modo de justicia poética, el brillo de los restos de Maggia iluminaría el camino de la verdad para sus compañeras. Ya no había duda de que el radio era la causa de las muertes de estas mujeres.
Y fueron las propias empleadas, enfermas y con sus sentencias de muerte por los efectos del radio ya firmadas, las que comenzaron a buscar justicia. Contra viento y marea, y contra las poderosas compañías que las habían contratado, las mujeres se agruparon para encontrar respuestas, y para que ninguna otra trabajadora sufriera los tormentos físicos que a ellas les tocó sufrir.
Grace Fryer, en 1927, se juntó con otras colegas, entre ellas, dos hermanas de Mollie Maggia, y dieron con un abogado llamado Raymond Berry para llevar adelante su caso. Fueron las primeras en llegar finalmente a juicio.
Fryer sabía que moriría pronto, pero inició igual el proceso judicial. "No es por mí misma por quien me preocupo -dijo entonces la trabajadora, según consigna Kate Moore en un artículo en el medio estadounidense BuzzFeed-. Más bien pienso en los cientos de chicas a quienes esto puede servir de ejemplo".
Es que, más allá de la indisimulable relación entre el radio y las enfermedades que había hecho que mermara la cantidad de empleadas de la fábrica de Orange, había otras compañías en los Estados Unidos donde la nocividad del producto luminoso todavía no había llegado a conocerse con la misma claridad.
Un testimonio desde el lecho de muerte
Las chicas del radio de Orange pusieron el mojón inicial. Pronto, otra trabajadora de la compañía Radium Dialde Ottawa, estado de Illinois, llamada Catherine Wolfe, inició su propia lucha judicial. Lo hizo junto a otras compañeras. Eso fue a mediados de los años 30, pero la empresa negaba absolutamente todas las acusaciones y aseguraba, todavía en esos tiempos, que el radio no se relacionaba con las enfermedades de sus empleadas.
En el año 1938, moribunda y con un tumor del tamaño de un pomelo en su pelvis, la señorita Wolfe declaró ante la justicia. Su testimonio fue realizado en su domicilio, en su lecho de muerte, delante de su abogado Leonard Grossman -que trabajó ad honorem-. De este modo, casi con su último aliento, esta corajuda trabajadora buscó reparación para ella y para miles de sus colegas.
En 1939, Grosmann obtuvo una victoria en nombre de sus representadas en la Comisión Industrial de Illinois. Cada demandante recibiría 10.000 dólares como resarcimiento y 600 más por cada año trabajado.
Para entonces, Catherine Wolfe ya estaba muerta, pero su esfuerzo y el de otras chicas del radio habían conmovido -para bien- la estructura de los derechos laborales.
A partir de su legado, se introdujeron nuevas normas de seguridad para proteger a las nuevas generaciones de obreros, incluidas las pintoras de relojes y los trabajadores de plutonio para las bombas atómicas.
En 1949, el Congreso de los Estados Unidos aprobó una ley que daba a los empleados el derecho a ser compensados económicamente por enfermedades profesionales, un derecho laboral que no tardó en expandirse al resto del mundo.
Con medidas de seguridad mucho mayores, la pintura manual de números en las esferas del reloj -que en su momento de esplendor tuvo hasta unas 4000 empleadas- llegó hasta comienzos de los años 60, según un resumen del caso que realizó el medio australiano News.
Consecuencias duraderas
Como una manera de contrastar estos destinos, se puede citar el caso de Mae Keane.
Esta jovencita ingresó a una planta de radio de Connecticut en 1924, pero desde el principio sintió rechazo por tener que meterse en la boca el pincel con aquella sustancia "arenosa y desagradable". Uno de sus jefes la vio disconforme con su trabajo a los pocos días de su ingreso y le dijo que si no estaba cómoda con su faena, que se fuera de allí. Y ella se fue.
A fines del año 2014, al anunciar su muerte a la edad de 107 años, la Radio Pública Nacional de los Estados Unidos hizo una semblanza suya definiéndola como "una de las últimas chicas del radio".
Allí, la nota consignaba que la mujer había asegurado que, de encontrarse nuevamente con el jefe que la invitó a renunciar, ella "le agradecería mucho su gesto, porque de otra manera hubiera terminado como el resto de las chicas".
El resto de las chicas, en tanto, aún después de muertas continúan dando signos de los efectos nocivos de la contaminación por radio, un elemento químico cuya vida media tiene una duración de 1600 años. Se sabe que por ello sus restos siguen brillando en la oscuridad.
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