Jugó al básquet, al fútbol, practicó boxeo, y un día se tiró a una pileta y empezó a nadar. Alejandro Lipszyc y el canto silencioso de un hombre que se imagina a su abuelo mientras nada 21 kilómetros.
Dale, boludito.
Estoy flotando en el agua marrón del río Paraná, debajo de mí no hay nada, el suelo está lejos, mi casa está lejos. Tengo 41 años. Estoy nadando y mientras nado escucho a mi abuela María que me habla o me alienta, como cuando yo era chico y ella me apretaba los cachetes y me decía:
Dale, boludito.
Cada dos segundos saco la cabeza hacia mi izquierda para respirar. Los buenos nadadores hacen respiración bilateral, una vez para un lado, otra vez para el otro. Yo respiro para la izquierda. Saco mi boca apenas por encima de la superficie, sin tragar agua, pero dejo entrar su humedad para que la garganta no se me seque. Cada dos segundos, cuando saco la cabeza para respirar, miro a mi bote de apoyo.
En el bote va Mariano Soraires, mi asistente durante la carrera. A su lado veo a Diego Sandstede, mi amigo y fotógrafo, y al remero, baqueano del Paraná, que me va llevando por los mejores lugares para nadar, que son los de mayor caudal de agua y corriente a favor. Del bote me llega cada tanto alguna indicación de Mariano y el olor del cigarrillo que fuma el remero.
La carrera se llama Maratón Acuática Dos Orillas. Lo de dos orillas es literal: 69 nadadores estamos nadando, un domingo nublado y frío de marzo, por el río Paraná, desde Villa Urquiza hasta Paraná, en Entre Ríos. El circuito consiste en cruzar el río, bordear la orilla que corresponde a Santa Fe y luego, a la altura del túnel subfluvial, volver a cruzar el río, y llegar a Paraná. También es literal lo de maratón: es una competencia de 21 kilómetros en la que gana el que llega primero.
Yo no quiero llegar primero. Quiero llegar.
Para competir en la maratón nadé entre cuatro, cinco y seis kilómetros por día, tres veces por semana, entre diciembre y marzo. Hacía poco había corrido la carrera de Baradero, nueve kilómetros a río abierto, y me había sentido bien. Pero la competencia del Paraná es más difícil, más larga y en un río más grande. Edgardo Castañón, mi entrenador en la pileta Caracola, que es el club en donde practico natación, me decía: ¿Y, te vas a anotar?, un poco para preguntarme y un poco para tocarme el orgullo. Entonces opté por entrenar para la carrera y postergar la decisión para cuando cerrara la inscripción. Viajé a Entre Ríos con otros cuatro compañeros de pileta.
La maratón se corre –se nada– por la tarde, para esperar que el agua tenga su mejor temperatura. Antes de entrar al río me cubrí el cuerpo de vaselina, para crear una capa grasa que me permitiera conservar el calor del cuerpo, pero ahora que estoy en el agua pienso que me puse poca y que no alcanzó: tengo frío. Tengo miedo, también. El río es descomunal.
Mi bote de apoyo me tranquiliza. Nado paralelo a él, es mi referente anímico –ahí está mi bote, en el bote están mis amigos, nada malo me va a pasar–, pero también visual. Es la única evidencia que voy a tener, durante las casi tres horas de carrera, de que el mundo sigue siendo tal cual lo dejé antes de tirarme al agua. Cuando paro a descansar –cada veinte minutos tomo agua mineral, cada cuarenta trago un gel de glucosa que me potencia los músculos–, lo único que veo desde el ras es una línea verde a mi derecha, la orilla de Santa Fe; una línea más lejana a mi izquierda, Entre Ríos; un manto de agua marrón hacia delante, y en el punto de fuga, el cielo gris que me vuelve frío. Tengo frío.
Nado. Nadar es aburrido. En otros deportes el que habilita el componente lúdico es el error, la habilidad instantánea de uno versus el menor talento, o la decisión equivocada, del otro. El juego de nadar, en cambio, consiste en obtener su mecánica, en lograr los movimientos sincronizados a repetición.
Pensá en la técnica. Escucho la voz de Edgardo, mi entrenador de la pileta, que me llega desde el recuerdo de los entrenamientos.
El codo mira al cielo. Entonces estiro bien el brazo y hago un empuje fuerte y profundo. Después, en el recobro, vuelvo a levantar el codo. Y otra vez. Y otra vez.
Nadá finito. El cuerpo compacto, estirado.
Ganado el partido de la razón, de la técnica, empiezo a sentir el río. Cuando menos pienso, mejor nado. Y siento, por ejemplo, que me voy agarrando del agua. La fuerza que hago es como si estuviera subiendo una escalera con los brazos. Me siento parte del río, me hago agua.
Y canto.
Soy de la orilla brava del agua turbia y la correntada
que baja hermosa por su barrosa profundidad;
soy un paisano serio, soy gente del remanso Valerio
que es donde el cielo remonta el vuelo en el Paraná.
La canción es de Jorge Fandermole, se llama Oración del remanso, y es la historia de un río y de un pescador en un río, y de cómo el pescador va viviendo en ese río. La repito como un mantra. Su tempo, su cadencia litoraleña, empata con el ritmo de mi nado.
Llevo mi sombra alerta sobre la escama del agua abierta
y en el reposo vertiginoso del espinel
sueño que alzo la proa y subo a la luna en la canoa
y allí descanso hecha un remanso mi propia piel.
Entonces viene mi abuelo Isaac y me abraza. Lo veo, en ese viaje alucinógeno que hace el cerebro excitado por las endorfinas de los músculos exigidos al máximo, vestido con un traje y corbata marrón y camisa blanca. Es gordo Isaac, y me abraza porque tengo frío. Afuera hace 17 grados y en el agua 22, quizás menos. En la pileta el agua está a 28, así que siento la diferencia. Pienso mucho en el frío, pero no me desconcentra y no me desanima. Solo digo: "Esto viene con frío". Y nado. Juego a que tengo que alcanzar mi bote, que va un poquito adelante. El bote es mi Moby Dick. Me pregunto cuándo lo voy a alcanzar.
Nadar también es una utopía.
Pasan otros veinte minutos de nado, de nada. Paro a tomar agua. Por primera vez en la carrera, Mariano me da una referencia de distancia: faltan siete kilómetros. Miro hacia el cielo y veo los cables de las torres de alta tensión que cruzan el Paraná. Más adelante, están las siluetas de los edificios de la ciudad. El agua del río ya tiene otro gusto, es más ácida. Debajo de mis pies pasa el túnel subfluvial. Me chequeo: no estoy cansado. Llevo una hora cuarenta de carrera. Cerca veo a Pablo, un compañero de mi entrenamiento en la pileta que es más veloz que yo, nada mejor o nada más. Es mi referencia. Y pienso que si él está acá y yo también estoy acá, tan mal no estoy. Una vez leí que una nadadora profesional decía que si la carrera es buena, no te acordás de que te haya pasado nada malo. Y yo siento que no pasó nada malo.
Entonces por primera vez pienso que voy a llegar.
Empecé a nadar hace dos años, que pensado desde un río anchísimo y dos horas continuas de nado –solo yo y mis brazos y mis patadas, y mi boca buscando oxígeno– suena a poco. Me tiré a la pileta por primera vez en 2011, cuando estaba por nacer Oliverio, mi primer hijo. Y decidí nadar esta maratón con la llegada de Eloísa, mi hija. Antes de nadar hice boxeo. Antes de boxeo jugué al fútbol. Antes de fútbol hice básquet. Corrí.
Mi trabajo como fotógrafo tiene mucha relación con el deporte. Hice una serie que se llama Los clubes, que son fotografías de espacios interiores de clubes sociales y deportivos de Buenos Aires. Clubes de barrio, como al que yo iba en mi adolescencia de San Martín, el club Peretz, de Villa Lynch, un club judío y comunista. Un club de barrio es también Caracola, la pileta donde me entreno. Es una empresa familiar, con problemas económicos y una amenaza latente de cierre. Corro por ellos, tengo que llegar por ellos también. No corro solo.
Me faltan dos kilómetros.
Te faltan dos kilómetros, es la última vez que te doy agua. Mariano me habla desde el bote. Yo reconozco el lugar. Ayer nadé dos kilómetros desde acá hasta el lugar donde está la llegada, para calentar el cuerpo, para sacarme la ansiedad. Tardé, ayer, 23 minutos. Eso es todo lo que me queda: 23 minutos.
Son los peores de todos. Todo el método que venía ejercitando y controlando en los 19 kilómetros anteriores se me vuelve en contra. Sé que voy a llegar, entonces estoy ansioso. Mariano me grita, me alienta. Estoy lento, pesado. Me cuesta nadar, levantar los brazos. Estoy agotado como no estuve en las dos horas y veinte que vengo nadando. Una corneta que suena cerca de la línea de llegada me va orientando.
Ya no escucho a Mariano, ya no sé cómo estoy nadando, ya no canto mi himno litoraleño, ya no recuerdo a mis abuelos. Paso las boyas que marcan el comienzo de los últimos metros y empiezo a llorar. Lágrimas sobre el agua. Toco la plataforma.
Llegué.
Me paro, todavía sobre el agua, y siento el piso fangoso del fondo del Paraná.
Me mareo.
Nunca había estado tanto tiempo sin pisar tierra firme.