La vida permanece
El cine no amaba la difícil geografía de las arrugas. Pero lentamente la vejez comenzó a aparecer a través de personajes con deseos y proyectos
Hasta hace un tiempo la gente grande apenas existía en el cine. De vez en cuando aparecía algún colérico patriarca como Enrique Muiño, por ejemplo, pero no era común. Los viejos en el cine por lo general quedaban estampados en el tapiz de fondo de la escenografía como abuelos cariñosos, mentores y maestros, oscuras amas de llaves o concilios de ancianos en las películas de vaqueros. La magia del cine no amaba la difícil geografía de las arrugas. Gloria Swanson se estiraba la cara con cintas de tela adhesiva. La vejez era una condena, una especie de fracaso.
Con el correr del tiempo, sin embargo, los viejos comenzaron a aparecer en el cine de otra manera y en otro lugar. Ya no entraban en el estereotipo del anciano severo o el sabio y bonachón, la tía amorosa o la vieja loca del altillo. Lentamente comenzaron a aparecer como personas, con necesidades y deseos propios –no sólo el bienestar de sus nietos–, con sus vicios y debilidades, y lo que es más curioso todavía, con proyectos.
En Venus (Roger Mitchell, 2006), sobre un libro de Hanif Kureishi, Peter O’Toole es un viejo actor en su ocaso que recibe en su casa a una sobrina nieta, una adolescente indomable que trastorna su vida por completo; él por momentos la quiere matar, pero lo que pretende en realidad es seducirla. En Pequeña Miss Sunshine (Dayton y Faris, 2006), la niña que va a competir en un concurso de belleza tiene un abuelo (Alan Arkin) que toma cocaína y es quien le enseña a bailar tap para su presentación en público. Hay películas más melancólicas, como Las últimas órdenes (Fred Shepisi, 2001), con Michael Caine y David Hemmings entre otros, donde un grupo de viejos amigos se reúne para despedir a un compañero fallecido. También comedias románticas, en el borde, como Alguien tiene que ceder (Nancy Meyer, 2003) donde Jack Nicholson termina por enamorarse de Diane Keaton, la madre de su novia. Jack Nicholson tiene su propio capítulo en esta nueva rama temática que podríamos llamar, con toda crudeza, Viejos. Él ha ido creciendo junto con el cine, y la industria no parece dispuesta a perderse a un actor así sólo porque tiene más de setenta años. Entonces produce películas a su medida, como Las confesiones del señor Shmidt (Alexander Payne, 2003), Mejor… imposible (J.L.Brooks, 1997), y las que vendrán.
Mientras tanto, el cine sigue descubriendo que hay una vida más allá de los cincuenta, los sesenta, los setenta años. Aparece El exótico Hotel Marigold (John Madden, 2011), con glorias del cine como Judie Dench, Tom Wilkinson y Bill Nighy, entre otros, donde un grupo de gente grande cambia dramáticamente de humor al comenzar una vida nueva en otro país. Y por supuesto la dolorosa Amour (Michael Haneke, 2012), con Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignant, un amor entre dos octogenarios que resultó premiada en esta última entrega de los Oscar.
La más exquisita representación de esta nueva, por llamarla así, tendencia cinematográfica es Rigoletto en apuros, también de 2012, que marca el debut de Dustin Hoffman como director, sobre una obra de Ronald Harwood. Con Maggie Smith y Tom Courtney en los papeles principales, se desarrolla en una residencia para músicos retirados, quienes cada 10 de octubre celebran el cumpleaños de Verdi con un festival en su honor. En esos salones y jardines de conmovedora belleza, los artistas mantienen vivo no sólo su arte musical sino también los sentidos, las pasiones y un amor a la vida que, tal como se ve, nunca se apaga.