La vida descalzo
Le pregunto por la playa a una periodista brasileña que conozco. Me contesta: "Las que más me gustan son las playas ‘tristes’ de países fríos. Sitios como la Foz do Porto, en Portugal, donde viejitos caminan abrigados con ropas grises, o Brighton, Inglaterra, donde llueve y no hay arena sino piedras. Son tan lindas". ¿Cómo no lo adiviné? Para los hijos del sol, del samba y del sexo, la playa eufórica y el verano sólo pueden ser meros énfasis, redundancias. De haberme visto desembarcar en Río de Janeiro en julio de 1970, muy orgulloso de mi condición de debutante múltiple —primera vez que experimentaba en carne propia esa paradoja llamada vacaciones de invierno, primera vez que viajaba en avión, primera vez que salía del país, primera vez que cotejaba la Villa Gesell de Carlos Barocela con la playa internacional de Vinicius de Moraes—, probablemente mi amiga habría reconocido en mí, en el bagaje inconfundiblemente argentino con el que pisé con mi hermano y mi padre la arena de Copacabana —el blanco lunar de mi piel, mi falta absoluta de ritmo, el efecto de inhibición que me producía estar acorralado por una lengua extranjera, mi miedo enfermizo a los rateros, tema de conversación casi exclusivo, por esos años, en las agencias de viajes porteñas—, todas las taras virtuosas que años más tarde añoraría de las playas del hemisferio norte. Recuerdo la decepción que me produjo la arena, tan blanca como me la habían descrito, pero mucho más espesa que la harina, como yo, quién sabe por qué, siempre me la había imaginado, y el estupor de estafado con que comprobé ese primer día, apenas diez o veinte minutos después de dejar las valijas en los cuartos del hotel Gloria, para mí, en ese momento, sin duda el más fastuoso que jamás se hubiera construido sobre la tierra, hasta qué punto la playa, un terreno que los argentinos, según mi experiencia gesellina, sólo condescendían a emplear para la práctica del fútbol utilizando sus zonas más lisas y húmedas, era en sus partes más blandas e irregulares la cuna, la superficie madre en la que los brasileños aprendían la destreza diabólica que luego desplegaban en el césped de las canchas. (Dos o tres partidos organizados de la nada por mi padre contra un rejunte de adolescentes locales —uno de los cuales, Luizinho, se convertiría con el correr de los días en uno más de la familia— pusieron negro sobre blanco, como quien dice, las diferencias: ellos jugaban, nosotros nos cansábamos; ellos jugaban, nosotros tosíamos; ellos jugaban, nosotros tratábamos de esquivar las troneras que parecían abrirse a cada paso en la arena, por donde se extraviaban nuestros pases y nuestras piernas; ellos jugaban, nosotros nos recriminábamos.) Pero además del asombro maravillado que me producía estar en la playa y bañarme en el mar en pleno invierno, con casi treinta grados de temperatura, algo que me parecía una de esas incongruencias planetarias que sólo ocurren en las películas de ciencia ficción y anuncian, por lo general, algún desperfecto particularmente catastrófico, lo que más recuerdo son dos cosas, dos fases de un curioso vía crucis personal: la vergüenza que me daba mi piel, tan blanca, tan sensible, tan débil, a tal punto que desde entonces nunca pude dejar de asociarla con nombres como Nivea, Coppertone, Sapolán Ferrini, Caladryl, para mí, en aquel tiempo, menos comerciales que médicos o científicos, en esa playa poblada de negros, y el desconcierto y la incomodidad, teñidos de una pizca de exaltación, que me asaltaban cada vez que una mujer negra, por lo general una madre o una abuela acompañadas de sus hijos y nietos, interceptaba nuestras caminatas y sin decir nada, con una reverencia atemorizada, extendía una mano y, como si quisiera probarse que lo sagrado es material o disipar un espejismo demasiado inverosímil, me tocaba el pelo.
Hay que decir que entonces yo era rubio, rubio como un niño alemán rubio de publicidad nazi, rubio como nunca más volví a serlo, rubio como Jack Celliers, el oficial inglés que diez años más tarde interpretará David Bowie en Furyo (1980) y que, capturado en plena Segunda Guerra Mundial por el ejército japonés, va a parar a un campo de prisioneros en la isla de Java y hechiza con su rubiez al hombre que está a cargo del campo, el capitán Yonoi (Ryuichi Sakamoto), a tal punto que una noche, después de castigarlo haciéndolo enterrar hasta el cuello y exponiéndolo al sol días enteros, cuando la cabeza de Celliers es de un blanco casi fluorescente, enceguecedor, Yonoi, aprovechando que el prisionero se ha desvanecido, le corta un mechón de pelo y se lo lleva y desaparece, y cuando la noche se lo traga, una mariposa nocturna, blanca, revolotea alrededor de la cabeza ciega y se posa en el punto exacto donde tuvo lugar la mutilación.
Si tuviera que odiar la playa, creo que usaría para odiarla el mismo odio con que odio mi piel, mi blancura de ex niño de publicidad nazi, mis pecas, mis lunares, mis rubores temibles, que puedo tolerar cuando delatan pudor y que me espantan cuando interpreto que anuncian algún próximo zarpazo de soriasis, la enfermedad que persiguió a John Updike desde la adolescencia y que coprotagoniza junto con el sol, el único bálsamo capaz de detenerla, un capítulo extraordinario —"En guerra con la piel"— de su libro de memorias A conciencia .
¿Cómo no odiar el estúpido círculo vicioso del que estoy hecho? Como buen soriásico, nada necesito tanto como la radiación ultravioleta para aplacar la proliferación vertiginosa de células —el exceso de piel— en que consiste la enfermedad; como buen blanco, y para colmo lampiño, nada me amenaza tanto como el sol. Puede que si ese invierno de julio de 1970 "decidí" renunciar a mi rubiez, fue porque di con el único lugar donde me parecía que la apreciaban más que yo. Pero no pude renunciar a lo que para Valéry es lo más profundo: la piel. Y eso que traté.
Hijo de una generación que adoró y adora el sol hasta extremos delirantes, a tal punto de hacer del bronceado el emblema de distinción y de clase que los ingleses del siglo XVIII sólo reconocían en la palidez, aprendí muy pronto que a la playa uno iba a respirar aire puro, a bañarse en el mar, a caminar, a jugar, a practicar deportes, a distenderse, pero sobre todo iba a quemarse, es decir, contra las tesis antropológicas más arraigadas, a pasar del régimen de lo crudo (la cultura) al de lo cocido (la naturaleza). Eso, los privilegiados, los que, diseñados desde el vamos no sólo para tolerar la dimensión ultravioleta del mundo sino sobre todo para usufructuarla, eran capaces de recorrer todo el cursus honorum que Camus describe en El verano en Argel ("del blanco al dorado, luego al pardo, por fin al tabaco") sin saltarse etapas, en una continuidad fluida y equilibrada, y más que nada sin demorarse en esa zona de transición indigna, condenada unánimemente por esos expertos en carne que son los asadores, el arrebatamiento, con sus rosados fulminantes, sus rojos álgidos y sus descascaramientos precoces, en la que solemos instalarnos durante buena parte de las vacaciones, confundiéndola con una condición estable, los hipersensibles como yo, gente huidiza y resentida que sólo se consuela de sus déficits de pigmentación cuando la playa les suministra el espectáculo único, casi extraterrestre, de un albino caminando vestido de pies a cabeza entre un mar de cuerpos semidesnudos. En cuarenta años de adorar la playa creo que lo he probado todo: la alegre carbonización (de chico, bajo los efectos de la radical heliolatría paterna, para la que carpas y sombrillas eran mariconadas de tilingos y las cremas sólo eran toleradas después del baño de sol, nunca durante), la indiferencia adolescente (a los 14, estar quemado era la peor mariconada de tilingos), la prudencia (el ensayo de una relación homeopática con el sol), el escrupuloso management solar (la administración de la radiación con el propósito, siempre inconfesable, de obtener un bronceado perfecto y posponer al máximo el principio del fin, ese momento fatídico en que los dedos detectan que la piel de la nariz o de un hombro, por fin de un tostado perfecto, se vuelve delgada y seca y empieza a arrugarse como papel), la contestación (los albinos jamás integrarán las filas de los adoradores del sol, pero todo adorador de playa en crisis con el despotismo solar siempre puede abrazar la causa albina en señal de protesta y pavonearse con ropa de beduino y un libro de quinientas páginas bajo la axila mientras el resto del mundo se fríe alegremente), la resignación (para quemarme como se debe, gradual, parejo, con todas las precauciones que exige la hora, debería dedicarme al sol de una manera exclusiva, con un fanatismo de egipcio). Y si lo probé todo fue porque comprendí muy temprano hasta qué punto la relación entre la piel y el sol decide el clasismo (y el racismo) que impera en la playa.
La cuestión sigue sin resolverse, y probablemente no se resuelva nunca. John Updike dice que fue la soriasis la que lo convirtió en un adicto al sol, la que lo condenó a desear la playa como su único hábitat posible, la que en septiembre u octubre, con los primeros fríos del otoño, señal inequívoca del comienzo de la pesadilla para todo enfermo de la piel, lo obligaba a huir de los Estados Unidos, a cambiar de hemisferio, a pasar largas temporadas en islas del Caribe. "Para mí el peso del sol sobre la piel siempre significaba esto: se me estaba redimiendo, se me arrastraba de vuelta a la humanidad, de vuelta de la deformidad y la vergüenza", escribe en sus memorias. La misma clase de combate decidí librar yo hace un par de años, atormentado por dos míseras plaquitas que me decoraban desagradablemente el frente de una pierna. Los veinte días de mis vacaciones en Cabo Polonio los consagré a ametrallarlas con el sol, hasta que quedaron reducidas a dos sombras irregulares, de bordes simpáticamente fractales, que con el tiempo van borrándose y probablemente desaparezcan. Sé de todos modos que nunca, ni siquiera en las ocasiones excepcionales en que cumpla al pie de la letra con el protocolo de los baños solares, podré volver de una vacación en la playa y reencontrarme con mi padre sin sentir el escrutinio implacable, la tasación, casi el tribunal, por los que sus ojos hacen pasar a mi laborioso, tenaz, sacrificado color de veinte días de sol, y la fatal decepción con que una vez más me anuncian que lo desprecian. Y, sin embargo, si tuviera que elegir algo, un elemento, un emblema que representara para mí de manera inmediata e irreflexiva la experiencia de la playa, jamás elegiría nada que estuviera ligado al mar, al agua, a lo fresco, a lo húmedo. Pensaría (sin pensar) en mis pies tostados, en los empeines de mis pies tostados, descalzos, pisando esos caminos de tablones de madera barata que ponen en las playas para evitar que la gente se despelleje las plantas de los pies caminando directamente sobre la arena. Así, aun cuando el sol corre el riesgo, siempre, de complicarlo todo, mi Idea de Playa —ese cristal donde se revela no lo que la playa es, sino más bien lo que yo deseo de ella— es una vulgar apoteosis de lo Seco: seca la arena, secos los tablones de madera, secos mis pies, secas las plantas de mis pies, tan encallecidas ya por la vida descalza que parecen indestructibles.
Es esa utopía de la deshidratación, creo, la primera víctima que se cobra la playa en invierno, y quizá por eso recuerde hoy como el peor de los tormentos, la traición inadmisible, no tanto a mí como a una especie de esencia de la playa, esas escapadas al mar en pleno julio. Cada vez que vuelvo a pisar descalzo esas planchas de madera que el sol empieza a curvar hacia arriba reconozco, además de una sensación y en cierto modo una mitología (la del ex civilizado que en contacto con la naturaleza desarrolla una segunda piel mucho más resistente que la primera), una evidencia más bien abstracta, intelectual, que me llena de un alborozo que las sensaciones, por intensas que sean, rara vez me infunden: reconozco que mis pies comparten con la madera y la arena una misma cualidad —lo seco—, pero que eso que comparten no los obliga a ligarse, no les impone renunciar a nada perdiéndose en una mezcla. Hay aquí una cierta resonancia analítica que me fascina: lo seco tiende a la discriminación, la distinción, el desmigajamiento; lo seco es preciso, y esa precisión parece graficar un valor que me es extrañamente cercano: una especie de comunión no adhesiva, donde las cosas y los seres pueden encontrarse y conectar sin verse comprometidos a confundirse. Aunque me gusten el mar, su condición a la vez monótona y compleja (por otra parte compartida con la arena), y el modo sutil en que baja la temperatura cuando dejamos la arena blanda y nos dirigimos a la orilla, y los chubascos impertinentes que irrumpen en medio de un día soleado como espejismos, y la lógica elemental de satisfacción (o quizá de alivio) que rige la playa, que consiste en acumular calor y sequedad para después contradecirlos con un shock brutal de valores opuestos, del desierto y la isla, los dos paraísos mutilados que la playa, a su modo, reconcilia y completa, yo elijo sin duda el desierto; elijo la arena (y pongo el agua entre paréntesis); elijo el clasicismo, la nitidez abrasiva, el poder inspirador de lo que se deja reducir, aislar, descomponer, incluso —por descabellado que suene— enumerar. Pensándolo bien, tal vez reaparezca aquí la sombra, el reflejo de ese mismo goce de la privación que trataba antes de ahuyentar, denunciándolo como cristiano y sacrificial, cuando describía el calvario de la playa fuera de temporada. Tal vez, urbano recalcitrante como soy, buena parte de la seducción que la indigencia de Cabo Polonio ejerce sobre mí descanse justamente en la cantidad de imposibilidades a las que me somete y las renuncias que me exige. Hablé de los pies tostados, del roce delicioso de sus plantas rugosas contra la madera tosca, de los granos de arena deslizándose —nunca adhiriéndose— sobre los empeines. Ése es, pues, mi ícono, mi modesto, mi casi franciscano fetiche de playa. Pero ¿cuál es mi escena? Alejandra Pizarnik parece adivinarla cuando confiesa en una entrada de sus Diarios : "Estoy en St. Tropez, es decir a 3 km de St. Tropez. En vez de quedarme encerrada en la pieza debiera ir a visitar el pueblo, conocer las viejas callecitas, mirar la gente. En mí, volver de un sitio sin haberlo visto es un motivo de orgullo. Decir ‘no’ en vez de ‘sí’ me emociona". ?
La vida descalzo
Imágenes y escenas de la playa, un espacio "muy onírico, muy proyectivo, que me genera una superproducción de sueños increíbles", dijo el autor. En estas páginas, el capítulo que le da título a este libro (Sudamericana, 2006) de tono autobiográfico.
El autor
Alan Pauls (Buenos Aires, 1959) es escritor, periodista, crítico y guionista de cine. Ha sido profesor de Teoría Literaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y fundador de la revista Lecturas Críticas. Entre sus obras se destacan los ensayos Manuel Puig: La traición de Rita Hayworth (1988) y El factor Borges (2000). Entre sus novelas, El pudor del pornógrafo (1985) y El pasado (2003)