La vida de un escritor
Es cierto que uno pasa horas tecleando o garabateando ficciones en un papel, pero, una vez escrito lo escrito, muchas veces suceden cosas insólitas
Cuando uno menos lo espera, viene la vida y te sorprende. Hace un par de semanas, sonó el teléfono en casa a una hora en la que no suele llamar nadie. Atendí, y una voz con acento extraño preguntó por mí.
–Espere un momento que ya le comunico con el Presidente Tolbert –dijo.
Hay gente que piensa que escribir es un oficio aburrido. Es cierto que uno pasa horas tecleando o garabateando ficciones en un papel, pero, una vez escrito lo escrito, muchas veces suceden cosas insólitas: personas que te escriben para criticarte; regalos que te llegan por correo; amistades nacidas en el amor a las palabras; y hasta ex presidentes de países lejanos que, una mañana cualquiera, te llaman por teléfono para pedirte ayuda.
–Habla Tolbert –me dijo una voz desconocida–. Me acaban de mostrar una nota suya en una revista, y por eso la llamo: Roger es mi hijo. Hace veinte años que se fue y no sé dónde está.
En ese mismo instante, al hombre se le quebró la voz y supe con quién estaba hablando. Quizá algunos de ustedes recuerden aquella nota de hace meses en la que contaba mi encuentro, en una plaza de Nueva York, con un hombre que vivía en la calle. Era de piel oscura, llevaba colgando de la cintura una gran espada de juguete y caminaba con un bastón grueso que parecía un cetro real. Un pañuelo de calaveras blancas le sujetaba un enorme manojo de rastras. Se llamaba Roger y dijo que había llegado a Nueva York en 1980, después de que su padre, entonces presidente de Liberia, fue derrocado. Algunas de las cosas que decía tenían sentido, pero otras resultaban difíciles de entender. Cuando me despedí de él, lo hice sin saber si había estado hablando con un loco o, por el contrario, con alguien tan cuerdo que había decidido despojarse de todo.
–Un amigo que vive en Argentina leyó la revista y me llamó en seguida –me explicó el ex presidente, por teléfono–. Nuestra familia regresó a Liberia con la democracia. Pero Roger no quiso volver y hace años que le perdimos el rastro.
A continuación, me preguntó en qué plaza había visto a su hijo. ¿En qué zona de Nueva York, cómo iba vestido? ¿Sabría yo cómo ponerlo en contacto con él? Sonaba ansioso por escuchar todo lo que le pudiera decir.
–No puede ser que Roger duerma en los vagones del subte –agregó, con voz temblorosa–. No puede ser que mi hijo sea un homeless. ¡Necesito encontrarlo!
Yo estaba a punto de contarle que Roger me había dado una dirección en donde le guardaban la poca correspondencia que recibía, pero de pronto recordé algo: "Hay que andar con cuidado. Dices una palabra errónea, o tocas a una persona del modo equivocado y, de pronto, todo tu mundo cambia", me había dicho Roger. "Yo estoy acá, ¿ves? Pero mi modo de estar es sin hacer nada que pueda sumar, restar, multiplicar, o dividir, lo que ya está ahí. ¡Hay que ser muy cuidadoso con eso! No lo olvides: no sumar, ni restar: simplemente realzar. Si dices algo que no debes, todo puede cambiar."
El hombre empezaba a sonar impaciente del otro lado del teléfono, pero yo no sabía qué hacer. ¿Roger querría que su padre lo encontrara? ¿No habría trazado esa vida vagabunda porque eso, exactamente, era lo que quería? ¿Responder a las preguntas de su padre no sería traicionar a Roger, alterar su vida, sumándole o restándole algo que él no había buscado?
–Tolbert, espere porque entró otra llamada –dije, tratando de ganar tiempo mientras pensaba.
Apoyé el teléfono sobre la mesa e intenté concentrarme. Al cabo de un minuto se me ocurrió la respuesta perfecta. La única que equivalía a no sumar, ni restar. La única que iba mano a mano con los principios de Roger y los míos. Satisfecha, agarré el teléfono.
–Presidente, disculpe –dije–. Ya estoy aquí.
Pero él no contestó. En el teléfono había tono de ocupado. Me quedé esperando a que volviera a sonar. Pero el hombre no volvió a llamar y yo me quedé perpleja, sin sumar ni restar nada al mundo que ya está ahí.