La vengadora: una ansiedad que nunca volví a sentir en la tele
No tenía más de diez años cuando la serie australiana La vengadora me ampolló el cerebro. Durante las seis semanas que se emitió, asistí responsablemente al colegio, hice todas las comidas, fui a jugar a la casa de mis amigas, vi dibujos animados, me bañé todas las noches, visité a mis abuelos, me hice un chequeo en el médico e incluso tuve un accidente en el club, pero nunca pude pensar en otra cosa más que en esa historia.
Para los que no la hayan visto, La vengadora cuenta la epopeya de Stephanie Harper, una cuarentona millonaria, fea e insegura que se enamora perdidamente de un tenista joven de medio pelo con pinta de gigoló llamado Greg Madsen. La pareja se casa, sorda a las burlas de la prensa y el círculo íntimo de la heredera, que sospecha que Greg sólo está interesado en su fortuna, y comienza su vida de pareja en total armonía y felicidad. Sin embargo, en las primeras semanas, Greg inicia un romance oculto con Jilly, la mejor amiga de Stephanie, una socialité hermosa y explosiva, y para no despegarse de ella, Greg la invita a sumarse a la luna de miel en Edén, una estancia faraonica en el norte de Australia que es el corazón de la fortuna de los Harper.
En ese viaje, Greg se fanatiza con una actividad típica del lugar: la cacería de cocodrilos. Contrata un guía que le revela los secretos del pantano y un cazador que le enseña a manejar armas y se vuelve el aficionado perfecto. A Stephanie, en cambio, este hobbie le da miedo. Con la excusa de mostrarle lo hermoso que es el pantano, Greg lleva a Stephanie y a Jilly a hacer una recorrida y aprovecha cuando su esposa se para en el bote para empujarla al agua.
Los cocodrilos atacan a Stephanie, pero milagrosamente sobrevive. La rescata un lugareño que cura sus heridas, aunque su cara y cuerpo quedan deformados para siempre. Conmovido por su historia, el hombre le regala unas piedras preciosas para que venda y empiece una nueva vida. Con ese dinero, Stephanie viaja a ver a un cirujano plástico que vive en las afueras, Dan Marshall, y le pide que le haga otra cara. Una cara hermosa, perfecta, como la de las revistas de moda. Luego de algunos meses de tratamiento y cirugías dolorosas, Stephanie, bajo el nombre falso de Tara Welles, regresa a Sydney, cambia su aspecto y se transforma en una supermodelo. Desde allí, trama su venganza para acabar con Greg y Jilly y recuperar a sus hijos y su amada Edén.
En aquella epoca, sin Google, ni YouTube, ni mil canales de cable, uno se sentaba a ver una serie sin saber nada del argumento. Recuerdo mi sorpresa al ver a Greg arrojar a Stephanie a los cocodrilos, mi miedo al verla luchando bajo el agua para no ser devorada, mi esperable angustia y desconcierto cuando él se sale con la suya, el dolor de saber que su amiga la traicionaba también. Después del primer capítulo quedé clavada en la silla. Nunca había visto una historia así en televisión.
Para colmo de males, mi perturbación era solitaria porque a mis amigos no los dejaban ver esa serie. Por entonces, mi padre era entrenador de rugby y nos la pasábamos todo el fin de semana en el club. Los hombres entrenaban a su división, luego tenían partido, después iban al tercer tiempo para agasajar al otro equipo, y se perdían en reuniones interminables para decidir asuntos del club. Las esposas no tenían más remedio que juntarse entre ellas y esperar tomando sol, intercambiando recetas, vegetando en las reposeras, y entreteniéndonos a nosotros, que rebotábamos entre la pileta, el bar y el arenero durante todo el sábado y domingo. Yo aprovechaba ese tiempo muerto entre adultos para tratar de sacar el tema. ¿Vieron La vengadora? ¿Saben quién es Stephanie Harper? ¿Cómo es posible que no la reconozca? ¿Qué va a pasar en el próximo capítulo? Pero nadie la había visto. Me decían que entre los chicos, los maridos y la casa no les quedaba tiempo para ver televisión, menos algo tan feo como eso.
Yo no entendía qué era lo feo del asunto. A mí, La vengadora me parecía conmovedora y movilizante, me hacía sentir cosas hermosas, me devolvía la fe en el mundo. Hasta ese momento, todas las series y películas que había visto tenían a hombres de protagonistas. Superman, Los Pitufos, La Pantera Rosa, Blanco y Negro, He-Man, Brigada A, Los Duques de Hazzard. Siempre era Superman era el que salvaba el mundo y Luisa Lane sólo relataba sus aventuras en el diario. Hasta para volar, ella tenía que agarrarse de él. La Familia Ingalls se suponía que tenía cinco protagonistas, pero la épica y el heroísmo eran patrimonio de Charles. En todas las series las mujeres teníamos papeles secundarios y festejábamos sus aventuras, éramos la voz de la cordura, o colaborábamos siendo lindas, distrayendo a algún malhechor. Las únicas heroínas que yo había visto eran She-Ra o La Mujer Maravilla, que lejos de animarme confirmaban todavía más mi sensación: las chicas teníamos poder únicamente en el terreno de la fantasía y de la ciencia ficción. Peor la Agente 99, que tenía que disimular su inteligencia y su valor para no hacer sentir mal al idiota de su novio, que tonto y todo era el protagonista de la serie.
Stephanie Harper fue la primera heroína en serio que vi en televisión. No sólo porque era la única protagonista, sino porque además era la cabeza del plan y no la chica linda que se reía con las locuras del héroe. No iba a llorar desamparada en un pueblito mirando fotos de sus hijos hasta que un galán descubriera que era aquella famosa ricachona desaparecida. Se iba a vengar por sus propios medios y además lo iba a hacer utilizando atributos femeninos: siendo bella, misteriosa, inteligente, enamorándolo fríamente, como él había hecho con ella. Hasta entonces, la venganza era para mí terreno masculino. Los hombres se vengaban. Las mujeres llorábamos y sufríamos. Como mucho sentíamos despecho y nos ocupábamos en maldades silenciosas y mediocres que nos terminaban destruyendo.
Por entonces yo era una nena tímida, regordeta y poco popular, que agonizaba de aburrimiento entre todas esas mujeres ociosas que mataban el fin de semana esperando a sus maridos. De lo único que hablaban era de artesanías para Navidad, de dietas para estar lindas para ellos, de cómo llevar y traer a los chicos del colegio. Eran felices, excelentes madres, amorosas conmigo, no me quejo, pero yo quería escribir, trabajar, hacer algo más que esperar a un marido sentada en el club. Y supongo que hasta entonces yo me había sentido como esa cuarentona insegura. Jilly y Greg eran los chicos populares, lindos y malvados que se burlaban de mí en el arenero del club.
Durante esas seis semanas acompañé la serie con una ansiedad que nunca volví a sentir en la tele. Yo quería que ella se vengara más que nada en el mundo, pero también lloré y me alegré cuando se enamoró del cirujano, que la quiso desde que llegó a su clínica buscando ayuda. Entonces entendí también eso. Que la venganza que destruye no sirve, pero que es hermosa si nos repara, si nos mejora, si nos vuelve a poner de pie. Como era de esperar, a pesar de mi insistencia, las esposas del club jamás vieron la serie. Están todavía sentadas, esperando que sus maridos terminen con sus reuniones, sus partidos, sus terceros tiempos. Cuando vengan ellos quizá les cuenten todo lo que les pasó ese día. Si ganaron. Si perdieron. Si jugaron con barro. Y ellas los escucharán, los calmarán, se alegrarán sinceramente con sus aventuras, tal como lo hacían todas las mujeres de todas las series que yo había visto en la televisión de aquel momento.
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