Quimey Suárez es piloto de ultramar. A bordo de un buque petrolero pasa seis meses al año en mar abierto. Las tormentas, las responsabilidades y el miedo. Cómo es ser mujer en el mar.
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Es cierto que hay hombres que tienen la costumbre de hacerse a la mar cada vez que empiezan a darse demasiada cuenta de sus pulmones. Así lo cuenta Ismael, el narrador de la novela Moby Dick de Herman Melville. Pero también hay mujeres, como Quimey Suárez, que al momento de la publicación de esta nota lleva casi dos meses en altamar como parte de la tripulación de un buque petrolero.
Ella tiene un título de Piloto de Ultramar, es oriunda de Quilmes, tiene 25 años, y hace tres que trabaja para empresas de transporte a granel de hidrocarburos. Su último ascenso la posiciona como Segunda Oficial. Es decir, la tercera al mando luego del Capitán y del Primer Oficial. A bordo hay 26 tripulantes y Quimey es la única mujer. En total, suele hacer cuatro viajes de dos meses por año.
El sol entre náuseas y vómitos
La embarcación actual mide 230 metros de eslora -de proa a popa- y lleva 73 mil toneladas de petróleo crudo. En general, navega por el sur en distancias muy variables, pero fundamentalmente para abastecer a las plantas con tanques de almacenamiento. Luego ese material es distribuido a refinerías que lo procesan para fabricar, por ejemplo, el combustible que se comercializa en las estaciones de servicio.
“El sol, según Quimey, tiene más fuerza en el mar”, especialmente después de las tormentas eléctricas que pueden sacudir tanto su lugar de trabajo como para dejar a todos tomando dimenhidrinato para paliar las náuseas y los vómitos. Aunque algunos aseguran que se bajan los síntomas con alimentos como manzanas o queso. “El que te dice que no siente nada te está mintiendo. Después de muchos viajes desarrollás una resistencia, pero todos en algún momento nos hemos sentido mal. Igual a los medicamentos hay que tomarlos antes, si ya estás vomitando, lo mejor es que sigas vomitando”, se sincera.
Un Piloto de Ultramar (una, en este caso) como ella está a cargo de la guardia en el puente de mando. Entre sus múltiples funciones están la de mantener los equipos de comunicación y navegación en perfecto funcionamiento y la del suministro de medicamentos para la enfermería a bordo. Incluso planifica las rutas de viaje. Para esto, explica, es esencial mantener la información actualizada respecto a las cartas de navegación: representaciones a escala de las aguas con novedades emitidas por la Prefectura Naval.
Por seguridad, un buque de ese estilo debe navegar a unas 20 millas mar adentro de la “isobata de varadura” -el sector próximo a la costa donde la unidad quedaría varada-. Y quien trace el itinerario deberá tener en cuenta los buques hundidos que, de no esquivarse, podrían dañar el casco. “Entre otros peligros”, suaviza Quimey. Pero también existen legislaciones y controles estatales como el Régimen de Navegación Marítima, Fluvial y Lacustre (REGINAVE) y normas privadas.
Por último, cuando está de “guardia operativa” también se encarga de descargar y cargar petróleo a través de una monoboya, una estructura autoflotante que al mismo tiempo amarra y entrega o recibe hidrocarburos. Este artefacto puede medir entre 10 y 17 metros. Todos los números que registra de memoria son así de espectacularmente grandes.
A veces Quimey también piensa en el suelo, el buque, el espacio sólido que la separa de la inmensidad que la obsesiona. “¿Por qué el cielo sería más interesante que el océano?”, se pregunta en las noches en las que el único sonido que se oye es el del agua chocando con la chapa. “A veces pienso en cómo se desesperan por llegar a la luna y en realidad ni siquiera sabemos qué hay en estas profundidades inexploradas”, dice entre medio de los datos cuantificables.
Un manto de responsabilidad en un lugar inflamable en medio del océano
Al miedo al mar Quimey lo tiene mansito porque lo conoce: “Estamos en un lugar peligroso, inflamable y en el medio del océano”, dice para ubicarse. Puede ser un derrame de petróleo, un incendio, accidentes graves y hasta caídas al mar.
Pero también conoce sus recursos: cientos sistemas de seguridad internos, cinco balsas, un bote “de caída libre” o “freefall boat” que se lanza desde altura en emergencias que requieran un abandono del buque; y otro de rescate para los casos de “hombre al agua”. Ante esta situación, normalmente se lleva a cabo una maniobra, la “curva de Boutakow”, que consiste en retornar de un modo específico al punto en el que sea posible rescatar al náufrago.
“Nos preparamos para eventuales emergencias, simulamos ejercicios una vez por semana -zafarrancho- y cubrimos un cronograma de posibles accidentes. Además, capacitamos al personal subalterno para poder reaccionar y saber qué hacer ante estas situaciones”, cuenta.
Inmediatamente, tendrá que responder la pregunta de rigor y se ríe cuando se ve obligada a contar qué siente cuando hay una tormenta muy fuerte. No, la respuesta no es miedo. A lo mejor algo de nerviosismo, porque es el momento para el que se preparó. “El lugar más seguro que tenemos en el medio del mar es el barco, así que analizo el contexto y actúo con mi equipo en consecuencia. Puede ser un cambio de rumbo que haga que se embarque menos agua o que tenga menos rolido. Se intenta que el buque no haga sincronismo con la ola porque se puede ir por ojo”, dice.
Las tormentas fuertes no son tan frecuentes, pero asustan porque las olas “cachetean” por todos lados, entra mucha agua y todo se mueve. “Sí, se mueve mucho”, responde. “Yo quiero devolver a esas 25 personas que tengo a cargo sanas y salvas a sus familias. Pensar que los están esperando abajo me hace sentir un manto de responsabilidad”. Usa la palabra manto, porque lo que carga pesa en sus hombros pero no la paraliza, la carga de valor.
En su cuenta de instagram, Quimey comparte en sus historias un reel en el que se ve cómo un barco puede hundirse en tan solo segundos. “A veces puede salir mal”, escribe.
Demasiado delicados para el mar
En el mar, parece obvio, hay olor a mar: viento fresco y agua con sal. Y hay animales que juguetean alrededor del gran buque. Quimey cuenta que a los delfines les encanta nadar a la par de la embarcación y que es frecuente ver ballenas y toninas. También hay pájaros que se asoman curiosos y vuelan como acompañando o buscando algo.
Al hablar de las golondrinas de mar, el narrador de El viejo y el mar de Ernest Hemingway siente pena. “¿Por qué habrán hecho pájaros tan delicados y tan finos como esas golondrinas de mar cuando el océano es capaz de tanta crueldad? El mar es dulce y hermoso. Pero puede ser cruel, y se encoleriza tan súbitamente, y esos pájaros que vuelan picando y cazando, con sus tristes vocecitas son demasiado delicados para el mar”, reflexiona el protagonista.
Es que siempre ha sido -en la realidad y en la ficción- un área que por hostil solo debería ser abordada por una masculinidad. Un marinero, un capitán y hasta un cocinero se nos aparecen como figuras viriles y serias, capaces de soportar las más terribles circunstancias que arroja una masa de agua enfurecida. Y hay mitos que acompañan a esta cultura, como el que Quimey tuvo que escuchar a veces en chiste y otras veces no tanto: las mujeres en un barco traen mala suerte.
Ella, la única de su género en la unidad, tiene un cargo jerárquico, y a veces cuesta que se acepten sus órdenes sin cuestionar. Sin embargo, no le interesa ahondar en las situaciones que tuvo que pasar a lo largo de estos pocos años en los que se desempeñó en el rubro. A otra mujer que conoció viajando, la oficial de máquinas, la convirtió en su mejor amiga. Mientras tanto, intenta allanar el camino para las próximas que, apuesta, querrán lanzarse al mar, aún con su aspecto delicado, con el mismo arrojo que cualquier varón.
Pero hay algo que le importa recalcar más: “Puede que haya un pibe o una piba que descubra que puede navegar, que existimos. El lugar en donde se estudia mi carrera es público y puede recibirse alguien con padres trabajadores. Los pobres también nos recibimos”, dice.
Se refiere a la Escuela Nacional de Náutica Manuel Belgrano, donde cursó la Licenciatura en Transporte Marítimo. Allí se otorgan tres años de estudios teóricos académicos y uno de embarco. Al recibirse, los egresados tienen 2880 horas de práctica profesional y luego pueden rendir exámenes para ascender a Piloto de Ultramar de Primera y Capitán de Ultramar.
“La primera vez que me subí a un buque, cuando estuve en mar abierto y ya no se veía la tierra sentí mucha emoción. Me acordé de las noches sin dormir para estudiar, de las veces que me levanté a las 5:30 de la mañana para ir a estudiar en un tren repleto de gente. No, no fue nada parecido al miedo. Fue un orgullo. Cerré una etapa de sacrificios”, cuenta emocionada.
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