La transmisión del gusto: detrás de la producción y el consumo de la moda
Para entender el sistema de producción y consumo de ropa de todos los niveles de calidad y precio que rige hoy al planeta, es decir, la moda global, hay que remontarse 70 años atrás.
En efecto, el fenómeno presente de la moda comenzó a gestarse por entonces en los países centrales que salían, con hambre de vivir, de la horrenda Segunda Guerra Mundial. Para la confección de lo que hoy se ha convertido en una torta de fiesta de innumerables pisos, se emplearon ingredientes locales, combinados según las recetas que ya desde hacía un siglo venían satisfaciendo a una vasta clientela. Claro está que se debió adaptarlos a las nuevas realidades del paisaje social en reconstrucción.
La moda renace petulante y avasalladora en coincidencia con el período de mayor crecimiento económico de la historia europea, el lapso de 1946 a 1975, del Plan Marshall a la crisis del petróleo, que el economista francés Jean Fourastié llamó retrospectivamente Les Trente Glorieuses.
El evento demográfico mayor de aquel momento fue la explosión de la natalidad, registrada en la lengua imperial como el baby boom.
Al mismo tiempo se inventó una nueva franja etaria, la de los teenagers, que daba a la adolescencia un estatus autónomo, al menos como grupo de consumo. También se le reconocieron algunas narrativas románticas propias, como la suerte de Sturm und Drang urbano, en motos de alta cilindrada y blancas camisetas proletarias debajo de la campera de cuero, con banda sonora de primer rock and roll, que Hollywood se precipitó a inmortalizar.
Entretanto, la moda se había encolumnado detrás del muy célebre New Look de Christian Dior, que retrotraía medio siglo la figura de la mujer, con su talle de avispa forzado por una nueva versión del corsé, y sus amplias faldas corola que se detenían solamente a 40 centímetros del suelo. La mujer flor, como la definía su autor, derivó a nivel popular en una proliferación de polleras acampanadas o plato, o plato volador, como llamaba yo, cotorra precoz, a las que mi hermana, casi veinte años mayor, planchaba meticulosamente, escuchando a Frank Sinatra.
Los diktats de la haute couture, es decir los códigos vigentes para las más altas capas de los países ricos, no dejaban de ser reinterpretados, según el gusto de cada clienta, y a partir de moldes, croquis y fotos de revistas, de preferencia europeas, por modistas cuyos talentos, o la falta de ellos, eran tema frecuente de conversación. Tanto o más copiado que Dior, en casa al menos, fue Balenciaga con su robe sac, vestido bolsa por estos pagos, y todo un repertorio de otras holguras.
Parecía que nunca se interrumpiría la transmisión de conceptos tradicionales de elegancia y novedad, es decir, de corrección recomendada y de audacia aceptada cuando, en los años 60, hordas de baby boomers confirmamos la vocación rebelde de la adolescencia con proyectos de cambio de vida traducidos, entre otros modos de protesta, en coloridos despliegues de inconformismo indumentario.
Pero la moda supo absorber los efectos de ese choque. Y aunque los motivos visuales cambiaron, durante un cierto tiempo aún la tradición del buen gusto persistió –por poco tiempo, como veremos en próximas entregas.
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