La trágica muerte de Astrid de Bélgica, la “reina de corazones” a la que todo un país lloró
Parecía estar destinada a una vida de felicidad, pero todo cambió de un día para el otro; la historia de amor con Leopoldo III y la relación con sus hijos
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Contrario a gran parte de las monarquías a lo largo de los siglos, y en las que los herederos al trono se casaban para establecer alianzas políticas y territoriales, el matrimonio de Astrid de Suecia y Leopoldo III de Bélgica fue por amor. Al menos así todavía lo reseñan los medios desde hace casi 100 años. Los futuros reyes se conocieron en un baile en en 1926 en el Palacio de Amalienborg en Copenhague, y desde aquel momento no se separaron más, hasta la muerte de ella ocurrida en 1935 en un terrible accidente.
Tal fue el profundo sentimiento de pena que embargó al entonces rey, e inclusive a toda Europa, que herido y solitario, caminó con el féretro de su esposa hasta la cripta real en Laeken, donde fue enterrada. La tragedia cambió para siempre a la familia real. Aunque Leopoldo se casó nuevamente en 1941 e intentó rehacer su vida, el pueblo belga jamás se lo perdonó y siempre reconocieron a Astrid, “la reina de corazones”, como única y verdadera reina.
Astrid nació y creció en el seno de la realeza nórdica. Nieta del rey Oscar II de Suecia y de Federico VIII de Dinamarca, llegó al mundo en 1905. Fue la tercera hija de los príncipes Carlos e Ingeborg de Suecia, quienes no ocupaban un lugar prominente en la línea de sucesión al trono. Gracias a este detalle, ella tuvo una educación más burguesa que aristocrática. Aprendió a leer y escribir, cocinar, cuidar niños, hacer deporte con frecuencia, e incluso pudo estudiar puericultura en la universidad femenina de Uppsala. En conjunto, desarrolló un carisma particular, rasgo que más adelante la distinguió dentro de la realeza, según reseñó Vanity Fair.
Asimismo, su belleza también fue un tema muy comentado en la época. Alta, esbelta, elegante, de tez pálida, ojos claros y pelo rubio oscuro, Astrid era una mujer distinguida. El príncipe heredero de Bélgica quedó fascinado cuando la conoció en 1926, durante un baile en el palacio de Amalienborg -residencia de la familia real danesa en Copenhague- y donde el flechazo fue mutuo.
En septiembre de ese mismo año, los reyes de Bélgica Alberto I e Isabel Gabriela de Baviera, convocaron a la prensa al Palacio Real de Bruselas para anunciar “el inminente matrimonio entre el príncipe Leopoldo, duque de Brabante, y la princesa Astrid de Suecia”.
En un breve, pero conciso comunicado, manifestaron sentirse convencidos de que la princesa le traería felicidad y alegría a su hijo. “La suya es una verdadera unión entre dos personas con mismos gustos”, explicó Alberto I. Por su parte, Isabel añadió: “Es un matrimonio por amor. No hay nada arreglado. Ni una sola consideración política prevaleció en la elección de Leopoldo”.
Los príncipes se casaron en Estocolmo en noviembre de 1926 en la Catedral de San Miguel y Santa Gúdula de Bruselas, en una solemne ceremonia. Tal fue el amor que Leopoldo y los reyes sintieron por Astrid, que no la obligaron a convertirse al catolicismo y, gracias a una dispensa papal, se unieron en matrimonio. Voluntariamente, cuatro años después ella abandonó el protestantismo.
Gracias al tipo de educación que recibió Astrid, completa pero informal al mismo tiempo, el pueblo rápidamente se encontró frente a una mujer sencilla que supo ganarse en poco tiempo el apodo de la “reina de corazones”. No era inusual que se la encontrara con sus tres hijos, Josefina Carlota, Balduino y Alberto, de paseo por la calle o en los mercados de Bruselas como una más del lugar.
Astrid no fue una princesa común para su época. Impulsó políticas sociales, promocionó la creación de guarderías para hijos de madres trabajadoras; y tuvo un rol importante en organizaciones de prevención de enfermedades como la tuberculosis y el cáncer.
La trágica muerte de Astrid de Bélgica
A causa de un trágico accidente de alpinismo que sufrió Alberto I, en febrero de 1934 Leopoldo y Astrid se convirtieron en reyes de Bélgica. Un año después de asumir el trono, decidieron pasar unos días de descanso en su residencia del lago Lucerna, en Suiza. El buen clima de aquel 29 de agosto los animó a desplazarse en auto hacia la cercana estación estival de Küsnacht, en Zúrich. Sin saberlo, esa fecha cambió para siempre la vida de la familia real y de todo Bélgica.
Leopoldo conducía, Astrid iba de acompañante y el chofer, nunca se supo por qué, en el asiento de atrás. El rey apartó un momento la vista de la carretera para responder a una duda de su esposa sobre el mapa que llevaba entre las piernas, perdió el control y el vehículo se desplomó por una pendiente y se estrelló contra un árbol.
Los dos hombres sufrieron heridas leves, a diferencia de la reina, que murió en el acto en brazos de su marido. Tenía 29 años. Tal como ocurriría años después con los fallecimientos de Grace de Mónaco y Diana de Gales, el mundo entero se estremeció. Astrid era, como lo serían las otras dos princesas, un ícono para las mujeres de su tiempo.
La muerte de la reina fue portada en los diarios de todo el mundo. Tal fue la conmoción por su pronta partida que más de dos millones de personas desfilaron delante de su cadáver. De acuerdo con Vanity Fair, el rey, en estado de shock, apenas dejó que los médicos la examinaran y no tuvo el valor de comunicarles a sus pequeños lo que pasó. El Gobierno belga anunció que el país lloraba a una reina cuya juventud, gracia y bondad “supieron conquistar al pueblo”.
La tragedia cambió a Leopoldo III y a los hijos Astrid, que pese a los intentos de superar la pérdida, crecieron en medio de la tristeza. El pueblo nunca perdonó al rey cuando, años más tarde, se casó con Lilian Baels. Tampoco les bastó que la nueva esposa llevara el título de reina consorte, sino de princesa de Rhéty y mucho menos que los tres niños que nacieron de ese matrimonio quedaran excluidos de la línea sucesoria. Hasta hoy, Bélgica jamás olvidó la vida, y muerte, de su “reina de corazones”.
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