Sanar o morir. Ese era el dilema en el valle de Ongamira, donde los comechingones escribieron la historia con sangre. Cuando querían sanar, se curaban en el que consideraban un gran hospital natural, gracias a la diversidad de suelos y a la sapiencia de médicos y chamanes. "Decían que la hierba siempre estaba aguardando por el hombre", recuerda Marcelo Pérez Unamuno, anfitrión de Raíces Ongamira.
Cuando querían despedirse según sus preceptos, hacían caso al sonido de una rama quebrándose a la altura del ombligo. Nueve meses después subían el cerro Charalqueta -un promontorio enigmático y cautivante- y se encontraban con el chamiquero, que les preparaba una poción que los ayudaba a saltar al vacío. Si los cuerpos no aparecían, se habían integrado al todo.
Las muertes se volvieron involuntarias en 1574, cuando los conquistadores al mando de Blas de Rosales irrumpieron en busca de oro y tierras. Los comechingones lo mataron y, otra vez rodeados, resistieron bajo el mando del cacique Onga. Escaparon a los cerros, pero los invasores subieron a caballo. La expedición del capitán Antonio Berriú "fue al castigo de los indios de Ungamira y Canumbascate que (…) se habían hecho fuertes en un peñón muy áspero y alto".
Decididos a terminar la faena, embistieron con espadas y arcabuces por la ladera del poniente. El 19 de diciembre desataron la matanza de 1.800 mujeres, hombres, ancianos y niños.
Algunos se tiraron desde la cima: morían libres antes que esclavizados.
El Charalqueta, que significaba "felicidad", pasó a llamarse Colchiqui, "manto de sangre" o "dios maléfico del valle". Según la historia que se cuente, hoy se usan los dos nombres.
Encaramos el ascenso un día de otoño a las 7 de la mañana, con la luna bien arriba y el canto de los gallos en el momento más álgido. En medio de un frío intenso, la última cumbre de la cadena de las Sierras Chicas (1.575 metros) luce como un imán entre farallones gigantes. La atacamos entre rocas y pajonales, guiados por la atracción fatal de la historia. En la última elevación aparece el punto sacrificial: dos lajas en una saliente, el mortero donde se preparaba la poción y la visión panorámica que concuerda con una despedida extática del mundo.
Montaña abajo, es fácil comprobar que el influjo de su leyenda atrapó a las nuevas generaciones de visitantes. Los locales, sin embargo, son apenas 40. Cuando les preguntan por las ventajas de su casa, responden con los consabidos "paz", "tranquilidad" y "contacto con la naturaleza". Pero es difícil eludir la sensación de que hay algo que no vemos. "¿Por qué viven tan pocas personas en un lugar tan bello?", se pregunta el vecino Juan Carlos Asís en un documental de la brasileña Raquel Gerber.
"Ongamira tiene una fuerza tremenda. A algunos los atrae y a otros los corre".
Algunos de sus secretos se adivinan en la historia de las celebridades que llegaron atraídas por Deodoro Roca, precursor de la Reforma Universitaria. Pablo Neruda fue ambiguo. Disfrutaba de cazar chanchos salvajes con los baqueanos, aunque también definió a este valle como "el lugar más triste del mundo". Atahualpa Yupanqui lo recordó como "un pago de ranchos apretados entre rojizos terrones que copiaban las formas de una extraña fauna". Jiddu Krishnamurti vino a buscar -y encontró de sobra- viento, altura y soledad. Asís, que fue su secretario en 1953, recuerda que el hombre que pugnaba por liberar al mundo insistía sobre la importancia de vivir el aquí y el ahora. "Esa es la vida eterna", repetía. "El tiempo no existe".
A algunos les gusta creer que aquello de la ausencia del tiempo inspiró a Albert Einstein a escribir la Teoría de la Relatividad. El físico alemán llegó en abril de 1925, en un viaje por las sierras que incluyó al Hotel Edén, de La Falda, junto a una comitiva de universitarios porteños. "Tuvo un acercamiento al valle, con la comunidad indígena que quedaba de esa época", dice Marcelo. "Lo atrajeron las particularidades de cómo veían la vida".
Antes de la despedida pasamos por las Grutas de Ongamira: cinco promontorios rocosos que enmarcan la entrada a este laberinto de grietas cretácicas, antes hogar comechingón, hoy de cóndores peregrinos. Después de subir los escalones tallados en piedra hacia el mirador de La Calavera, se abre una vista completa del valle arbolado, surcado por el río y puntuado por el ganado disperso. Otra vez abajo, remontamos un cauce seco hasta la Cueva del Indio, donde sorprende una docena de morteros que se usaban para moler granos, espejar las estrellas y guiarse en las ceremonias de iniciación. Son la prueba de que acá, alguna vez, los nativos vivieron reparados hasta morir en un choque de civilizaciones que todavía resuena en el silencio rocoso.
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