La tragedia de Agustina Libarona: “No tengo vida sin él”
Conocida como “la heroína del Bracho”, la escritora Gloria V. Casañas ficcionaliza esta historia real imaginando el encuentro en el que Agustina dio detalles de su vida
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Así dijo la joven a la familia reunida en torno a la mesa de nogal cubierta de manteles finos. Querían que entrara en razón, pero ella se debatía como un guerrero acosado por todos los flancos. “Que no y que no, mi sitio está adonde él vaya”. “Pero es que él va al muere, hija mía”, la conminaba la madre, llorosa. “Querida, no es justo, sufrirás sin merecerlo. Si tu padre viviera, esto no sucedería…”
Nada atravesaba la coraza de amor con que el matrimonio la había revestido. Agustina Palacio amaba a Libarona, y si él había caído en desgracia frente al gobernador Ibarra, no iba a dejarlo solo en su exilio. Se quedaría a su lado para sostener su pena, cubrir sus silencios y atenuar su ira.
Afuera, la tarde santiagueña se desplegaba en dulzores de caña y soles de fuego. De pronto, en esa paz adormecida la palabra fatídica resonó como un latigazo en las carnes vivas.
“El Bracho” –dijo la niña por fin, soltando lo peor-. “Hacia allá lo mandan”.
Un destino más cruel que la muerte. Felipe Ibarra se regodeaba en su venganza, jamás le perdonaría la intentona de quitarlo del gobierno. Y miraba con desdén a la joven que le rogaba por el esposo, quizá pensando: “qué desperdicio de hembra, suplicando por un petimetre”.
¡Que se fueran los dos al infierno! Al Bracho.
Si no la mataban las alimañas, lo harían los salvajes en sus redadas. La vida sería un calvario. Lo sabía Felipe Ibarra. Lo sabían los Palacio, de rancia estirpe. Lo sabía el propio Libarona, que no le impidió inmolarse a su lado.
El amor, que para ella fue sacrificio, en él resultó locura, enajenación.
Se encendieron cirios en el altar de la casona solariega, se rezó durante días a la Virgen del Carmen, y al final, hubo que aceptar la decisión de la hija enamorada. Agustinita se despidió de sus pequeñas, y partió hacia el destierro con la vocación de un mártir.
El Bracho se tragó su juventud y su belleza, las devoró a dentelladas, como las fieras a sus presas, y escupió tiempo después a la mujer exhausta, irreconocible, con las manos ajadas y las uñas rotas luego de haber enterrado al marido demente en aquel pantanal impenetrable. La mirada ausente, la voluntad intacta, la joven que se había criado entre mimos y halagos, era un espantajo que ahora sólo viviría para cumplir otra misión: cuidar de sus propias hijas y restituir los restos del esposo al solar donde vivieran.
-¿Mamá?
La tierna voz de Elisa interrumpe sus devaneos junto a la ventana del hogar salteño donde las horas transcurren entre recuerdos y labores.
-Hay un señor que quiere verla. La llama “la heroína del Bracho”. ¿Lo conoce?
Agustina Palacio de Libarona se enciende entonces como una de aquellas fogatas que mantenía para espantar a las fieras en el infierno que compartió con su hombre hasta el final, y sus hermosos ojos tristes contemplan el vano de la puerta, donde un caballero de mirada cortés aguarda su respuesta, dando vueltas al sombrero entre sus dedos.
-Pase –dice ella con voz templada, mientras señala una silla junto al secreter-. Le contaré todo.
(Nota de la autora: la tragedia de Agustina Libarona se dio a conocer por el relato que hizo la misma protagonista a un viajero francés, Benjamín Poucel, quien lo publicó en 1858 en el periódico La Religión, de Buenos Aires, y luego en París, en un libro de viajes: “Le tour du monde”. Desde entonces, el martirio de la heroína del Bracho atravesó poemas, canciones, obras de teatro, novelas y ensayos)
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