“Las braguitas no tienen cambio, ¿vale?”. En la caja de devoluciones, soy testigo de una lucha impar: la de una empleada que repite mecánicamente el abecé de su oficio y una señora que pretende cambiar una bombacha ya sin etiqueta (desde mi posición en la fila no llego a ver si está usada). La discusión se resuelve a favor de la casa: las braguitas no tienen cambio, pero a mí sí me entregan una remera azul por otra gris. Sin preguntas ni dudas. Habituado al destrato del comercio argentino, donde te piden análisis de sangre y estudios universitarios completos para cambiar un S por un M, quise probar los límites del sistema: las remeras se cambian, pero las bombachas no. En el Primark de la Gran Vía de Madrid, la tienda de ropa más enorme que pisé en mi vida, todo está pensado para el consumo voraz: si es cierto que sabés cuándo entrás, pero nunca cuándo salís, este paraíso infernal de escaleras mecánicas me empuja a la manía.
¡Es que todo parece tan barato! Veo un buzo a € 6 y una remera azul, a € 3 (si me arrepiento, vuelvo y la cambio por una gris): hago cálculos mentales, lo que nunca en la vida, para saber cuánto me sale en pesos. Un regalo. Son cuatro plantas y una infinita cantidad de entrepisos repletos de percheros, luces, changuitos y probadores donde se amontonan pilas de ropas sin marcas ni distinciones (se agradece: cuando vuelva a Buenos Aires puedo decir que las compré en El Corte Inglés). Hay montañas de prendas inútiles para personas que no las necesitamos, pero ¿cómo resistirme a un pantalón de ski de € 9 aunque jamás haya andado en la nieve? En liquidación permanente, la ropería me absorbe con sus ofertas y yo, que me las doy de crítico feroz del ultraconsumismo, no me aguanto y suspendo la visita al museo. “Los turistas venían antes al Prado y al Bernabéu. Un poco al Reina Sofía y un poco menos al Thyssen, pero el Primark se ha convertido en el símbolo totémico de Madrid. Ocupa la Gran Vía, la okupa”, escribió el periodista madrileño Rubén Amón: “Es la prioridad jerárquica del programa de los turoperadores, así es que Madrid no tiene un Primark, el Primark tiene a Madrid”. Rendida a sus pies, la avenida principal de la capital parece conducir al visitante a su atracción máxima, la tienda, así como todos los caminos conducen a Roma.
En el Primark, los argentinos nos identificamos con una mirada cómplice y cada vez que escuchamos un estentóreo “¡mirá lo que cuesta!”, justificamos la compra del otro con una caidita de ojos: “Es que ashá (acá) los precios son de locos…”. Había pensado entrar al Primark por 10 minutos y me quedo dos horas. Salgo con ropa para las próximas 10 temporadas y, nomás piso la vereda, me doy cuenta de que seguro tendré que pagar exceso de equipaje: repleto de cosas, me siento vacío. Al final, es cierto que lo barato sale caro.
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