El extraño atractivo de los gift shops

En los pasillos del Museo Estadounidense Conmemorativo del Holocausto, en Washington, sucede lo que se supone que sucede: los rostros concentrados de los visitantes en una expresión que conjuga indignación y bronca se mezclan con un silencio que exuda respeto. El único ruido –lejano y casi escondido– es el de las zapatillas, los tacos y alguna que otra bota, que rechinan mientras avanzan y retroceden en una suerte de procesión a lo largo de salones, en cuyas paredes se multiplican las imágenes de los campos de exterminio nazis. Hay pantallas touch para ver videos y escuchar discursos de Hitler, Goebbels, Himmler y demás excrecencias humanas. Hay posters, banderas, esculturas, libros y otras encarnaciones de la propaganda antisemita. Y también hay carteles que advierten a "personas con problemas del corazón o muy sensibles" sobre el tipo de material acá exhibido.

Sin embargo, luego de casi tres horas, cuando se pensaba que se había dejado atrás el horror mismo fotografiado y conservado –las montañas de zapatos, valijas y anteojos de solo una fracción de los seis millones de judíos, comunistas, socialistas, testigos de Jehová y homosexuales asesinados–, y uno volvía a tener permiso de calzarse el traje de turista despreocupado, amnésico y consumista, las puertas se abren y se desemboca en un horror de otra índole: el agujero negro de los museos, el gift shop. Un osito de peluche con una etiqueta que dice "Mi nombre es refugiado", un pin de una mariposa, un libro de cocina de los sobrevivientes del Holocausto, una taza con la inscripción "Pensá en lo que viste", aros, biromes, catálogos y demás objetos, que desde sus estantes orbitan a una máquina registradora y a una cajera, aguardan ser comprados y embolsados para luego ser introducidos en una valija siempre repleta.

Ni siquiera este tipo especial de ámbitos escapan de la dictadura del souvenir. Una risa indignada lucha por salir de mi interior. Pero fracasa. Acá nadie ríe. Ni siquiera en este no-lugar –un oxímoron en el espacio-tiempo–, el gift shop de un museo, que rememora los picos de maldad y los abismos de nuestra especie.

Naturalizadas y adoptadas hace décadas como una extensión más de estos espacios de la memoria, las tiendas de regalos son el punto geográfico donde desembocan todos los recorridos museísticos. No hay forma de esquivarlas. Ahí están, siempre, a la espera, con sus precios astronómicos, con sus repisas apretujadas de objetos –remeras, peluches, llaveros– examinados por los curiosos y por aquellos que desenvainan demasiado rápido sus tarjetas de crédito.

Hay personas que aún piensan que pueden atravesar los gift shops sin girar la mirada. Hasta que la realidad los vence. De una manera u otra, estos espacios fagocitan a todos (y a todo) con la misma operación que convirtió en pocos años a un santo socialista –el Che Guevara– en un ícono pop, un logo, una cara en una remera comprada y usada por millones de personas que desconocen qué hizo y quién fue ese hombre.

En el gift shop del Museo del Louvre, la Torre Eiffel y la Mona Lisa se jibarizan en llaveros y en juegos de cartas. En la tienda del Museo Británico, la Piedra de Rosetta toma forma de cartuchera y, a la vez, de funda para el iPad. Por 25 libras, uno se puede llevar puesta una remera con el dibujo de la gran ola de Kanagawa, de Hokusai. Y en el Magritte Museum, en Bruselas, se venden corbatas con figuras de pipas inmortalizadas por este pintor surrealista.

En un solo recinto, tan dispersado por el mundo, las obras de arte se encapsulan en mercancías. Objetos únicos mutan en pertenencias fabricadas en serie. Lo auténtico se vuelve réplica. Es la fetichización máxima de la cultura.

"El souvenir es la reliquia secularizada. Es el complemento de la vivencia. En el souvenir, se sedimenta la creciente alienación del hombre al hacer el inventario de su pasado como pertenencias muertas",

decía el filósofo alemán Walter Benjamin.

De algún modo, en la esencia del turismo, está la vuelta al hogar. Así como quien va a un recital no puede apaciguar la tentación de extender sus brazos y sacar una foto o grabar un video de la banda que tiene ahí adelante, aquel que viaja –y, en este caso, pisa un museo– siente que no puede regresar sin una prueba de haber estado ahí, una constancia de haber visitado los "lugares que hay que visitar".

A su manera, los souvenirs –muchos de ellos curiosamente "made in China" – son la versión material de la experiencia intangible del viaje. Como el pack de princesas de Disney comprado en Magic Kingdom para la sobrina, volver con una birome catalogada como Bullet Space Pen with Space Shuttle Emblem en el gift shop del famoso Museo Nacional del Aire y el Espacio del Smithsonian, en Washington, representa mucho más que pagar 35 dólares por una birome cualquiera. Es el testimonio de una presencia –y, al mismo tiempo, un certificado de "culturosidad"–, un objeto cargado de magia que permite reconstruir el viaje una vez instalado en algún rincón del espacio doméstico.

Sin embargo, y nadie puede negarlo, portan también una carga cínica. Ahí, en las góndolas de los gift shops –tiendas que dan ganancias millonarias–, las estatuillas egipcias vendidas en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York, los morrales cool del MoMA, los almohadones artie del Tate Modern de Londres o los dinosaurios de juguete del Museo Americano de Historia Natural estadounidense arrastran un mensaje fuerte y claro: "Todo está a la venta". Incluso la historia y el arte.

Por eso los gift shops son espacios que desestabilizan la idea que tenemos de los museos: ¿catedrales de la creación humana o grandes áreas de entretenimiento como un parque de atracciones? En estos shoppings de merchandising cultural –porque, no tan en el fondo, eso son–, el arte deja de ser una experiencia, un acto de contemplación, para convertirse en una transacción, un acto de compra y venta, mero consumo. Impera la misma lógica de las subastas, aunque, sí, en una escala más modesta.

Quizás sea todo esto –su esencia contradictoria, la multiplicidad de sentidos que contiene, los juegos con la memoria que propone– lo que hace que estas tiendas sean para muchos de nosotros tan misteriosas, irresistibles. Son espacios mágicos, universos autocontenidos, en los que estatuas, pirámides, torres, cuadros famosos, reyes y reinas, a través de un procedimiento que mucho no nos interesa ni queremos saber del todo, se encogen hasta caber en la palma de la mano y entrar en una bolsa o un bolsillo. A cambio de algunos billetes –la mayoría de las veces, muchos–, la historia puede ser nuestra.