La terrible odisea del hombre que naufragó por 438 días y sobrevivió en altamar comiendo pájaros y pescados
El pescador estaba acompañado por su joven aprendiz, quien moriría poco tiempo después del naufragio
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Salvador Alvarenga, un humilde pescador de tiburones hondureño, se encontraba en lo que era un nuevo día de trabajo junto a su novato compañero Ezequiel Córdoba. Ambos, listos para empezar una nueva y rutinaria jornada, salieron acompañados mutuamente de la costa de Chiapas, en México, para así poder pescar en su pequeña embarcación. El dúo pescaba en pequeños barcos pesqueros hechos con fibra de vidrio.
El lugar de pesca quedaba entre 80 a 160 kilómetros mar adentro desde Costa Azul. Alvarenga, quien no tenía una educación formal, logró encontrar la forma de solventar sus gastos gracias a los pesqueros mexicanos; a la vez que encontró una nueva forma de ver la vida laboral: divirtiéndose.
Alvarenga ya estaba enterado que una tormenta tropical era inminente por la zona, lo cual no le preocupó mucho, ya que tenía la costumbre de manejar ese tipo de situaciones. ”El problema no fue la tormenta” -recordó Alvarenga en su libro Náufrago- Mi motor se apagó.
La tormenta marina tuvo en vilo constante a la embarcación durante siete días enteros. Era tan fuerte la fuerza de la naturaleza que logró que Alvarenga cayera del barco, y de no haber sido porque su aprendiz lo alcanzó a agarrar, no se estaría contando esta historia.
Pese a eso, la embarcación sí sufriría las consecuencias de la tormenta. El motor dejó de responder ante el desgaste y la falta de combustible. En el bote solo quedó la nevera para guardar la pesca del día y unos baldes que eran utilizados para sacar el agua que se empozaba en la cubierta.
Ya cuando cesó la tormenta, Alvarenga y su compañero eran conscientes de lo lejos que se encontraban de la costa. Estaban perdidos, sin rumbo fijo y sin provisiones.
“Al principio no pensábamos en el hambre -recordó- Pensábamos en la sed. Tuvimos que tomarnos nuestra propia orina después de la tormenta. No fue sino hasta un mes después que finalmente tuvimos un poco de agua de lluvia”.
¡A pescar!
Pese a que Alvarenga ya era antiguo en la pesca, no logró atrapar los suficientes peces mientras se encontraba en el inhóspito océano Atlántico para sobrellevar el hambre.
El sol, la soledad y el silencio incómodo ambientado por el mar hicieron al dúo tomar drásticas decisiones. La aparición de las aves marinas en su embarcación surgieron como una oportunidad de comer algo. Para los pájaros, la embarcación fue un lugar inesperado de descanso para las extensas migraciones.
Alvarenga, sin pudor y cegado por el hambre, tomó a una de las aves y se la mostró a Córdoba, completamente horrorizado, pero al mismo tiempo, consciente de que era eso o morir por inanición.
El experimentado pescador procedió a desmembrar al pájaro con sus propias manos; tal cual como comensal en asadero de pollos, pero con la diferencia de que estas aves tenían una abundante cantidad de sangre, lo que le cambió el menú de bebidas a los pescadores. “Cortábamos sus gargantas y bebíamos su sangre. Nos hizo sentir mejor”, contó.
Los hombres consumían a las aves como si no hubiera mañana fijo. No dejaban nada, exceptuando los estómagos, los cuales, en la gran mayoría de los casos, estaban llenos de basura y plástico. Fue ahí donde cayeron en cuenta que el océano era una fuente de alimento muy importante.
“Escuché sobre dos mexicanos que hicieron esto antes -explicó Alvarenga- ¿Cómo lo hicieron? ¿Cómo se salvaron? ‘No tengo que ser cobarde’, me decía a mí mismo. Rezaba mucho. Y le pedía a Dios paciencia”.
No obstante, Córdoba, quien atravesó un cuadro de depresión y añoranza durante el naufragio, no logró soportar esas condiciones y terminó falleciendo justo después de desearle buenas noches a su compañero. Según Alvarenga, el hombre ya era consciente de su fatídico desenlace. “Nos despedimos. Él no sentía dolor. Estaba tranquilo. No sufrió”, rememoró.
La muerte del joven generó un ataque de celos en Alvarenga. El hombre contó que consideró el hecho de quitarse la vida como el fin más adecuado para todo el sufrimiento que estaba experimentando.
Hay que continuar…
Salvador Alvarenga ya se encontraba solo. Su enfoque por conseguir la mayor cantidad de comida dentro de sus posibilidades era lo único que le preocupaba en ese momento.
La fe logró mantener al hombre con vida, ya que tenía temor que la “ira de Dios cayera sobre sus hombros”, condenando su alma al sufrimiento eterno luego de haberse quitado la vida; por lo que se dedicó a orar de forma diaria y rutinaria, así como cantar himnos durante momentos de vida o muerte como tormentas, remolinos o tiburones.
Todo esfuerzo, para él fue en vano. Luego de 14 meses en la completa perdición, logró avistar una pequeña isla con una imponente cadena montañosa. Sin pensarlo, el hombre, arriesgó su vida, decidió saltar al agua y nadar hasta la costa. Al pisar tierra firme, se encontró que efectivamente era una isla poblada y con civilización: las islas Marshall. Era el 29 de enero de 2014.
“Toqué tierra primero. Luego llegó mi barco. Sentí las olas, sentí la arena, y sentí la costa. Estaba tan feliz que me desmayé en la arena. No me importaba si moría en ese momento. Estaba tan aliviado. En ese punto sabía que no tenía que comer más pescado si no quería”, contó.
Sin pensarlo dos veces, Alvarenga logró llamar la atención de los habitantes de la isla para pedir ayuda, pero la barrera del idioma dificultó este proceso, por lo cual el hombre decidió hacer gestos para que las personas, perplejas al mirarlo, pudieran entender lo que quería decir.
“Estaba tan asustado. Le tenía miedo a las personas. No podía encontrar las palabras correctas después de estar solo tanto tiempo”, recordó.
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