La simple ilusión de pensar que estamos listos para decidir sobre nuestro propio plan
Cuando en la madrugada del 9 de agosto de 2018 el Senado argentino le dijo que no al proyecto para legalizar la interrupción del embarazo, tras una sesión que paralizó al país, la sensación fue agridulce a ambos lados de la Plaza de los Dos Congresos. Quienes defendemos el derecho de las mujeres a decidir sabíamos entonces que pese al resultado, el debate había logrado cambiar algo en la sociedad: por primera vez se hablaba abiertamente en los medios, en las casas, entre madres e hijas, entre amigas, entre maestras y alumnas, en familia y en el trabajo de una práctica que había sido silenciada durante años. Aunque no alcanzara con eso, la despenalización era social. Por lo mismo, quienes se oponían a sacar al aborto del estigma de la clandestinidad sabían que tarde o temprano la legalización sería aprobada. Lo dijo en su discurso el recordado senador Pino Solanas: "Esta noche es sólo un pequeño descanso. Será ley, nadie podrá parar a la oleada de la nueva generación".
El proyecto de legalización que se rechazó entonces era tal vez demasiado ambicioso para aquel primer debate, pero el hecho de sacar el tema del clóset fue un hito en sí mismo. En los dos años que pasaron hasta la nueva media sanción de este viernes muchas cosas cambiaron en el país y en el mundo. Mientras hasta la católica Irlanda se pronunció de manera contundente en favor de legalizar la interrupción del embarazo –en línea con la reciente ampliación de derechos que aquí llegaron mucho antes, como el divorcio y el matrimonio igualitario–, en la Argentina el cambio de gobierno trajo la legalización como promesa de campaña y compromiso en la apertura de sesiones.
En el medio, la pandemia y declaraciones presidenciales que parecían dejar la cuestión en stand by: que no había que estresar al sistema de salud, que este era un tema que dividía a la sociedad y era un momento para estar unidos. En el medio, los abortos clandestinos que siguieron ocurriendo en el país cada un minuto y medio, con todo y el aislamiento. Y en el medio también, la presión de un movimiento de mujeres que es transversal y nunca se detuvo. Ni siquiera al escuchar que la vida y la salud de las mujeres y las niñas no eran una prioridad en el año en el que se supone que la salud se puso por encima de todo.
Algunos esgrimen que plantear el debate en este momento es oportunista ("inoportuno" repitieron varios legisladores en sus discursos), pero también lo dijeron cuando Mauricio Macri habilitó el tratamiento legislativo en 2018. En todo caso, las mujeres estamos acostumbradas a transformar el oportunismo en oportunidad. Lo dijo el lunes en una entrevista la diputada (Juntos por el Cambio) Silvia Lospennato, integrante de la multipartidaria de mujeres "que llegó para quedarse en la política argentina" y que volvió a trabajar unida por la media sanción obtenida esta semana: "Quiero creer que es una política de salud pública, si va a ayudar a las mujeres es el momento de acompañar, no quiero hacer mezquindad política con los derechos de las mujeres".
Las condiciones sociales y políticas parecen dadas para que, como se impuso en Diputados, esta vez sí los argentinos podamos terminar con esa hipocresía que mata. Y es que hay una realidad que quedó al descubierto: el dilema no es aborto sí o aborto no, sino si queremos que sea legal o clandestino. Lo repitió Vilma Ibarra con vocación casi didáctica desde que presentó este nuevo proyecto, pero es algo que sabemos todos, más allá de cualquier posición tomada: "Las cosas como están hoy están muy mal. Se penaliza el aborto y los abortos suceden".
En Irlanda fue emblemático el caso de Savita Halappanavar, quien en 2012 murió de septicemia después de que se le negara la interrupción del embarazo. Pero lo que más pesó para cambiar la conciencia social fue reconocer el conservadurismo católico que durante décadas miró para otro lado mientras miles de mujeres eran forzadas a realizar "viajes solitarios" a otros países para poder interrumpir sus embarazos. Fue la definición del ministro de Salud irlandés antes de anunciar, emocionado, que, con la ley, el Estado asumiría su deber de cuidar de ellas.
Cuando ahora ponemos la vista atrás y pensamos en las leyes que cambiaron definitivamente las vidas de tantas familias argentinas, como el divorcio y el matrimonio igualitario, nos cuesta imaginar un país que negara el elemental derecho a decidir sobre el propio plan de vida basándose en las creencias y expectativas de otros. También sabemos ahora que nadie perdió ningún derecho con esa ampliación que hizo más libres a tantos. A 33 años del divorcio vincular y diez de la ley de matrimonio igualitario, ilusiona pensar que estamos listos, como Irlanda, para dejar atrás el velo de silencio que las mujeres hemos pagado con nuestra salud y nuestra libertad. ¿Cómo no aferrarnos a una ilusión tan simple como la de poder decidir sobre nuestro propio plan?
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