La serie que adoran
Hábiles vendedores de casi cualquier cosa existente bajo el sol, los hombres de la serie Mad Men -juego de palabras entre ad men, "publicitarios", y la avenida neoyorquina en donde se concentra la industria- son también expertos en ocultar sus facetas más oscuras ante sus colegas y empleados. Y lo que se oculta detrás de sus jopos engominados, cócteles a toda hora e impecables trajes a medida es el verdadero precio del sueño americano: la hipocresía.
Ambientado a comienzos de los años 60, el ciclo creado, escrito y producido por Matthew Weiner se ha convertido en el niño mimado de la crítica norteamericana, que no ha dudado en señalar los paralelismos entre una época de enorme cambio en su país (con el comienzo de las luchas civiles y el despertar político de toda una generación) y la ilusión que provocó la asunción de Barack Obama en la presidencia de su país.
La serie, que ganó el premio Emmy al mejor drama los dos últimos años, se centra en las luchas de poder en la firma publicitaria Sterling Cooper, y especialmente en la misteriosa figura de Don Draper (Jon Hamm), director creativo de la agencia, de enigmático pasado. De hecho, Draper no es su nombre verdadero: se lo robó a otro soldado durante la Guerra de Corea. El porqué es uno de los secretos mejor guardados en la televisión de su país. Mientras tanto, se ha convertido en una estrella meteórica en la compañía y ha logrado esquivar, hasta ahora, las consecuencias de sus crecientes infidelidades –sexuales y de las otras– que han llevado a su esposa, y madre de tres chicos (January Jones), a silenciosos extremos sólo presentes en novelas de John Cheever. A través del puntilloso retrato de sus conflictuados y conflictivos personajes, Mad Men (ya va por su tercera temporada, que pronto se verá aquí por HBO) triunfa cuando es capaz de iluminar, con su escrupulosa reconstrucción de época, las muchas formas en las que el pasado nos alcanza invariablemente.