La selva de Alicia
Escritora y profesora de inglés, asombró a todos hace años ganando un premio internacional con una novela erótica. Fue la primera en llevarse el premio Planeta en su versión argentina y acaba de escribir otra novela, La selva, donde transita peligrosos bordes autobiográficos
Se llama Alicia. Se iba a llamar, también, Susana.
-Pero mis padres pensaron que iba a haber mucha ese: Alicia Susana Steimberg Imas. Yo me quedé pensando en ese Susana que me quitaron.
Alicia Steimberg, profesora de inglés, escritora, hija y nieta de judíos. Infancia en el barrio de Flores. -Pasaba sola muchas horas. Tenía un personaje imaginario que era una señora que me ayudaba, porque yo no sabía qué hacer ante problemas que presentaba mi hija, la muñeca. Entonces decía: "Le duele la barriga, qué hago", y ella me decía: "Dele esto, dele lo otro". Este personaje se llamaba Marta Susana, que seguramente era el nombre que a mí me hubiera gustado tener.
Nació en 1933, y cuando tuvo 6 años, llamarse Alicia era rozar el borde de la extravagancia.
-Susana, Graciela. Eran los nombres típicos de mi generación. Llamarme así me hubiera puesto en nivel de igualdad con las demás.
Lograr el nivel de igualdad no es fácil de todos modos cuando se porta apellido judío y se cursa el colegio primario entre 1939 y 1945, cuando en el resto del mundo está sucediendo algo que se llama la Segunda Guerra Mundial.
-Acá había fascismo y nazismo donde lo buscaras. Me preguntaban de dónde era ese apellido, Steimberg. Me sentía muy tironeada, porque mi familia materna trataba de disimular el judaísmo, y me decían: "Decí que es un apellido alemán, o decí que no sos nada". La familia de mi papá sí era tradicionalista, pero me parece que mi papá tuvo que estar sometido a mi mamá, porque nunca insistió en que supiéramos nada al respecto.
Su mamá se llamaba Luisa Imas, y su papá Gregorio. Un hombre que Alicia tiene idealizado, rodeado de recuerdos maravillosos.
-Mamá era bastante estricta y dura, y yo a él no lo veía mucho porque era director de escuela y estaba estudiando Ciencias de la Comunicación en La Plata. Murió cuando yo tenía 8 años. El tenía 42. Murió de la misma hipertensión que yo tengo, que se llama hipertensión esencial.Vivió ocho días más, después que tuvo el ataque. Tremendo. Me acuerdo de la consulta de médicos en el patio, y que una mañana me levanté, vino un tío mío y me dijo: "Vos ya sos grandecita, sabés lo que pasó anoche". No me dijo "Se murió". Y después empezaron a llegar las flores.
Mutilada de padre, tan temprano, Alicia quedó con su hermano, el ahora semiólogo Oscar Steimberg, a merced de una madre terrible.
-Mamá quedó muy afectada por la muerte de papá. Fue la debacle, porque ella era dentista, antiperonista y tenía un puesto en el Departamento de Higiene. Un compañero la delató y la dejaron cesante. No hablaba de papá. Lo mató del todo. Entonces todos los recuerdos de papá tuve que guardarlos sola. Mi hermano dijo una vez que nosotros somos una metáfora de papá. Porque él enseñaba y nosotros también, él escribía y nosotros también.
En casa de Alicia no se hablaba del padre muerto, ni de ninguna otra cosa. Cuando tenía tres años, por ejemplo, su abuela Carlota la vistió de seda para ir al hospital.
-Me dijo: "Te tengo que vestir para ir a ver a tu hermanito al hospital". Ni siquiera me dijo que tenía un hermanito. Fuimos al hospital, y me subieron a una silla para que viera al bebe. Me quedé muda, mirando ese nene y mi mamá al lado, en una cama. Yo no entendía la relación, no sabía que estaba en cama porque había terminado de parirlo. En esa época a los chicos se les mentía. Supongo que eso también debe haberme ayudado a ser escritora de ficción.
La infancia en la casa empezó a hacerse difícil. Las discusiones de su madre con una de las hermanas prendían fuego el aire. En los ratos en los que nadie se daba cuenta, Alicia se procuraba felicidad por cuenta propia y hurtaba un libro de la biblioteca de su padre. -Sí, se suponía que había libros prohibidos que describían las relaciones entre los hombres y las mujeres como algo bonito, y ésa fue mi verdadera instrucción, porque hasta entonces yo creía que las relaciones entre un hombre y una mujer eran algo quirúrgico.
Las madres de la época tenían horror a todo lo que fueran besos y abrazos. Y Alicia se moría por leer en La Prensa un folletín que contaba la apasionante historia de un viudo con hijos y una institutriz.
-El tardaba quince entregas del folletín en decirle que la quería, pero el día que le dijo "Te quiero", yo recibí una impresión brutal, no podía pensar en otra cosa, lo leí ochenta veces.
De los folletines, y de los libros prohibidos, Alicia empezó a hacer algo así como un resumen de lo actuado y forjó este carácter amable, pero festoneado de un humor irónico. Empezó a escribir. Estudió en el Lenguas Vivas. A los 21 años terminó el profesorado de inglés. A los 22 se casó por primera vez. Desde los 18 había pensado en la posibilidad de escribir.
-Pero nunca pensé: "Voy a ser escritora". Hasta que mi segundo esposo, Tito Svidler, me dijo: "¿Pero vos no sabés que hay concursos donde se pueden mandar estas cosas?" Entonces mandé.
Mandó. Su primera novela, de 1971, se llamó Músicos y relojeros, y llegó a ser finalista en dos concursos literarios, uno en Venezuela y otro en Barcelona. Eso hizo que las editoriales nacionales pusieran el ojo en la mujer de 38 años, autora novel por todo concepto.
-El libro salió en el Centro Editor de América Latina. Me acuerdo que todo eso fue de una felicidad inenarrable. Llegué a ir al Tortoni, a esos cenáculos que armaba Abelardo Castillo. Era 1971 y él estaba en la cabecera, de este lado Liliana Heker, del otro Vicente Batista, y yo pensé en el Renacimiento. En la cabecera el señor con sus acólitos, y a medida que avanzabas en la mesa larga empezabas a no conocer a nadie. Pero era importante lo que ellos hacían, porque era el único punto de contacto entre escritores. Y enseguida llegó la dictadura.
En 1976, Alicia estaba separada de su primer marido, con quien había tenido un hijo y una hija que estudiaban en el Nacional de Buenos Aires y participaban de una de las asociaciones estudiantiles.
-Era peligroso. Fue un momento terrible, mataron a algunos conocidos de ellos, pero ellos no se querían ir. El padre y yo los sacamos a patadas, los enviamos a Roma, donde tienen un tío. Y se quedaron. Hace veinticuatro años que están allá y les ha ido muy bien. De mi segundo matrimonio tengo un hijo, que ahora tiene 27 años y vive acá. Cómo ha pasado el tiempo... En esa época, cuando tenía la familia en casa, escribía de doce de la noche a cinco de la mañana. Me iba a dormir a las cinco, me levantaba a las siete para preparar a mi hijo menor para ir al colegio. Después volvía a dormir toda la mañana. Me levantaba al mediodía. Era una época feliz. Publicó otros libros: La loca 101 (1973), Su espíritu inocente (1981), y Como todas las mañanas (1983). Ese mismo año ganó la Fulbright, una beca para escritores de todo el mundo que propone compartir durante tres meses un espacio común en Iowa, Estados Unidos, para escribir, asistir a debates, y sobre todo sacarle el jugo a esa materia común de la que se supone están hechos todos los que escriben. -Vivíamos en una especie de residencia estudiantil. Yo compartía departamento con una finlandesa, que era la única privilegiada en todo el grupo. El estado le daba un subsidio para que ella se dedicara a la creación. La otra cara de la moneda era Kevin, un irlandés que vivía del subsidio de desocupación en su país y que se pasó todo el tiempo buscando alguna mujer que se quisiera casar con él, aunque estaba casado y con hijos en Irlanda, pero quería quedarse en Estados Unidos. Era muy simpático Kevin y muy muy muy alcohólico. Bueno, alcohólicos te digo que más bien sobraban, de todos los países. Los eslavos se sentaban alrededor de un botellón de vodka y lo terminaban. Después, en 1986, llegó El árbol del placer.
-El árbol del placer fue un libro que escribí porque yo iba a analizarme a la clínica del doctor Alberto Fontana, de la que me fui cuando volví de Iowa. Estuve más de veinte años en esa clínica. Analizarte con él era toda una marca de distinción. Era una figura polémica, brillante, un tipo del jet set que utilizaba, hasta que se prohibieron, sustancias alucinógenas para trabajar con los pacientes. Yo estaba en el grupo de análisis con un director de orquesta, un filósofo muy conocido, ingenieros. Una vez llevé un libro sobre la vida de Fontana a una editorial y me dijeron que les interesaba que yo contara mi experiencia, que la vida de Fontana no les importaba. Eso me dio fuerzas para irme de la clínica, porque la tendencia de él era retener a la gente toda la vida. Si te querías ir, era porque estabas loca. Pero si te quedabas, también estabas loca. Bueno, escribí El árbol del placer, un libro que cuenta la historia ésta. Fue como una revancha, más que nada por el tiempo transcurrido.
Con su siguiente libro tuvo el primer espaldarazo: Amatista, una novela erótica que ganó el primer premio en el Concurso de Literatura Erótica La Sonrisa Vertical, en España. La conmoción argenta fue tal -¿una profesora de inglés, madre de tres hijos, escribiendo chanchadas?-, que antes de que se imprimiera, la prensa solicitó a la autora del libro para decenas de entrevistas. Pero muchas fueron variaciones alrededor de una pregunta básica que era más o menos así: -Me preguntaban: "¿Usted tiene hijos?". Sí. "¿Y sus hijos siguen usando su apellido?" Yo les decía que siempre habían usado el apellido del padre, pero que mis hijos eran personas evolucionadas, adultas. Había cierto maltrato por parte de los que preguntaban esas cosas. Para mí, escribir Amatista fue un jolgorio, porque estaba transgrediendo todas las reglas, haciendo lo que mamá no quería, siendo una chica desobediente. Fue divertidísimo. Además pensé: "Quieren erótico, les voy a dar erótico". Amatista se tradujo al alemán y al coreano. Pero a los coreanos les cerraron la editorial. Menos mal que alcanzaron a imprimir, si no yo me hubiera perdido algo muy lindo, que es ver mi libro traducido al coreano.
Y después, en 1992, su novela Cuando digo Magdalena ganó la primera emisión del Premio Planeta en la Argentina. Aquella noche, Alicia se trepó demudada al escenario y recibió las felicitaciones de una sala que la aplaudió de pie. Dijo algo así como que gracias, que el premio le venía muy bien para pagar deudas y paliar este momento tan feo que estaba pasando. Su marido, Tito, había muerto de tremenda enfermedad dos años antes.
-Lo estaba pasando mal realmente, porque en todo ese año de enfermedad teníamos un dinero que se esfumó, y todavía no estaba cobrando la pensión. Estaba sin fuerzas y fue muy salvador el premio.
Después de escribir el año último el libro de cuentos Vidas y vueltas, y de recopilar con Ana María Shua la Antología del amor apasionado, la señora Alicia se metió este año en camisa de once varas y escribió La selva, la historia de una mujer, Cecilia, que sobrevive como puede a la muerte por cáncer de su marido Dardo y a la relación más que violenta con su hijo drogadicto, Federico. Conoce a un extranjero, Steve, en un spa de Brasil donde está intentando recuperarse del horror. Y si bien sus libros siempre han tenido fuertes cargas autobiográficas, la parte autobiográfica de éste narra sin medias tintas la muerte de su propio marido.
-Lo sufrí mucho. No era un libro fácil. Es un fino entretejido de cosas autobiográficas y cosas que no. El tema del chico drogadicto lo conocí muy bien por el hijo de una amiga. Las partes en las que hablaba de la muerte del marido, Dardo, lloré mucho. De todos modos siempre me preguntan por el contenido autobiográfico de mis libros y yo digo que es más cómodo acudir a lo que uno conoce que a lo que desconoce. Pero me trajo molestias usar cosas mías en los libros. Hay gente que no te pregunta si es autobiográfico, directamente asumen que si entonces te dicen: "¿Usted cómo siguió viviendo después de esa desgracia?", aunque vos hayas escrito el libro en tercera persona.
En el cuarto en el que escribe tiene un cuadro con un dibujo del Gato Félix, un muñeco de Humpty Dumpty -el huevo sentado en la muralla de Lewis Carroll-, afiches con la cubierta de partituras musicales antiguas, la reproducción de un cuadro de 1914 que muestra a un señor judío muy ortodoxo rodeado de relojes leyendo un diario escrito en hebreo. Y una colchoneta para hacer yoga.
-No soy todo lo constante que debería con el yoga. Sabés el mal que te hace estar sentada en esa silla toda la vida, escribiendo.
Entonces, si uno le dice que después de todo es lo que eligió, que una espalda doblada para siempre es una de las consecuencias del oficio, ella dice que sí. -Y, sí, pero viste que la gente cuando se entera que sos escritora te dicen: "Ayyy, qué lindo... pero qué lindo". No sé qué piensa. Que una se lo pasa sentada en el elefante blanco, que es una cosa permanentemente agradable, entretenida, placentera. Pero no, porque la vida no es así.