LA SAGA DE LOS KENNEDY ARGENTINOS
Roberto Kennedy (hijo) guarda una doble memoria de su familia: por un lado, la de los revolucionarios radicales que intentaron deponer a Uriburu en un alzamiento locamente audaz y poco recordado. Por otro, la receta de cómo domar caballos mediante la palabra
Roberto Kennedy (hijo), a los 73 años, es no sólo uno de los más sorprendentes jinetes y domadores de un país que se enorgullece de tenerlos y muy buenos, sino también el heredero de una tradición familiar de bravura y quijotesco espíritu revolucionario. Con su pelo y barba rojiza, su hablar algo fatigado y su memoria intacta, este hombrón amable de ojos muy despiertos testimonia en el acerado tono de su mirada todas las virtudes de una noble estirpe.
Este veterano y diestro jinete es hijo del Roberto Kennedy que junto con sus hermanos Mario y Eduardo se levantó en armas en La Paz (Entre Ríos) en enero de 1932, contra el gobierno provisional del general José F. Uriburu.
Los tres hermanos eran hijos de Carlos Duval Kennedy y de Rufina Cárdenas, y están emparentados por vía materna con el coronel Berón de Astrada. Los tres habían nacido en la estancia familiar Los Algarrobos, ubicada en el distrito Estacas, del departamento de La Paz. De los hermanos (extraordinariamente unidos), Mario era el elegante, el atildado, el caudillo revolucionario, también. Eduardo, experto domador de potros, muy indignado tras el derrocamiento de Yrigoyen dejó todo y se fue a Europa, denunciando en todos los foros posibles el atropello cometido contra el líder radical y contra la Constitución Nacional.
Roberto padre, estupendo tirador, era también un excepcional jinete (maestría que heredó su hijo).
Todos los hermanos eran eximios nadadores y ya una leyenda local antes de haber pegado un solo tiro contra el gobierno provisional.
La revolución imposible
El 4 de enero de 1932, LA NACION informaba en primera plana: "Una tentativa sediciosa que estalló en La Paz (E. Ríos) fue sofocada en pocas horas".
El diario relataba en su edición del día cómo un grupo de civiles había ocupado las reparticiones oficiales de la ciudad entrerriana, tras un intenso tiroteo en el que habían muerto cuatro personas. A las 17.40, los rebeldes habían huido de la ciudad o se habían entregado. En Concordia, un intento similar había sido abortado antes de estallar.
¿Cómo había comenzado todo? A las 3.50 de la madrugada del 3, los hermanos Kennedy (a los que se les atribuía filiación radical personalista) se habían apoderado de la jefatura policial, ocupando la oficina del telégrafo nacional, cuyas líneas cortaron de inmediato (las del provincial funcionaron hasta las 11).
El gobernador entrerriano, Luis Etchevehere, que envió tropas policiales a reprimir el intento desde Paraná, mantuvo un diálogo telegráfico con Mario Kennedy, al que intimó a la rendición, asegurándole que el resto del país estaba tranquilo y que la revolución había fracasado en todos los puntos excepto en La Paz.
Esto era realmente así, y tras las primeras olas de rumores y versiones encontradas, ya era claro que la gran conspiración personalista sólo había triunfado en la bella ciudad entrerriana (por entonces, importante centro portuario) gracias a la enorme inconsciencia o al igualmente enorme coraje de los hermanos Kennedy.
El presidente Uriburu, pasado el susto inicial (en las primeras horas no se supo hasta dónde llegaban las ramificaciones del movimiento), y ya completamente tranquilo, había señalado a LA NACION: "Ya nadie, se inquieta por estas chirinadas".
Mal presagio
A 56 años del suceso, uno de los más curiosos de la movida crónica revolucionaria argentina del siglo XX, Roberto Kennedy (hijo), que por entonces tenía apenas 6 años, rememora claramente los preparativos de la fallida rebelión.
"Recuerdo muy bien los prolegómenos del movimiento, las reuniones previas realizadas en distintas estancias de la zona. Ya en diciembre de 1931, el levantamiento se postergó por respeto a las fiestas religiosas, y finalmente se eligió el día 3 de enero a las 3 de la madrugada. Esa misma jornada se hizo un asado en la casa de Mario Kennedy, donde concurrieron los que iban a atacar la comisaría, que estaba ubicada junto a la jefatura policial, los calabozos, en un edificio grande que ocupaba toda una manzana. Mi padre llegó a la casa (que estaba a seis cuadras de la jefatura) a las 12 de la noche, cuando los presentes habían dado cuenta del asado (él no comía en semejantes ocasiones) y cuando entró, se dio cuenta de que muchos se estaban aflojando, hablando de sus familias y buscando pretextos para renunciar al intento. Eran 60 hombres los que estaban confabulados inicialmente en la revolución en La Paz. Mi padre no era un hombre supersticioso, pero cuando entró al dormitorio no le gustó ver los 60 sombreros colocados arriba de la cama."
El asalto a la comisaría (defendida por 25 hombres distribuidos en tres guardias) fue finalmente realizado por sólo seis hombres, entre ellos los tres hermanos Kennedy, que a punta de revólver y máuser vencieron una dura resistencia, viéndose obligados a ultimar a los policías que estaban de guardia en la entrada del edificio.
En pocas horas, la ciudad había sido tomada por sólo 16 revolucionarios, aunque luego, ante el éxito inicial del mo-vimiento, hasta 5000 hombres a caballo de los alrededores se ofrecieron a participar en la intentona (algo bastante inútil porque, en el mejor de los casos, apenas se hubiera podido reunir, a duras penas, 100 armas largas para todos).
El éxito inicial de la rebelión se disipó pronto, cuando se comprobó que el intento de Concordia -dirigido por el ex edecán de Yrigoyen, el teniente coronel Gregorio Pomar, eterno gestor de todas las frustradas revoluciones radicales de aquella época- había fracasado sin empezar.
Patada va, patada viene
Para colmo, el gobierno de Uriburu había enviado sobre La Paz cinco aviones desde El Palomar y dos hidroaviones de Punta Indio.
"En la estancia de mi padre -recuerda Roberto Kennedy- sobrevolaron tres aviones, y como parecían picar para ametrallar o bombardear, mi madre nos hizo salir a todos los chicos y ponernos de rodillas en el jardín. Yo, a pesar de mi edad, no quería arrodillarme ante los aviones. Ella, que era muy religiosa, me dijo: No, te arrodillás ante Dios , y finalmente le hice caso. Eramos siete chicos tirados en el suelo que mirábamos de reojo a los aviones, que se fueron sin disparar, al menos ese día, porque después volvieron y bombardearon en serio, dejando en la tierra cráteres de cuatro metros de ancho y un metro de profundidad.
"Cuando llegó la tropa que reprimía a mi padre y al resto de los revolucionarios, pusieron a toda la gente en fila en la galería de la estancia. La fueron acomodando en hilera, patada va, patada viene. Le pegaron a todo el mundo, incluso a los peones, que sonreían nerviosos. No era por desdén o por falta de respeto a los milicos que se reían -aclara Kennedy-, sino porque el entrerriano no está acostumbrado a otra cosa que a reírse. Los milicos que reprimieron, además, eran de otras partes, no de la ciudad de La Paz."
Tras la constancia del fracaso de la revolución, algo que ocurrió a las pocas horas, los hermanos Kennedy emprendieron una novelesca fuga por quebrachales y pantanos, esquivando a las numerosas partidas enviadas en su búsqueda. Fueron al Sur, luego al Norte, marchando con Eduardo Kennedy con su pie dislocado, pasando a Corrientes y cruzando a nado el Guayquiraró con una sola mano (con la otra sostenían armas y municiones) y con fingida calma, para evitar el ataque de los yacarés que abundaban en el lugar.
Luego vendría el cruce del Uruguay y el obligado exilio (que duraría hasta fines de la década del treinta), pasado entre Uruguay y Brasil.
Un duro exilio que compartiría Roberto Kennedy (hijo). "Yo me encontré con mi padre en Uruguay a los 45 días de la revolución -rememora- y me quedé todo el tiempo junto a él. Me había llevado el capataz de la estancia, que también era su chofer. En el Uruguay, y a pesar de mi edad, yo hacía de espía. Me sentaba en la vereda y me ponía a jugar a la pelotita. Cuando aparecía alguien dudoso, me veía y en seguida me preguntaba por los Kennedy. Yo, según los viera sospechosos o no, esperaba y daba el aviso. Una vez vinieron preguntando por ellos unos hombres que afirmaron ser mecánicos, pero a mí no me engañaron, porque tenían las uñas limpias y las manos sin grasa. Esos tipos no habían sido mecánicos en su vida."
Por las presiones diplomáticas ejercidas por el gobierno argentino, los revolucionarios radicales conocieron la prisión también en Uruguay, debiendo hasta Robertito compartir un calabozo con su padre.
La revolución imposible
Distintos dirigentes radicales visitaron a los exiliados, que se habían hecho muy famosos por su quijotesco intento. Incluso un ya anciano Hipólito Yrigoyen.
"Cuando Yrigoyen estuvo en Montevideo -dice Kennedy- fue a visitar a los exiliados. Yo me di cuenta, al mirarlo cuando cruzaba las piernas, de que tenía media suela en los zapatos. Estaba con la salud muy deteriorada y casi no se escuchaba lo que decía, se había quedado sin voz. Había un grupito de veinte personas que salió en la foto con él. A mí me borraron de la fotografía. Recuerdo que cuando salió a la calle, algún obsecuente de esos que abundan empezó a gritar: Un coche para el doctor . Pero Yrigoyen no le hizo el menor caso y se fue solo. Tomó un tranvía y se marchó."
Tras un largo y penoso exilio, los Kennedy volvieron a la Argentina a fines de la década del treinta, siendo recibidos como héroes, aunque el Comité Nacional del partido tenía sentimientos divididos.
"En realidad, los Kennedy fueron boicoteados por el Comité Nacional cuando llegaron al país en el Vapor de la Carrera. Alvear mismo había dicho que a los Kennedy habría que olvidarlos. En Retiro, sí, cuando llegamos, pudimos palpar la simpatía del pueblo, aun el de los obreros ferroviarios, que nos alentaban. Lo mismo pasó en la provincia de Santa Fe.
"Por otra parte -agrega Kennedy-, había rumores de que algunos radicales preparaban una encerrona contra nosotros en Santa Fe. El futuro presidente Ortiz, que era una gran persona, se reunió personalmente con los tres hermanos para advertirles: Yo quizás, soy más radical que ustedes. No puedo dejar que se realice una infamia como la que se trama en su partido contra ustedes."
Ya en Santa Fe, según el relato de Kennedy, los hermanos fueron advertidos (por un sargento que abrazó a Eduardo y le habló al oído) que los esperaba una partida armada y que tuvieran cuidado con un auto de chapa blanca. En el camino, en medio de un solitario paraje, los hermanos Kennedy fueron efectivamente perseguidos un buen tramo por un vehículo lleno de hombres a los que se veía armados con armas largas. Eduardo Kennedy hizo desviar el vehículo en el que viajaban por un camino secundario para poder salvar la vida.
El domador relámpago
El domador sin montar, Roberto Kennedy (hijo), el heredero y sucesor del legendario revolucionario radical de los años 30, mantiene hoy su secreto inescrutable: el arte de dominar un bravo potro con la palabra.
Toda su vida la pasó a caballo. Robertito debutó públicamente como domador a los ocho años haciendo subir un caballo por una escalera de caracol.
En la selva de Montiel, en su Entre Ríos natal, sobre las márgenes del Paraná y el Guayquiraró, este auténtico criollo heredó el sistema de la doma sugestiva, que reemplazó la fuerza por la persuasión.
"La doma nació conmigo, fue algo instintivo. A los 12 o 13 años montaba potros en pelo y en la estancia de mi padre nunca usaba caballos domados por otros", recordó Roberto Kennedy (h.).
Trabajó junto a su padre, y sí, de él aprendió a domar de abajo sin subir jamás al caballo, inculcándole obediencia con tres palabras claves: vamos, va, y quieto. La primera, para que se moviera más o menos rápido según la entonación de la voz, y la última para que se detuviera. Va, como reprimenda para que dejara de hacer lo que podía estar haciendo mal.
Famosos no sólo por la doma con palabras, al fracasar el intento revolucionaro de 1932, Roberto y su hijo, Robertito, se exiliaron en Uruguay, país que debieron abandonar luego, para llegar finalmente a Brasil.
Allí cumplieron demostraciones ante oficiales de Rio Grande do Sul. El general Pedro Aurelio de Góis Monteiro (ministro de Guerra brasileño entre 1934 y 1935) y su estado mayor presenciaron los exitosos resultados de su inusual método de doma en la localidad de Bagé, aun cuando increparon a Roberto Kennedy (padre) por no difundir su técnica.
-No tengo secretos mi general -les contestó por entonces el revolucionario radical.
-Vamos, Kennedy, dígame la verdad, ¿qué les hace usted a los caballos? -le preguntó Góis Monteiro.
-Los observo y procedo en consecuencia -contestó Kennedy.
-¿Nada más?No puede ser.
-¿Me permite, mi general? Si usted me pidiera un procedimiento eficaz para conquistar una mujer, ¿cree usted que yo le podría señalar alguno? (Kennedy) -Tiene razón, amigo.
El secreto
Las experiencias de la doma las realizaron siempre juntos, inseparables, padre e hijo, siendo este último un aventajado estudiante de doma al cual un día su padre le dijo: "Hijo, yo no te voy a enseñar nada. Tenés que aprenderlo todo. Observame atentamente y descubrí mi recurso. Si no lo conseguís, me lo llevaré conmigo a la tumba".
Para inicar el trabajo utilizaban idealmente un picadero de arena, rodeado de una pared de dos metros veinte que impedía la distracción del caballo.
El retorno de los Kennedy a la Argentina (gracias a una amnistía) permitió que perfeccionaran su especial cursillo de psicólogos de la doma, ahora dedicados a los purasangre de carrera.
En este campo reeducaron a nombres de peso, como Esporazo, Optimista, Paso, además de ocuparse del singular caso de Soupcon, un caballo de una indocilidad tal que provocó la anulación de una carrea en el Hipódromo de Palermo.
La doma Kennedy fue una especialidad innovadora, que les permitió obtener récords. En 1940, Roberto (padre) trabajó un potrillo del cuidador Roberto Valdés en el Hipodromo de Palermo y lo dejó listo para las cintas en 45 minutos; en 1954, su hijo logró amansar en 12 minutos a un potro alazán de la Escuela de Equitación del Ejército Argentino. Durante el aislamiento de la doma, Roberto (padre) no admitía la entrada de ninguna otra persona que no fueran su hijo Robertito o Arturo Bullrich, que junto al polista José Reynal y Jorge Santamarina (h.) eran las únicas personas ajenas a su familia que habían podido observar cómo trabajaban.
Ya a los 17 años Robertito recibió una millonaria oferta del cantante y actor de cine norteamericano Bing Crosby, para que se trasladara a ese país contratado por una asociación hípica de Nueva York. Pero no abandonó a su maestro, su padre.
"Cuando amarró el barco en el puerto de Buenos Aires -recordó Roberto Kennedy (h.)-, Crosby gritaba: ¡Viva Blackie, viva Kennedy! El había venido también a llevarse a Blackie, una de las mejores yeguas del turf argentino, y el primer caballo de carrera que yo había domado. Pero amaba mucho a mi padre. Por ser fiel a ese lazo no firmé el contrato con Bing Crosby."
Un día, los Kennedy colgaron las armas largas de un pasado de lucha y optaron por los compañeros de tantas horas de sus vidas. Roberto Kennedy (hijo) no se arrepiente, a los 73 años, de su decisión. Con sólo tener cerca a un purasangre, sabe muy bien que fue la correcta.
El otro lado
El capitán de la marina mercante Carlos Néstor Suburu tenía 9 años cuando estalló la revolución de los Kennedy en La Paz. Le tocó en suerte, también a una edad muy temprana, estar del otro lado de la trinchera política durante los dramáticos sucesos. Provenía de una vieja familia de marinos y su abuela tenía en la ciudad entrerriana un almacén de ramos generales, cuyas provisiones -reconoce el marino- fueron escrupulosamente respetadas por los revolucionarios.
"Nosotros habíamos ido a pasar las vacaciones a La Paz -recuerda Suburo- en enero de 1932, justo cuando se produce la intentona. Por suerte, por lo que ocurrió después, ya había pasado el vapor que se llevaba a todos los muchachos del campo a hacer la conscripción en Paraná. Para ellos, gente simple, el servicio militar era un aliciente, que les permitía, además, aprender de paso algún oficio.
"Se dijo, por entonces -agrega- que los revolucionarios venían a matar a mi tío y al agente marítimo. Papá (que también fue capitán de la marina mercante) nos embarcó apresuradamente a todos los chicos, por lo que pudiera a pasar en la ciudad. Recuerdo que mi abuela tenía polleras largas y que nosotros le pasábamos por entre las piernas para poder espiar lo que ocurría en el pueblo. El buque en el que embarcamos se alejó de la orilla y se instaló frente a la costa. Yo no escuché el tiroteo, pero sí recuerdo claramente cómo mi tío me llevó luego al entierro de los policías que mataron los revolucionarios en la puerta de la comisaría. En la ceremonia estaba todo el pueblo.
"Después -sigue Suburo- se corrió la voz de que los Kennedy avanzaban sobre la Prefectura, pero nunca llegaron a atacarla. Para entonces se había hecho evidente que la revolución había fracasado en todo el territorio nacional. Los Kennedy se colocaron arriba de la barranca de Puerto Márquez, a cinco kilómetros de La Paz, y en el pueblo se decía que desde allí mataron a un soldado que iba en la lancha de la Prefectura por el río, porque eran tiradores excepcionales. Se decía también, recuerdo muy bien, que desde la propiedad de su hermana, de apellido Kennedy de Franchini, incluso les tiraban desde el rancho a los aviones del gobierno que pasaban haciendo sobrevuelo."