Tomasa va y viene detrás del enrejado de la pulpería. Los parroquianos entran y salen, se saludan, intercambian noticias de los entreveros del país, juegan a los dados, beben y ríen, mostrando huecos entre los dientes. El humo de los cigarros se atasca en los rincones.
La pulpería de Alén se alza en la llanura por donde pasan las carretas rumbo al oeste, cerca de los corrales de Miserere. El suelo apisonado lleva la marca de boyeros y matarifes, así como de familias que van de paso a las quintas de Flores, y algún que otro extranjero, mezclado con la tropa que marcha a los fortines. Es una posta heredada por un hombre de buena planta en el que se adivina la sangre celta. Su gallardía va pareja con su carácter, que tiene fama de irascible. Es el esposo de Tomasa: Leandro Antonio.
Que ese día está enfrascado en una charla interesante con un cliente. De pronto, la policía irrumpe para averiguar quién sabe qué. Tomasa observa la escena tras los barrotes y nada dice. Es una mujer de belleza estoica y callada, sabe mirar pero finge que no.
-A ver –dice altanero uno de los policías-, vayan cantando sus nombres y oficios, uno por uno.
La concurrencia queda en silencio, pero Leandro Antonio no demora un segundo en sacar la pistola y soltar insultos mientras dispara a la autoridad, levantando una polvareda tal que la reja desaparece de la vista de los parroquianos. Luego se lanza a los campos, galopando sin rumbo, para escaparle a la partida.
Tiempo después, la noche en que un pelotón de hombres de rojo atravesó las calles de Buenos Aires gritando vivas y mueras, y se vio a la cabeza de una compañía a Leandro Antonio Alén, erguido sobre su monta, se supo adónde lo había llevado aquella huida. Violin y violón, nacía la Mazorca de don Juan Manuel, el Restaurador.
Tomasa calla. Conoce a su hombre y sabe que ese rapto de violencia es un remolino de furor que lo carcome, para después disiparse como neblina al amanecer. Los médicos lo han desahuciado.
Mientras Alén participaba de aquellas correrías sangrientas, Tomasa dio a luz a su hijo Leandro, un niño taciturno como la madre, que en sus años adultos diría:
"Mi padre fue un hombre bueno".
(NOTA DE LA AUTORA: mi fuente para este relato es la biografía "ALEM", del Doctor en Historia Miguel Ángel De Marco. A los partidarios extremos de Juan Manuel de Rosas se los llamaba "apostólicos de ley", y Leandro Antonio Alén, pulpero y luego mazorquero, fue uno de ellos. El aprecio de Rosas le valió el indulto cuando fue acusado de graves delitos, pero a fines de 1853 fue juzgado junto a otros apostólicos y condenado. Su hijo Leandro tenía once años y desde entonces pesó sobre él la carga de ser "el hijo del ahorcado". Cambió su apellido original por Alem, y agregó una N a su nombre de pila).
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