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La mujer de nuestras tierras lució sombreros a partir de la década de 1870. Hasta entonces se habían arreglado con mantillas, peinetas y peinetones. ¡Pero qué sombreros! Eran de tamaño generosos y a medida que pasan los años, aumentaban las ornamentaciones que incluían racimos, flores y plumas, tan a tono con el Art Noveau y su relación con la naturaleza. El hecho es que estos sombreros generaban más problemas que los de los hombres porque las normas sociales indicaban que en un lugar cerrado, el caballero debía descubrirse, pero la dama jamás.
Así fue cómo, hacia mediados de la década de 1890, surgió en los principales teatros del mundo la enorme complicación de tener una mujer sentada adelante. La única solución posible era que se lo quitaran. Los ingleses fueron los primeros en ponerlo en práctica. En Francia hubo algún intento aislado en 1898, pero la prohibición recién comenzó a imponerse a partir de 1902, cuando aparecieron anuncios en la entrada de algunos teatros parisinos y en los avisos de la cartelera de los periódicos: “Les dames sont priées de venir sans chapeau” (Se le pide a las damas que vengan sin sombrero). La medida fue aplaudida por los caballeros, pero a las mujeres les generó un inconveniente porque ellas, habituadas a estar cubiertas, no siempre tenían el pelo en condiciones de exhibirlo.
El 9 de octubre de 1904, la familia de Manuel Cadret –todos argentinos– asistió en París al teatro Sarah Bernhardt (quien actuaba en el teatro que llevaba su nombre). La prohibición de los sombreros tomó por sorpresa a Josefa Amadeo de Cadret y sus hijas Ernestina, Sarita y Josefina. No sentían que estaban bien peinadas y ya no había tiempo de resolverlo. La solución fue que Manuel Cadret hiciera una inversión mayor y, en vez de tomar asientos en la platea, alquilara un palco donde sus ornamentados sombreros no molestarían a nadie.
Antes de que las Cadret superaran el inesperado obstáculo en París, los argentinos estaban debatiendo el asunto. En una nota de 1903 que mostraba diversos modelos de sombreros para salir, podía leerse el siguiente párrafo:
Al tratar de sombreros y una salida al teatro, se nos ocurre adelantarnos a los cronistas que, como siempre, van a abordar el eterno tema de las molestias ocasionadas a los caballeros por los sombreros de las señoras en las representaciones teatrales. Es ya esto una obsesión de los hombres que, cuando llegan al teatro, se hacen dos preguntas igualmente palpitantes: “¿Será buena la representación?”. “¿Tendré delante un sombrero de señora?”. No hay más que mirar la cara de un caballero, cuando se presenta con su esposo una señora de sombrero amplio en la fila de adelante, para comprender que se haya aterrorizado.
En el mismo texto se cita una conversación entre dos señoras que proponían que las dejaran a ellas en paz con sus sombreros y que los hombres se fueran a los sectores superiores. Pero inmediatamente, la de la idea y su interlocutora advirtieron un problema: “Los hombres no quieren alejarse tanto de los sombreros”, es decir, de las mujeres.
El debate proseguía. Se consultó a damas representativas de la sociedad como Dolores Lavalle de Lavalle y Ernestina Costa de Peers. Ambas coincidían en que debía seguirse la corriente de Europa. La médica Cecilia Grierson opinó:
Creo que sería conveniente que las mujeres fuesen al teatro sin sombrero, pero llevarlo a la práctica ofrece grandes dificultades porque el sombrero es un “cúbrelo todo”, y el ir sin él implica la necesidad de “gadanarse” o “moussionarse”, cuyo equivalente es tiempo y dinero.
¿A qué se refería con esos neologismos? La Casa Gadan (Florida y Tucumán) y la Tienda Moussion (Callao y Sarmiento) eran conocidos negocios de moda de aquel tiempo, que contaban con la muy concurrida sección Coiffeur. Eran las peluquerías de moda a comienzos del siglo XX. La doctora Grierson planteaba el gasto en peluquerías como un obstáculo a las ventajas de no llevar sombrero al teatro. Y ya que mencionamos a la Maison de A. Gadán, aprovechamos para agregar que los tratamientos de belleza y soluciones antiarrugas que comenzó a aplicar en 1907 eran muy promocionados. También fue el negocio preferido de los señores que buscaban postizos. Y ya que estamos en 1907, fue el año en que los teatros de Buenos Aires aplicaron la medida anti sombrero. Por supuesto, siguieron usándose en el resto de las actividades sociales, sobre todo en los paseos. Pero las sombrererías, que no querían perder ventas, rápidamente se amoldaron y salió a la venta la gorra para teatro. Así es el mundo de la coquetería: si no la ganan, la empatan.
En los Estados Unidos, un inventor pretendió hacer un aporte: el aprovechamiento del respaldo de la butaca de adelante. ¿Le suena? Es el sistema utilizado en los vuelos comerciales. En aquel caso, el invento consistía de un espejo redondo, del tamaño de la palma de la mano, aferrado al respaldo del asiento de adelante mediante un brazo de hierro. La dama se sentaba, se quitaba el sombrero y lo colgaba en el mencionado brazo. Al terminar la función, se colocaba el sombrero, auxiliada por el espejo que le permitía asegurarse de que todo estaba en su lugar. El aparato no logró el respaldo (valga la redundancia) femenino. En cambio, la gorra de teatro tuvo aceptación universal.
Con resignación, las porteñas acataron la disposición municipal. En cambio, Montevideo no quiso capitular y dio batalla. Fue en mayo de 1908, cuando el concejal Luis Piera propuso la veda. La reacción fue inmediata. Un grupo muy numeroso de damas indignadas se reunieron en la casa de la familia Saeza para manifestarse en contra de la supresión y de Piera. Como curiosidad, los que llegaron más tarde jamás pudieron ver a los oradores, ¡porque los tapaban los sombreros de las señoras que tenían las mejores ubicaciones! Sin embargo, no alcanzó. Se aprobó la prohibición.
Ellas no se dieron por vencidas y organizaron un boicot a los teatros. Luego de tres meses de baja recaudación, los empresarios se preocuparon y llevaron su inquietud a los legisladores. El resultado fue que la norma se ablandó: la prohibición quedó acotada a los teatros que cobraran la entrada a un valor que, sin ser exageradamente elevado, era lo suficiente como para pensarlo. ¡Pero garantizaba la vista del escenario!
De todas maneras, la garra uruguaya femenina fue insuficiente porque el mundo estaba cambiando su postura frente a este tema y la nueva estética fue determinante. En los años siguientes, todas se amoldaron a la norma impuesta por los centros de moda europeos (incluso las uruguayas). No fue pérdida para las sombrererías, pero sí ganancia para los peluqueros. De hecho, aquel asunto fue el trampolín que los ubico en un lugar preferencial en el mundo de la belleza.
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