Cada vez que voy a La Plata de visita para esta fecha siento la misma emoción olfativa. Mi nariz jamás miente: antes de bajar la autopista ya sé si los tilos están o no florecidos, por ese aire envolvente, cálido y dulzón, que emanan. Entonces, es oficial la inminencia del verano.
Desde que ya no vivo en mi ciudad, cada diciembre, a través de los años, los tilos me han llevado a realizar un ejercicio automático, en el que me percibo apenas al llegar. Apago el aire acondicionado del coche, bajo todo el cristal de la ventanilla e inhalo lo más fuerte que puedo. Mi pecho se abre y me invade la calma. Lo sé, volver a casa nunca pasa desapercibido para el cuerpo.
Es fácil encontrarlos por toda la ciudad, tupiendo el horizonte de copas frondosas de color verde intenso: de día dan sombra para andar a resguardo por las avenidas hasta llegar a una plaza (por su trazado geométrico, La Plata tiene un parque cada seis cuadras); de noche ofrecen guarida del alumbrado público, ese enemigo de los caminantes románticos y de los noctámbulos.
Un poco de historia
La ciudad de La Plata fue fundada el 19 de noviembre de 1882 por el gobernador bonaerense Dardo Rocha, convirtiéndose en la capital de la provincia de Buenos Aires. Diseñada por el arquitecto Pedro Benoit, el objetivo era planear una ciudad ideal, donde todo fuera racional, ordenado y donde el ser humano estuviera en permanente contacto con la naturaleza. Según dicen, La Plata fue creada a imagen y semejanza de France-Ville, la urbe descrita en la novela Los quinientos millones de la Begún por Julio Verne. Allí mismo nací, me crié y escuché muchas historias, que incluyen la magia, la masonería y los relatos más increíbles acerca de su creación. Fue apodada "La ciudad de las diagonales", no solo debido a que estas abundan en los planos originales, sino también porque suponen un desafío para quienes atraviesan sus calles ordenadas numéricamente.
Pero también se la conoce como "La ciudad de los tilos", porque fueron justamente esos los árboles elegidos para forestar el trazado de sus calles principales. Según explican los especialistas ambientales, el tilo platense no es autóctono, sino que es en verdad originario de Alemania, y tampoco tiene propiedades medicinales. Se trata de una especie híbrida, obtenida en 1880 por el botánico germano Spaeth mediante el cruzamiento de dos variedades, la Tilia petiolaris y la Tilia americana. Los primeros fueron plantados alrededor del adoquinado de la avenida 7, uno de los puntos neurálgicos de la ciudad. Y cuenta la tradición que llegaron al puerto de Ensenada en barco desde Europa y que, por la larga travesía, la mayoría de ellos se secó. Sin embargo, el relato tiene final feliz: un sabio jardinero del Colegio Nacional de La Plata los salvó cubriéndolos de tierra durante semanas, hasta que aparecieron nuevos brotes.
Es difícil calcular la cantidad exacta de ejemplares que resisten de pie desde entonces. Particularmente, hubo uno, enorme, que fue muy especial para mí. Estaba en el medio del parque de la casa de mi papá y, durante los días de tormenta, solía moverse al compás del viento en un suave vaivén. Junto a mis hermanas lo observábamos inquietas, largo rato, temiendo lo que una noche finalmente ocurrió. Fue un verano mientras veraneábamos en Mar del Plata: nuestro tilo cayó, majestuoso y solitario, poniendo a salvo la casa de la destrucción.
La fuerza de las raíces
Esas imágenes, tan vívidas, me acompañan desde que me mudé a Buenos Aires, en 1999. Y a pesar de la cercanía geográfica (¿qué son 60 kilómetros?), siempre aparecen rodeadas con un halo de nostalgia. Cientos de veces recorrí los paisajes de mi infancia entre recuerdos y sueños. Muchas tardes, estando lejos, me he transportado mentalmente a cierta esquina, mi favorita, ubicada sobre la calle 53. La recuerdo especialmente porque allí, a los 8 años, probé por primera vez las flores de un tilo: di un salto hasta alcanzar la rama más baja y arranqué varias, suaves, amarillas. De la palma de mi mano fui comiéndolas una a una, camino a casa.
Quizás sea su sabor, pero es más que nada su aroma lo que me conmueve desde entonces. Y cada vez que encuentro un tilo, en La Plata o en Palermo –donde vivo ahora y también los hay– no puedo evitar la tentación de acercarme a él, cerrar los ojos y respirar hondo bajo su sombra. Entonces, me permito otra vez aquella travesura infantil: saco un puñado de flores, les quito las hojas y las dejo un ratito quietas en mi boca, hasta que sus pétalos se funden regalándome un almíbar. Siempre sonrío al hacerlo, porque esa grata sensación viene acompañada del eco del reto que me dio mi abuela luego de aquel primer festín: "¡Dios mío, ahora vas a dormir una semana entera!", gritó, agarrándose la cabeza.
Texto: Gentileza María Eugenia Sidoti.
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