La pesadilla de Chopin en el paraíso de Mallorca
Invitados por Franz Liszt y Marie d’Agoult, se conocieron a fines de octubre de 1836 en París en un ágape en el Hôtel de France. Ella fue acompañada por sus hijos, Maurice y Solange; él fue acompañado por su amigo Ferdinand Hiller. Cuando Liszt los presentó, ella le susurró a Madame Marliani, su íntima y confesora: "Ese señor Chopin, ¿es una niña?". Él le comentó a Hiller saliendo del hotel: "Qué antipática esa Sand, ¿es una mujer?".
Al poco tiempo formaron una de las parejas más sonadas y modernas de Europa. Ella francesa, Amandine Aurore Lucile Dupin, baronesa de Dudevant (1804-1876), a.k.a. George Sand; él polaco, Fryderyk Franciszek Szopen (1810-1849), a.k.a. Frédéric Chopin, o Chopin tout court, como el aeropuerto varsoviano.
En orden cronológico, ella venía de divorciarse del arruinado barón Casimir de Dudevant, de un trunco idilio con Merimée, de pasar a llamarse y vestirse como un hombre y de ser la amante veneciana de Alfred de Musset, quien le dedicó su libro Confesión de un hijo del siglo.
En orden cronológico, él venía de abandonar para siempre Varsovia, de cambiar Viena por París, de descubrir a Bach, de hacerse famoso, de pensar en suicidarse, de pedir sin éxito la mano de Maria Wodzinska (la madre había dicho que sí, pero el padre se negó arguyendo: "Si por lo menos él tuviese mejor salud y un poco más de ambición… sin embargo, se pesca una gripe por cualquier corriente de aire que le pasa por la espalda y le horrorizan los conciertos").
Ya juntos y mudados a casas contiguas, en el frígido satélite de Sand & Chopin –se duda de sus acrobacias amatorias y ella solía declarar que tenía, contándolo a él, tres hijos en vez de dos– orbitaban Delacroix, Heine, Bellini, Hugo, Berlioz, Verne, Balzac y Flaubert, nada menos.
Un buen día a Sand le sugirieron que viajara a Mallorca con su hijo Maurice, que sufría ataques reumáticos, para evitar el crudísimo invierno parisiense. Al quebradizo Chopin, que ya padecía síntomas de una enfermedad respiratoria sin diagnóstico, el doctor Pierre Gaubert le explicó que no era mala idea rodearse de un clima mediterráneo y anónimo. De modo que armaron los petates y, sumando a Solange, la otra hija de la novelista con aquel aristocrático venido a menos, marcharon a la mayor de las Baleares, aunque por separado.
Invitado por la asociación cultural Can Timoner para participar de una residencia artística en el pueblo de Santanyi, al sureste de la isla, yo también viajo a Mallorca, pero 180 años más tarde y en primavera. En el aeropuerto de Barcelona trepo con mi carry on –lo justo y lo necesario– a un Airbus 320 de Vueling que 25 minutos después aterriza, orondo y sin mosquearse, en Mallorca. Bajo del avión, me entrevero con hordas de jóvenes escorados que vienen a festejar despedidas de solteros, y al rato estoy al volante de un Nissan Micra que alquilé por €2 el día. Activo el mapa del teléfono y en una hora desensillo en el que será mi hogar por un mes.
En el caso que me atañe, luego de una extenuante travesía en barcos y carruajes, el cuarteto se dio cita en Port-Vendres, una localidad del sur de Francia. Desde allí viajaron en un vapor hasta la ciudad condal, desde donde, repletos de baúles, pero sin piano, zarparon hacia Palma a bordo de El Mallorquín. Tocaron tierra el 8 de noviembre de 1838. Hay un grabado que muestra al paquebote entrando en la bahía, un poco como lo hacen hoy, a bocinazo limpio, los cruceros atestados de turistas, en su mayoría jubilados ingleses y alemanes.
La cosa empezó a torcerse cuando se desató el mal tiempo. De paredes finas, braseros asfixiantes y sin chimenea, la casa les pesaba
La historia cuenta –una buena parte de lo que la historia cuenta es vagamente falso, vagamente lábil; o sea que muchas veces la historia cuenta lo que se le antoja– que los dos primeros días se alojaron en un hostal sobre el nervioso Carrer de la Mar, pero renunciaron al infierno céntrico en busca de sosiego.
En modo detectivesco camino esa callecita sombría ida y vuelta, ida y vuelta, y tardo en descubrir la placa que, dos siglos después del nacimiento del compositor, rememora la estadía de quienes pasaron 98 días en la isla. La placa aparece en un rincón alto, óptimo para basquetbolistas, apenas pasado el arco que debuta en Carrer dels Apuntadors: casi inhallable, como si las autoridades no hubieran deseado homenajear del todo a los homenajeados o se avergonzaran ligeramente de ellos.
En aquella época estaba mal visto que la gente tuviera hijos sin haberse casado. Quizá por eso se les complicó a los novios encontrar una morada. Recuerden: ella se llamaba como un hombre, vestía con levita y galera, fumaba puros y era seis años (34) mayor que él (28). Los auxilió unos días el cónsul francés, Louis-Édouard Gauttier d’Arc, hasta que alquilaron Son Vent, una finca en las afueras de la ciudad. Sabueso, también recorro las inmediaciones del caserón, ubicado a mitad de camino sobre la angosta ruta que va de Establiments a Puigpunyent.
Hablo con un viejo de overol y bigotín que gobierna un tractor con arado junto a fardos recién enrollados. Ronronea un mallorquín sibilino que se acopla al motor del John Deere. Abordo entonces a un jardinero ecuatoriano frente a un terreno baldío forrado de amapolas silvestres y me contesta con ojos pícaros que estoy equivocado, que "esa persona" no vivió aquí. Ante mi insistencia, señala a una mujer canosa y compacta que trota hacia la parada del colectivo. La encaro. Me habla con pocas pulgas, enfocando una curva fantasmal, y le disgusta que le converse a través de la ventanilla del auto. Me cuenta que la casa es privada. Le digo que no importa, que me gustaría ver la fachada. Insiste: "Es que no va a ver nada". Y que me mueva, que ahí viene el autobús y se lo estoy tapando.
Los locales ya los miraban como perros verdes, pávidos ante un posible contagio
Sigo la pesquisa tozudamente y pesco, al cabo de varios rodeos, un cartel que indica la entrada a Son Vent por un estrecho pasaje que se desmaya en una reja flanqueada por malezas. En su momento leí que un suizo había comprado la propiedad que ahora parece, a lo lejos, olvidada. La intuición me hace googlear y me topo con el anuncio de su venta. El atardecer se demora detrás de un monte. Llamo al teléfono que figura, pero nadie atiende. Intento comunicarme un par de veces más durante mi residencia, y nada: visitaría el palacete "del viento" y le preguntaría al vendedor si vio al fantasma. Cuando me pregunte "¿qué fantasma?", me sorprendería y le referiría la apócrifa leyenda del espectro de Chopin, que tose cuando llueve.
La señora tenía razón, no se ve nada. Es una mansión construida en un terreno elevado e inaccesible. El polaco y compañía vivieron acá durante tres semanas muy agradables. Correteando por la comarca campestre se dieron cuenta de que por fin el enredoso periplo cobraba sentido. Estaban todos felices y eso queda clarísimo en Un invierno en Mallorca, la crónica que Sand escribió de su experiencia insular y en la que jamás nombra a su consorte, al que a menudo disimula bajo eufemismos como "nuestro enfermo", "el otro" o "uno de nosotros". Cito y abrevio: "Era la quinta de un rico burgués situada en un lugar alegre, al pie de montañas de fértiles laderas, en el fondo de un rico valle".
Sin embargo, la cosa empezó a torcerse cuando se desató el mal tiempo. De paredes finas, braseros asfixiantes y sin chimenea, la casa les pesaba "como un manto de hielo". Escribe la friolenta Sand, cuyo relato pasa en volandas del amor al odio por los mallorquines hasta devenir feroz diatriba: "La lluvia chorreaba en nuestros mal cerrados dormitorios y uno de nosotros cayó enfermo; de una complexión muy delicada y sufriendo una gran irritación de la laringe, experimentó bien pronto los efectos de la humedad".
A contramano del diagnóstico de su mujer, tres médicos decretaron que Chopin tenía tuberculosis. En una carta el músico escribió: "El primero dijo que me iba a morir, el segundo que me estaba muriendo y el tercero que ya me había muerto". La noticia llegó a oídos de Gómez, el dueño de Son Vent, que los puso de patitas en la calle y enseguida desinfectó su propiedad blanqueándola a la cal (¡y cobrándoles el trabajo!).
Cuando los locales ya los miraban como perros verdes, pávidos ante un posible contagio (al ver a Chopin había quienes se persignaban, reviviendo las temibles escenas de la peste bubónica que los asoló en 1820), la cronista agrega: "A partir de entonces, los habitantes del lugar nos miraban con disgusto y horror. Estaban convencidos de que teníamos consunción y eso, de acuerdo con la experiencia de los españoles y la epidemia, es sinónimo de plaga".
El generoso cónsul volvió a hospedarlos transitoriamente. Una vez que consiguieron una estufa de hierro, el 15 de diciembre se instalaron en la cartuja de Valldemossa, que fue, hasta el 11 de febrero del año siguiente, su domicilio más estable. Edificado en la magnífica sierra Tramontana, el conjunto arquitectónico comprende una capilla neoclásica y un palacio que albergó al rey Sancho I. A principios del siglo XV, el monarca Martín el Humano cedió todas las posesiones reales a unos frailes de clausura que fundaron la cartuja transformando la plaza de armas en claustro, la despensa en sacristía, la prisión en comedor, la cocina en iglesia y cinco salones en celdas. La habitaron hasta 1835, cuando pasó a manos privadas por la desamortización.
Con viento a favor, George y Frédéric necesitaban seis horas para cubrir los 20 kilómetros entre Palma y Valldemossa. Lo hacían en birlocho, un carruaje ligero y sin cubierta, de cuatro ruedas y cuatro asientos, abierto por los costados y sin portezuelas. Desandando el camino desde Deyá, donde se instaló –y murió: está enterrado en un sitio mágico, si es que a los muertos les importa el paisaje y más aun si se apellidan "tumbas"– Robert Graves a instancias de Gertrude Stein ("Mallorca es el paraíso, si podés soportarlo", le advirtió la yanqui al británico), me lleva unos minutos llegar en auto a la cartuja. Voy silbando bajito, admirando la calima que desdora el horizonte sobre el lapislázuli del mar esfumado, los olivares aterrazados, la campana de una cerda líder. Estamos en s’horabaixa, la endémica e imprecisa hora baja mallorquina, predictiva del calmoso ritmo local que tanto enervó a Amandine Aurore Lucile.
Preocupada por el estado alarmante de Chopin, Sand alquiló la celda 4, formada por un par de habitaciones amuebladas y con miras a un jardín adorable en el que reina un naranjo. Acá estoy. Se trata de un pequeño museo con fotos, cuadros, objetos, cartas, partituras y hasta la escabrosa réplica en yeso de la mano izquierda del genio. No veo a nadie además de Margarita, la cuidadora, que me dispara a quemarropa: "Gracias a la Virgen no he visto al espíritu de Chopin". Con diversas municiones me cuenta que frente a las teclas del Pleyel vertical número 6668 suelen llorar visitantes polacos, "muchos, porque para ellos él es como un Dios". Cuántas evocaciones religiosas, Margarita. Sin que le exija detalles financieros, me cuenta que la cartuja es un negocio "privado y redondo".
Sin salir de la celda, bajo el efecto de lluvias torrenciales y casi moribundo, Chopin se entretenía con la partitura de ‘El clave bien temperado’, de su amado Bach. Sand anota: "El estado de nuestro inválido empeora día tras día, nos sentimos prisioneros, privados de toda ayuda y de toda simpatía y la muerte parece suspendida sobre nuestras cabezas". El músico recién acarició el Pleyel el 9 de enero, luego de que su compañera fuera dos veces a la aduana para negociar su liberación, cuyos pormenores son desopilantes, llegando a sugerir que lo tiraran al mar, acto vandálico e ilegal.
Arrancó un mes de trabajo febril, al tiempo que Sand y los retoños se las rebuscaban para conseguir víveres en un entorno angustiante, salvo por una cabra adusta y una adolescente de aspecto feérico llamada Perica. En este recinto misterioso, uno de los más talentosos pianistas de la historia terminó de componer sus 24 preludios, un género menor que renovó radicalmente y que sacudió a críticos y colegas contemporáneos. "Bestias idiosincrásicas", me puso en un mail Marcin Masecki, un pianista polaco amigo mío, siguiendo a Baudelaire: "Esa música ligera y apasionada se asemeja a un brillante pájaro que sobrevuela los horrores del abismo".
Salgo de la cartuja, cruzo la plaza y, por un jardín en el que señorea un algarrobo, llego raspando al último concierto chopiniano del pianista Carlos Bonnin, que ofrece seis por día, excepto sábados y domingos. La sala de sillas rojas está semivacía y del público ceremonioso sobresale un puñado de japoneses con la propina lista en la mano, rollitos de euros ansiosos esperando el silencio del Yamaha para intervenir.
Al término de los dos valses, la polonesa y el nocturno, el hombre de impecable saco negro me cuenta que toca aquí desde hace 25 años, que siente la presencia de Chopin sobre todo en invierno, que le gusta la tristeza que emana de sus obras, que tiene fascinación por los preludios, que los mallorquines eran reacios a lo nuevo y por eso rechazaban la presencia del dueto, que vive en las montañas, que llegó a hacer 11 conciertos a diario, que el aforo es de 200 espectadores, que a veces toca no del todo bien y eso genera un largo aplauso y que a veces pasa lo contrario. Apurado porque lo esperan en el Conservatorio, donde da clases, se despide conjeturando: "Debo ser un récord Guinness… el músico que más horas de Chopin toca por año, je je je".
Encaro la vuelta a Santanyi –una amiga nacida y criada lo bautizó "Satán-yi": no hacen falta explicaciones– y se me da por rumiar cuánto queda de la isla virgen que vivieron Sand y Chopin. Si no consideramos la procrastinación insular, su humor receloso y la tradición de la sobrasada, acaso muy poco. El turismo inunda, pisotea, encarece y "convierte lo que toca en un parque temático", como me dijo Ana, la florista del pueblo, que cambió Barcelona por estos lares.
No digo que antes todo fuera mejor; de hecho, no lo siento así… Nomás estoy constatando, sopesando la forma de una realidad con la forma de otra realidad. Sin embargo, han asfaltado y señalizado cada esquina de la aldea más ignota, han colgado carteles delirantes donde se lee "hablamos castellano" y quedan pocas grietas para salirse del surco.
El 13 de febrero de 1839, el músico, la escritora y sus dos hijos dejaron Mallorca. Lo hicieron junto a una piara de chanchos en un compartimento inmundo del que no podían salir por temor a un contagio. Curioso que nadie pensara cómo habían hecho ella y los niños para no enfermarse, ¿no? Se rumorea que el polaco pisó el puerto barcelonés escupiendo sangre, al borde de la muerte. En tierra firme saludaron al cónsul que tanto los había ayudado y saltaron de alegría al grito de "Vive la France!". Escribe Sand: "Nos parecía haber dado la vuelta al mundo y abandonar los salvajes de la Polinesia por el mundo civilizado".
Uno de los suspiros finales del libro Un invierno en Mallorca es el último de esta primavera en Mallorca, que toca su fin: "Y la moral de esta narración, tal vez pueril, pero sincera, es que el hombre no se hizo para vivir con los árboles, con las piedras, con el cielo puro, con el mar azul, con las flores y las montañas sino más bien con los hombres, sus semejantes".