La paz del Uruguay de atrás: esa tierra que pocos turistas conocen
Las alongadas hojas de la palmera salían del tronco, tan largas como infinitas. Con extensiones de más de cinco metros, se torcían hacia el piso, parecían la caricia de las horas, mientras el bochorno del sol de verano arremetía sin piedad sobre mis limoneros recién plantados.
Estaba reclinado en uno de los bancos de la mesa que abraza la palmera, un lugar fundamental y valioso de la casa. Allí nos sentamos en verano o invierno a tomar desayunos, pintar, coser o conversar. Así, ella, con sus extensas, tupidas y elegantes hojas, nos protege del sol cuando nos reunimos a vivir la paz del Uruguay de atrás, el que pocos turistas conocen. Está regido por un tempo rural, lejos del apuro y cerca de la paciencia extendida de atardeceres, lloviznas y galopes, entre tropillas de ovejas, pavos y gallinas que circulan por las calles de tierra en este pequeño y amado pueblo. En verano se vive afuera, a la sombra de la palmera, debajo del ceibo o de la antigua parra, solo la lluvia nos corre debajo de las galerías para escuchar el tapeteo de las gotas sobre las chapas.
Esa mañana había ido a bañarme al océano, y al pasar por la laguna de Garzón, un pescador me ofreció una corvina negra recién sacada. Con ocho kilos, escamas y aletas brillantes que me invitaron a comprarla. Decidí filetearla y sacarle con cuidado de cuchillo todas las partes negras que tienen adosadas a los filetes, al cocinarlas se ven grises y tienen una consistencia desgranada.
Tenía ocho invitados a comer y pasé por la cocina para ver con qué ingredientes contaba. Pensé cocinarlas a la plancha de leña, una técnica deliciosa para el pez. Una vez listas, las lavé y sequé bien con papel, corté unas cebollas coloradas muy finitas en aros y las pegué a ambos lados de los filetes con hojas de tomillo fresco. Las dispuse en una fuente y cubrí con papel film, guardándolas al frío hasta la hora de los fuegos. Una decena de paltas perfectas, pequeñas y cremosas, pasaron rústicamente por mi tenedor con jugo de limón, sal de mar, aceite de oliva de las colinas de Garzón y ají picante, al que agregué cuatro tomates grandes muy maduros picados.
Cocinar pescados en su punto es casi un arte, requiere conocimiento del calor y sus tiempos. La plancha de leña, una vez curada con fuego y raspada con una espátula, me gusta limpiarla con un trapo embebido en algún elemento graso. Los filetes de la corvina son gruesos, por lo que decidí mantener una llama pequeña para cocinarlos más tiempo del primer lado, unos doce minutos, y luego cinco más del otro. Nunca arrebatar el pescado, pues tiene una condición frágil, tierna, elemental. El calor debe asaltarlo suavemente, casi apoyado en caricias, como los extensos besos de una novia nueva.
Recordar que, una vez apoyado sobre la plancha, no debe tocarse hasta darle vuelta. Al comenzar la cocción se va a pegar, pero luego, al tener una capa crocante, se da vuelta fácilmente, por lo que respetar aquel primer contacto con el hierro sin moverlo es importante. A media cocción un chorrito de aceite de oliva alrededor de cada pedazo untará lo crujiente, otorgando tenor y crocantez.
Ya era casi tarde cuando decidí cocinar como segunda guarnición un arroz basmati en una sartén con caldo de verduras y ajillo. Lo hice sobre un fuego de palitos, agregando caldo de a poco, sin revolver hasta que estuvo en su punto. En ese momento le agregué por encima manteca para que se ponga crocante, una suerte de voluptuoso socarrón.
Ya sentado en la mesa con mis invitados, tomando un delicioso albariño, sentí, al verlos comer en silencio pez, paltas y arroz, que estaban probando unas pinceladas de mi misma vida. Arropadas en los romances de mis años.