La paciencia siempre da frutos
Hay una sola cosa que ni la más asombrosa tecnología podrá alterar. El día tendrá siempre veinticuatro horas. Cada vez parecen menos ante la frenética oferta de actividades y seductoras promesas de entretenimiento, de consumo, de experiencias. Palabras como inmediato o ya, interrogantes exigentes, como ¿qué estás esperando?, mandatos como no esperes más nos bombardean permanentemente. Recibimos miles de estos imperativos, directos o subliminales, a lo largo del día, sea por vía visual o auditiva. Ante todo lo que se nos impone hacer, adquirir, experimentar, ver u oír, no queda más remedio que acelerar. La velocidad le gana a la quietud. Y, sin embargo, el día sigue teniendo veinticuatro horas. No alcanzan. Al cabo de ellas sobreviene la alienación, la sensación de estar (o haber estado) afuera de uno mismo, ajeno al propio ser. Y la insatisfacción por lo no alcanzado.
No son buenos tiempos para la paciencia. Todo es velocidad y ansiedad. Más que nunca, quien espera desespera. La persona que aguarda, que reflexiona, y ni hablar de la que vacila, no cosecha aprobación, apunta el profesor de psicología de la Universidad de Uppsala, Suecia, Owe Wikström en su ensayo Elogio de la lentitud. Quien es paciente pasa hoy por ineficiente, desinteresado, lento. Al revés, dice Wikström, las palabras referentes a la velocidad se adornan con adjetivos positivos: efectivo, ágil, presto. Aunque fragmente la atención, limite los resultados, haga superficiales los vínculos y pulverice la memoria, la multitarea aparece como una virtud, cosa que no ocurre con la lentitud y, mucho menos, con la paciencia. Ante eso cabe recordar a Giacomo Leopardi, el gran poeta romántico italiano del siglo diecinueve, quien afirmaba que "la paciencia es la más heroica de las virtudes, precisamente porque carece de toda apariencia de heroísmo".
A quienes la desvalorizan y se precian de su adicción a la urgencia, se les puede recordar algunas precisiones del filósofo Ángel Gabilondo, que fue ministro de Educación en España entre 2009 y 2011. La paciencia no es resignación, inactividad, claudicación ni indiferencia, dice en un breve texto que dedicó al tema. Es constancia, insistencia, coherencia, es una forma de acción que convive con la espera, pero no se limita a aguardar la llegada de algo o de alguien. Con su quehacer crea las hospitalarias condiciones para que advenga: lo hace venir. Aunque cueste entenderlo, quien ejerce la paciencia no está inactivo. Valga la paradoja, está haciendo algo: esperar. El secreto reside en cómo se espera. ¿Con impaciencia? ¿Con reflexión? ¿Con discernimiento? ¿Con comprensión? ¿Con malhumor? ¿Con atención?
"La palabra paciencia significa disposición a permanecer donde estamos y a vivir la situación al máximo, en la creencia de que algo oculto se manifestará a nosotros", escribía el sacerdote holandés Henri Nouwen (1932-1996), autor de iluminados trabajos sobre espiritualidad. Ahí está la clave. La paciencia siempre da un fruto. O cura una herida. O alivia un dolor. O alimenta una esperanza. O abre un aprendizaje.
Gabilondo lo expresa con belleza: "Amanece por la maduración de la noche, por la fuerza del día, por su buena labor, no porque cerremos o abramos los ojos. No es adecuado precipitar el fruto, su fructificación exige un determinado trato con el tiempo. La paciencia comprende su quehacer y lo quiere y lo acompaña".
El día tendrá siempre veinticuatro horas, y por mucho que apretemos el paso no habrá más cosecha. Transitar esas horas con más paciencia que urgencia o ansiedad acaso nos permita pasar por el tiempo dejando una huella en lugar de ser simplemente arrasados por el tiempo. Afortunado quien puede esperar, sentenciaba don Pedro Calderón de la Barca, glorioso poeta del Siglo de Oro español. Quizás más que afortunado habría que decir sabio. Una sabiduría perdida en estos tiempos.