"Es como traspasar un portal y entrar en trance". El fotógrafo Claudio Larrea había llegado al cementerio de la Chacarita para iniciar los trámites de cremación de su madre y se topó con esa construcción subterránea y monumental ubicada en línea recta con el ingreso principal. Las huellas de Clorindo Testa se revelaron rápidamente ante sus ojos y, durante un par de horas, se dedicó a retratar los misterios que esconden esas toneladas de concreto. "Yo los llamo los paquidermos de Clorindo: seres de cuerpos óseos gigantes que respiran con dificultad, pero que están vivos", dice Claudio, absorbido por la fascinación que le produjo encontrarse con el Gran Panteón, obra de los momentos iniciáticos de Testa, uno de los arquitectos fundamentales para entender la visual urbanística de las ciudades argentinas.
La niebla hace lugar común entre los pinos del fondo. Es media tarde, pero el sol está escondido, lejano. La Chacarita es recorrida por unas pocas familias que le hacen frente al frío con flores en sus manos. En la Buenos Aires endiablada y caótica, el cementerio se revela como un verdadero y contradictorio oasis, con abedules, sauces, magnolias, eucaliptos y callecitas que simulan una ciudad en miniatura. Entre construcciones barrocas y art nouveau, bóvedas de célebres y eclécticos artistas populares (Gardel, Berni, Olmedo, Gilda, Cerati) y personalidades destacadas de la historia argentina, se sumerge el invento de Testa. Tapizado de senderos verdes, solo sobresale un templete de concreto: la puerta del ingreso al submundo, donde conviven la creación y la armonía de las formas, con la finalidad de acumular cuerpos inermes.
Hernán Vizzari, especialista en cementerios y en particular del de la Chacarita, llegó a intercambiar unas palabras con Testa sobre su participación en el diseño del Gran Panteón, que se construyó entre 1950 y 1959 y que hoy, tras años de esplendor y (ahora) visible deterioro, se mantiene desafiante y atrayente. "Él (por Testa) relativizaba un poco su aporte, pero está a la vista: es parte del trabajo que luego continuó con el resto de sus obras", asegura. Testa era empleado de la Dirección de Urbanística de la Ciudad de Buenos Aires y fue desde allí que encaró el proyecto, junto con los arquitectos Lelia Cornell, Raquel S. de Días, Günter Ernst, Carlos A. Gabutti y Ludovico Koppman.
"El Gran Panteón corresponde con su etapa inicial, en la que alterna algunos concursos como el de la Cámara Argentina de la Construcción, el Centro Cívico de La Pampa y algunos trabajos de equipamiento para la provincia de Misiones. Esta etapa está influenciada por el impacto mundial de los proyectos, las obras y el discurso de Le Corbusier en Europa, especialmente en el ámbito académico", explica Daniel Silberfaden, decano de la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Palermo y expresidente de la Sociedad Central de Arquitectos. ¿Cuál es esa marca de origen? El uso de hormigón armado en bruto, el concreto, las formas contundentes y rectilíneas. "Eso marca una manera y también una textura plástica muy afín a los intereses artísticos de Clorindo Testa, que trabajó tanto de arquitecto como de artista, alternando día a día ambas actividades a lo largo de su vida", completa Silberfaden.
Apenas unos escalones abajo, la luz empieza a colarse en formas exuberantes, por momentos dosificada, para luego desaparecer y volver a abrirse paso entre los jardines internos: canteros trabajosamente cuidados y repletos de macetas improvisadas en botellas plásticas cortadas, con bonsáis y otros plantines que fueron acumulándose para acompañar el silencio que inunda las hileras interminables de nichos. Toda esa distribución fue imaginada por Testa.
"Lo que busqué retratar –sigue Claudio Larrea– es esa cosa rígida, pero también etérea: la muerte. Clorindo trabajó con el concreto justamente donde lo concreto ya no existe. Cuando salí, fue como haber tenido una experiencia. Tiene algo de la gran pirámide, es laberíntico, es un santuario. Es un lugar muy interesante, muy denso, áspero".
El Gran Panteón fue, en efecto, uno de los primeros ensayos arquitectónicos de este tipo en el mundo, informa Vizzari. Comprende 23.200 nichos para ataúdes, 3.950 para urnas grandes y alrededor de 13.000 nichos para urnas pequeñas. "La jardinería se proyectó en amplia conexión con la arquitectura de tal modo que ambas se compenetren", señala. Fue tan así la cuestión que, hasta tanto no finalizaron las obras de parquizado, los edificios no se consideraron realmente terminados. "Se estudiaron las combinaciones de plantas y flores teniendo en cuenta el color de las hojas, el tamaño, la textura, la brillantez y la opacidad y también la floración", agrega Vizzari. Cinerarias, abelias, margaritas, geranios y claveles todavía resisten a cierto abandono que padecen las estructuras que, sin embargo, aún lucen firmes, porfiadas y esquivas al paso del tiempo. Quizá, la elección de los materiales conllevaba cierta preocupación existencial de Testa: la trascendencia. El hormigón martelinado, silencioso y pesado, revestimientos de mármol en todas las galerías (interiores y exteriores) y para las tapas de los nichos, y mármol también para los trajinados pisos que, en partes, se juntan por pedacitos prolijamente acomodados (como si se tratara de un rompecabezas viviente) por los asiduos visitantes.
La obra de Testa y compañía se erigió unos años antes de que el cementerio cumpliera 100 años de historia. La Chacarita había nacido de una urgencia: la fiebre amarilla estaba haciendo estragos en la ciudad de Buenos Aires y los otros cementerios, Recoleta y Parque Patricios, no alcanzaban para inhumar los restos de quienes caían alcanzados por la enfermedad. En 1871, se destinaron cinco hectáreas que pertenecían al Parque Los Andes para trasladar parte de las inhumaciones a un sector de la ciudad por entonces despoblado. Se llegaron a hacer 500 entierros por día. Funcionó allí por cinco años, a un ritmo atroz. De hecho, el Gobierno tuvo que inaugurar una estación de tren específicamente para el traslado de cuerpos, ya que las carretas no daban abasto. Luego, la municipalidad decidió ampliar y relocalizar el ingreso del cementerio, donde ahora mismo está ubicado. El viejo cementerio continuó funcionando hasta 1886; un año después se exhumaron los restos y fueron trasladados al nuevo osario.
Vizzari cuenta que la llegada del cementerio a la Chacarita produjo un impacto profundo no solo en la fisonomía del lugar, sino de sus costumbres y rituales. El barrio ya no volvería a ser el mismo: cargaría para siempre (y para bien y para mal) el mote de funebrero.
La intervención con una arquitectura rupturista como la de Testa pretendía, también, dejar testimonio de un momento, de una época, en un lugar donde los cambios –por definición– suelen ser lentos y, al mismo tiempo, duraderos. Vizzari entiende que la intención era romper con la típica sensación de catacumba, la oscuridad y las posibilidades de producir claustrofobia. En su investigación, el reconocido "explorador de cementerios" accedió a los planos del Gran Panteón, en los que se dejaba entrever la necesidad de considerar todos los aspectos que constituían el lugar como un espacio que excedía la cuestión mortuoria y lo depositaba como destino de paseo. Incluso se estudió cuidadosamente las corrientes de aire para evitar malos olores y se proyectó un sistema de circulación con un tratamiento de ozonización, con inyección y extracción de aire.
Quince minutos antes del cierre de puertas, los silbatos suenan haciendo eco entre las cruces y tumbas. Las últimas luces que proyecta el sol se van cerrando en formas geométricas hasta desaparecer, evaporándose entre los resquicios de cemento compactado; entre las escaleras cruzadas que forman espacios de transición, adornadas con barandas de hierro forjado, pero minimalistas. El silencio se rompe con el eco de un aleteo de palomas y un chirrido de carrito de metal, el último empujón antes de la inmovilidad infinita de quienes deciden ese final. ¿Habrá imaginado estas sensaciones Testa al momento de diseñar?
"La obra de los cementerios (Clorindo, además, hizo intervenciones en el de Flores) son trabajos no tan conocidos de Testa, pero permiten entender su momento y la capacidad expresiva que tuvieron pocos en el mundo, con ese material tan maleable y expresivo", apunta Silberfaden. Y añade: "Diez años después de estas intervenciones, Clorindo llegaría a su máxima expresión con el Banco de Londres y la Biblioteca Nacional". Silberfaden conoció de cerca a Clorindo, compartió sesiones como jurado y concursos con él, y además estudió a fondo su obra. "Era un excepcional cuentista de historias, un gran cocinero de espaguetis con salsa ‘a la Testa’ y un encantador de auditorios repletos de varias generaciones", dice. "Fue de los profesionales con mayores recursos y conocimientos en arquitectura, de los más completos que hemos tenido. Amplio conocedor de climas, luz y relación con el contexto, lo que exige un pormenorizado estudio de su obra, las lecturas sutiles y profundas para entenderlo", agrega, antes de asegurar que lo consideraba un "maestro", una categoría que seguramente Testa hubiese rechazado.
Esa pretendida profundidad es lo que distingue e impacta en el Gran Panteón. Hay algo ahí mismo, una sensación de grandeza que atrapa, como dice Larrea: una puerta hacia otra dimensión, la dimensión Testa y una lectura sobre la muerte, la luz y las sombras (que nunca es una sola), la trascendencia hecha cemento, hierro y mármol.
¿Qué otra cosa sería entonces la arquitectura más que un mensaje para la posteridad, aun a costa de albergar cuerpos sin vida?
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