La novia del Plata, el fantasma de Barracas
Una puntada arriba, otra más abajo, la aguja borda sin descanso el delicado encaje, de blanco inmaculado. La mano suave se desliza por el frunce de puntillas en pausado movimiento. El vestido va quedando un primor.
Elisa escucha golpes quedos en la puerta del cuarto de costura y, sin levantar la vista de su labor, autoriza el paso. Es el padre, marcial en su apostura de almirante, que la observa con un profundo dolor que ella no comprende.
- -Padre…
- -Hija, ha sucedido algo terrible.
Elisa deja el vestido de novia sobre el regazo, contempla al hombre que le enseñó a amar el mar con pasión, y un chispazo de temor asoma en sus ojos. Si su padre regresó de la guerra contra el Brasil, será que también su amado ha vuelto. ¿Dónde está su querido Francis, el escocés más apuesto que hayan conocido las damas del Plata? Él debería secundar al almirante, puesto que poco falta para el casorio. ¡Claro que no debe ver el vestido de novia, eso no! Elisa amaga un gesto de ocultamiento que no pasa inadvertido al acongojado padre.
Guillermo Brown avanza, cerrando la puerta tras de él. Con inmensa pena, extiende hacia la hija su mano abierta, en la que reposa el anillo de compromiso que el valiente Francis Drummond había elegido para su novia. Fue su última voluntad a bordo del República, cuando herido de muerte pidió, con su último aliento, que entregaran a Elisa aquel símbolo de su amor eterno. El almirante Brown pudo cerrar los ojos del que hubiera sido su yerno, y ahora le tocaba la triste misión de dar a su hija la noticia.
- -Tu amor ha muerto, querida niña, luchando como un león sobre cubierta.
Elisa mira el anillo que resplandece, lo toma en sus dedos finos, lo besa y sale del cuarto sin pronunciar palabra. El padre tampoco habla, el dolor azota su garganta.
Todos vigilan a la niña, la temen presa de la locura porque sigue bordando su vestido de novia como si nada. Callada, serena, la aguja sube y baja, y el encaje se despliega en el cuarto de costura.
Una noche de verano en que el río centelleaba, una figura fantasmal se deslizó bajo la luna. Desde la atalaya de la Casa Amarilla de Barracas, el hermano de Elisa distinguió la silueta brumosa caminando hacia la orilla con paso lento y seguro.
- -¡Padre! –gritó, sintiendo el aguijón de la fatalidad clavado en su pecho.
Era la fecha señalada, la de su boda. Allá iba Elisa, vestida de novia rumbo a la eternidad, donde su amado Francis la aguardaba para sellar el compromiso de aquel anillo.
Dicen los vecinos de Barracas que su alma pena sobre el río, que en las noches de luna puede verse a la novia del Plata caminando sobre las aguas, y que la silueta del almirante Brown todavía aparece, erguido en su marcial uniforme, contemplando la lejanía donde el mar reservó un altar para los novios.
(Nota de la autora: el trágico amor de la hija de Guillermo Brown y Francis Drummond tejió una leyenda en Buenos Aires. La historia oficial dice que la joven se ahogó en el río, quizá para que sus restos pudiesen descansar en sagrado junto a los de su amado, en el cementerio británico. Corría el año 1827, y Elisa tenía sólo diecisiete años. Una plazoleta de Barracas la recuerda.)
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