La noche más glam de la ciudad
Una inmersión en Tequila, un night club que reúne a celebridades y wannabes, pero todos se sienten VIP
Son las 11.30 de un jueves cualquiera y la puerta de Gardiner explota. En el restaurante de la Costanera, un clásico que siempre se las ingenia para mantenerse vigente, no cabe un alfiler. O un personaje más. La gente espera una hora y media, de pie en el hall de entrada, para tener su mesa. En el salón principal está la acción: Mica Tinelli con su novio y tres amigas, sentada junto a Julieta Spina y su marido, Augusto Rodríguez Larreta, en una mesa presidida por el PR Martín Arozarena. A diez metros, Juan Martín del Potro departe con un grupo de amigos en plan jueves de soltero. Lo mismo hace Iván de Pineda, que va de mesa en mesa saludando a todo el mundo –incluso a mí, su ex compañero de colegio que ahora es periodista y está sentado ahí, observando todo lo que pasa un jueves a la noche en Gardiner y Tequila para escribir esta crónica glamorosa. A mi lado, el abogado mediático Mauricio Dalessadro conversa animadamente con Enzo Francescoli en una mesa de ocho varones de su edad. Como en un Juego de la Oca, los personajes se repiten cada dos casilleros: Fantino y el Colorado Liberman en reunión deportiva, Zulemita Menem y Barbie Simmons en tertulia miaminesca, Benito Fernández y Humberto Tortonese en la mesa más divertida de la noche.
Luego, los comunes mortales. Está el grupo de señores de 60 que va a ese lugar de toda la vida, están las mesas de cuatro chicas de veintipico que ven las repeticiones de Sex and the City y se identifican con los personajes de Guapas, está el club de los divorciados de 40–con tatuajes en los brazos y la atención puesta en el telefonito– y están las señoras de 50 lookeadas como chicas de 20 en busca de nuevas aventuras. Gente que busca gente, que quiere ver quién está, quién fue, a quién saludar.
Alrededor de la 1.30, Gardiner no da para más y comienza el éxodo a Tequila, el boliche que se ubica justo al lado del restaurante. La fila de enormes camionetas y autos de lujo que se pelean por estacionar resulta impactante.
Estoy con dos amigas y un amigo. Las chicas atraviesan la puerta de Tequila como si nada. Saludan y entran, divinas. Nosotros, sorpresivamente, no. A mi amigo y a mí nos dicen que no hay lugar, que no tenemos reserva, que no podemos pasar. La sensación es espantosa; todos los recuerdos horribles de una infancia nerd se instalan en tu cabeza, te golpean el pecho, te destruyen. ¿Por qué no me dejan entrar? Mi amigo asegura que no tiene nada que ver con la ropa que llevo puesta o la belleza que Dios no me dio. Dice que no entramos porque somos hombres y no activamos nuestros contactos. Eso es todo. Decido creerle para sentirme mejor. Entonces una de nuestras amigas promete hacer las gestiones necesarias para que nos dejen pasar. Es hija de un político importante, tiene un apellido muy famoso, conoce gente. Diez minutos más tarde sale con la persona adecuada que le indica a los patovicas que nosotros somos sus amigos. Así logramos entrar. Agotado, decido que no quiero volver a pasarla mal y hago uso de mis contactos de periodista. Llamo a Leo Mateu, uno de los relacionistas públicos más influyentes de Buenos Aires, y le digo que estoy en Tequila. Leo me deriva a Paola Pravato, alma máter del lugar junto a su dueño, Osvaldo Brucco, que enseguida me hace pasar al VIP y me invita champagne.
Así, cualquiera.
El sector reservado para la very important people tiene cinco o seis sillones de época estilo francés, mesitas hexagonales de madera enchapada en las que se pueden guardar carteras y abrigos –la practicidad, ante todo–, lámparas con pantallas de encaje en rojo y un grupo de camareros muy atentos. Hay chicas de belleza extrema, gays que se hacen amigos de esas chicas y bailan con ellas, y hombres heterosexuales que toman whisky (un vaso de Chivas cuesta 100 pesos) o champangne con Red Bull (unos $ 90), pero casi no bailan. También hay algunos famosos: está Benito Fernández –que viene de comer en Gardiner–, Dante Spinetta con sus amigos, Daniel Vila y Pamela David presidiendo una mesa de su programa Desayuno americano y la leona Lucha Aymar, explicándole al tipo de la puerta del VIP que esos dos chicos a los que no deja pasar son amigos de ella y que por traspolación de celebridad tienen todo el derecho del mundo a estar ahí adentro. En medio de ese halo de majestuosidad que es Tequila, donde todo parece perfecto –desde la música hasta los tragos, la gente que baila feliz en la pista, el impecable personal del servicio que se pasea por el salón vestido de mameluco rojo y linternitas para ver lo que barre y dejar todo reluciente a su paso– me pongo a charlar con Paola Pravato, la chica que a los 18 años empezó a trabajar en la disco y hoy, a los 42, sigue controlando la puerta. Le pregunto sobre el espíritu del lugar. "Esto es como un colegio: vienen familiares de distintas generaciones, son siempre los mismos. Siempre tuvo esa mezcla linda de artistas, deportistas, polistas, modelos, actrices, músicos. Es gente que viene de toda la vida", me cuenta.
Contra cualquier suposición prejuiciosa, en Tequila no hay nuevos ricos con fraperas de champagne en actitud de arrogancia desmedida. Habemos wannabes, como en cualquier lado, pero presentados por alguien de cierta confianza y sometidos a reglas de estilismo implacables. Después de todo, no es un espacio público y uno en su casa tampoco invita a todo el mundo ¿O sí? "Aunque te parezca mentira, este es el lugar más sano que hay –afirma Pravato–. Nosotros no permitimos drogas; si los guardias ven a alguien que quiere prender un cigarrillo de marihuana, lo sacan a patadas, y la gente que está pasada de alcohol directamente no entra. Por eso acá no hay agresividad, no se agarran a trompadas, nadie se siente incómodo."
Esta atmósfera de cuidado, sumado al glamour general que se vive en el ambiente, es quizá la razón por la que las grandes celebridades eligen Tequila históricamente. "Guillermina Valdes venía a los 18 y ahora me dice que quiere volver; Daniela Urzi dio sus primeros pasos acá, lo mismo Valeria Mazza o Carolina Peleritti, que son amigas y siempre regresan. Todos vinieron acá, se fueron, volvieron, pero estuvieron", dice Pravato. Lo mismo sucede con Marcelo Tinelli, que en su pico máximo de popularidad y tras una separación que estuvo en boca de todos, decidió refugiarse en Tequila para atravesar sus noches de soltería en compañía de amigos y diversión. Sin cámaras, sin cholulos, sin gente desesperada por tener la foto con él. Porque Tequila guarda ese halo de discreción codiciado tanto por los grandes empresarios y deportistas como por las figuras televisivas o modelos del momento. Ese es su gran valor agregado.
Termino de hablar con Paola y me fugo del VIP. Estar sentado en un silloncito a pocos metros de una soga forrada en terciopelo colorado me inquieta. Saludo a las dos gogo dancers que bailan en las tarimas del VIP con soutiens de caramelos –sí, candy bras– y salgo a dar una vuelta por la pista circular repleta de gente bonita y alegre, que baila bajo un techo de preciosas lamparitas color rubí y arañas danesas, pide un trago en la barra espejada o conversa animadamente en los rincones forrados con cortinas de terciopelo que parecen más salidas del hotel Faena que de una disco porteña. No hay humo, no hay olores desagradables, no hay restos de alcohol en el piso de impecable parquet de roble oscuro que puedan patinarnos o ensuciarnos los zapatos. El lugar, físicamente, es más lindo y cuidado que cualquier antro de Nueva York o París.
En mi recorrido pistero veo chicas de veintipocos con caipiroshkas de maracuyá y frutilla en la mano –se consiguen por 90 pesos y son el must del lugar– o simplemente cervezas vestidas con ropa del shopping Alcorta mezclada con básicos de H&M y algún toque low cost de Forever 21. Me cruzo con Elisa Alonso Robirosa, que es habitué de Tequila. "Acá hay gente normal que labura en una empresa todos los días, pero también mucho vago", me cuenta, mientras bailamos una canción pochoclera de Daft Punk emergida de las bandejas del gran Chiwi Baynaud, toda una institución en la noche porteña. El sonido es perfecto y hasta admite conversaciones, si nos esforzamos en levantar la voz. Le pregunto si habló con algún chico, porque veo que la gente se divierte, pero está en la suya, nadie encara a nadie. "Hay levante, aunque todos son extremadamente histéricos. Faltaría un poco más de espontaneidad", me dice Elisa. Lucas Mentasti, que también anda por ahí, tiene su teoría: "Hay cada vez menos levante, porque todos se conocen", me grita al oído. Si es un club, si vienen familiares y amigos, quizás esto tenga algo de cierto. Al menos todo queda entre amigos y las chicas lo agradecen: no hay borrachos empecinados en robarles un beso ni pesados encaradores seriales o desubicados en plan levante agresivo.
Como tengo pocos amigos en Tequila, no soy habitué ni logré construir el famoso capital simbólico de Bourdieu que requiere este lugar un jueves por la noche, vuelvo al VIP en busca de alguna aventura final. Una vez adentro me encuentro a Philippe Deroy, de Socialité PR, vestido de impecable traje oscuro, bailando como loco. "Este es el mejor lugar de la ciudad –dice–. ¿Oíste hablar de Studio 54? Es algo parecido", intenta explicarme. Si bien el antro neoyorquino explotaba en un arte y vanguardia que Tequila no tiene, hay algo de cierto en su comparación, y tiene que ver con la sensación de pertenencia y exclusividad que une a los dos lugares. Steve Rubell, el dueño de Studio 54, decía: "Todo está hecho a ojo, por eso me quedo en la puerta. Hay un tipo de persona que nunca pasará. Gente que viene y me dice: Soy un millonario de Arizona, como si a mí me interesara. Yo no quiero millonarios, quiero que todo el mundo sea guapo y divertido". Algo así pasa en Tequila. Philippe, que a esa altura de la noche es mi amigo, lo describe mejor que nadie: "Se trata de crear un ambiente único donde se siente una atmósfera de fiesta, de diversión, de belleza, algo que te hace olvidar de tu vida cotidiana, que te energiza, que te da ganas de bailar, flirtear, gozar. Eso se logra con gente linda y con actitud; con más mujeres, porque ellas son las que se desinhiben, bailan, sonríen, hace que todos quieran divertirse", define, a modo de conclusión.
A las 4 salgo y en la puerta sigue habiendo un par de chicos dispuestos a entrar. Subo a uno de los taxis de la parada y escucho al conductor parlanchín, que seguramente esté muy puesto porque me habla sin parar: "¿Estuvo bueno el boliche? ¿Mucho chupi, buenas minas, pachanga, levante? ¿Está muy cara la entrada ahí?" Le digo todo que sí, que la noche estuvo genial, porque la magia que sucede en Tequila es difícil de explicar. Después de todo, lo que hace que algo sea deseado, valioso, importante, no es cuánta gente lo tiene y lo disfruta, sino todos los que le dan ese valor y lo desean en silencio.