La musa y el tedio
Por mucho que disfruto de los logros del movimiento feminista, algo en este tipo de propuesta me resulta ligeramente reaccionario
Ya van cuarenta, cincuenta años de feminismo efectivo, si obviamos los antecedentes históricos de las sufragistas y contamos a partir del movimiento que lideraron, entre otras, pensadoras como Gloria Steinem y Betty Friedan. Se considera en general que la biblia de este movimiento ha sido El segundo sexo, la obra de Simone de Beauvoir publicada en 1949. Aunque también es cierto que la idea de ese libro, en realidad, fue de Jean Paul Sartre.
No hay dudas de que el feminismo ha prosperado. Poco a poco las mujeres comienzan a vivir mejor, y algunas incluso llegan a manejar empresas, pilotear aviones, presidir países, amasar fortunas, tal vez delinquir y en muchos casos divertirse. Más allá de las zonas más marginales de la sociedad, hoy podría decirse que quien más quien menos, en esta parte del planeta las mujeres hacen lo que quieren. Es un cambio histórico que muestra claros puntos de contacto con la felicidad, toda una novedad para el género. Esta felicidad recién adquirida se suma al misterio, la curiosidad y por momentos el terror que la mujer ha despertado siempre a su alrededor: esto le da acceso a la clase de vida interesante por la que Madame Bovary dio la vida un siglo atrás.
Algo de este glamour se disuelve, sin embargo, cuando las mujeres son desenmascaradas como tales y se las acorrala en pequeños grupos o en profusión. Los críticos en los medios de pronto se acuerdan de las mujeres como si fueran una rara especie de mariposa, y se ocupan de tres poetas argentinas, o directoras de cine, o mujeres del rock. Las revistas literarias suelen dedicar cada tanto un número especial a la mujer, entendido como una forma de distinción. Y ya en el borde del paroxismo, se organizan gigantescos recitales donde todas son mujeres: las estrellas de la canción, la directora de la orquesta sinfónica, la totalidad de los músicos y las integrantes del coro. Todas mujeres.
Por mucho que disfruto de los logros del movimiento feminista, algo en este tipo de propuesta me resulta ligeramente reaccionario. Es la clase de homenaje que en principio se presume irresistible, como el Día de la Mujer, todos los años, o la condición de musa de un artista. Parece halagador, pero no lo es. Es un lugar pasivo y artificial, donde se celebra a la mujer como una suerte de tótem, cuando el máximo agasajo que se le puede hacer es considerarla una igual. Sin cupos políticos ni maratones. Gente, como los demás.
Admitámoslo: la primera confundida, muchas veces, es la misma mujer. Hoy, después de cuarenta o cincuenta años de feminismo efectivo, hay jóvenes que declaran por televisión su rechazo a ser cosificadas por una sociedad que prefiere verlas con poca ropa. En el reino de la corrección política, un coro de almas bellas acompaña esa indignación y pone el grito en el cielo. Pero no todo es tedio y lugar común en la vida pública: una muchacha de la televisión, modelo bellísima y además abogada, propone por fin un pensamiento alternativo: el derecho de la mujer al goce de mostrarse con poca ropa, si se le da la gana. Y a su vez, una joven diputada desafía la solemnidad institucional con una colección de escotes abismales, profundamente femeninos.
La feminista disidente Camille Paglia, en su libro Vamps & Tramps, explora entre otras cosas el fenómeno Madonna, su arte para la provocación y el manejo superlativo de su propia sensualidad. Es un ejemplo excelente. Cuando se muestra con una cadena de perro al cuello o maniatada en un aquelarre sadomasoquista, Madonna realiza fantasías propias y ajenas, pero está muy lejos de ser una víctima.ß