Katharine Graham, la mujer más influyente de los Estados Unidos a quien interpreta Meryl Streep
Katharine Graham, la mujer más influyente en la historia del periodismo contemporáneo, tiene un certero instinto para juzgar el carácter de sus interlocutores, así como la exigencia de un alto nivel intelectual, pero al mismo tiempo, no es frecuente que una persona con tanto poder sea percibida con una timidez y una inseguridad tan evidentes que ya no son un secreto en la ciudad de Washington. La entrevista con la directora de The Washington Post, pactada para una fecha poco habitual, como son las 10 de la mañana de un 24 de diciembre, tuvo lugar en el despacho que ocupa en el octavo piso del edificio del diario. “Bueno, aceptemos este encuentro como un regalo de Navidad”, sugirió Graham mientras servía el café. Uno de sus asistentes, como quien reafirma lo obvio, me comentó al ingresar en el despacho que “en esta ciudad, la única invitación más importante que almorzar en la casa de Kay Graham es cenar en la Casa Blanca; pero ella no se jacta del asunto, lo toma como algo natural.”
Días antes, el Almanaque Mundial, la había elegido como la mujer más influyente de los Estados Unidos, colocándola en el primer lugar de una lista que incluía nombres como Betty Ford, Barbara Walters, Coretta Scott King y Jacqueline Kennedy Onassis.
La noticia, por decirlo de algún modo, no la hizo feliz. “Creo que esas iniciativas tienen algo de irreal, sin mayor sentido – explica–, el cargo que desempeño básicamente demanda responsabilidad, poco importa si es ejercido por un hombre o una mujer. Me refiero a que estoy al frente de una compañía que maneja medios de comunicación y podría aceptar que soy relevante, pero eso es muy diferente de ser poderosa. La verdadera razón por la que la gente lo dice o lo piensa es porque por primera vez el diario está dirigido por una mujer. Le recuerdo que al frente de The New York Times hay grandes editores, como Arthur Ochs Sulzberger, pero que yo sepa nadie se atrevió a preguntar si es o no el hombre más poderoso de América”.
Los Papeles del Pentágono fue uno de los mayores y más riesgosos desafíos periodísticos que tuvo que afrontar como directora del periódico, aunque en ese momento ya tenía a su lado a Ben Bradlee como máximo estratega. El documento secreto de 7000 páginas filtrado a The New York Times por Daniel Ellsberg, funcionario del Pentágono contratado por la Corporación RAND, y Neil Sheehan, periodista del Times, tuvo un efecto devastador para el Post. La publicación de estos documentos fue escandalosa no solo porque ocultaba las mentiras de tres gobiernos consecutivos –Kennedy, Johnson y Nixon–, sino también porque reveló que se había montado un plan secreto que alcanzaba a la Casa Blanca y cuyo propósito no era otro que engañar a la opinión pública manipulando el número de bajas y la verdadera situación de la guerra.
El Post, que no había conseguido los documentos, estaba en desventaja, pero Graham, contrariando las amenazas del gobierno, las advertencias de la Justicia, el consejo de sus íntimos y de políticos influyentes autorizó su publicación. Fue la misma actitud y el sentido de salto al vacío con el que años más tarde alentaría a dos formidables periodistas, Bob Woodward y Carl Bernstein, en lo que sería el caso Watergate.
“La decisión de publicar los papeles del Pentágono –afirma Graham– fue la más ardua y compleja, porque teníamos que enfrentarnos a dos enormes problemas. Uno era decididamente político; el otro, de carácter jurídico. Habíamos sido advertidos, de todas las maneras posibles, que se trataba de información secreta y de seguridad nacional; en consecuencia, si avanzábamos, podíamos ser procesados o encarcelados. La otra cuestión no era menor. Me refiero a que estábamos en proceso de convertirnos en empresa pública y nuestras acciones estaban en manos de casas de inversión, pero todavía no habían sido vendidas. Teníamos también canales de televisión que, dadas las circunstancias, quedaban en una situación vulnerable, al igual que la revista Newsweek, nuestras acciones en The Herald Tribune, la edición internacional de Newsweek y emisoras de radio. Fue entonces cuando tuvimos que reflexionar sobre la enormidad de lo que estaba en juego, en las miles de personas que perderían sus empleos, en los lectores, en el destino mismo de toda la compañía, en la incertidumbre del mayor diario de la capital de los Estados Unidos. Pero como sabe, optamos por ir adelante. Yo decidí que debíamos ir adelante”.
Henry Kissinger, uno de sus mejores amigos, con el que durante años compartió salidas al cine y reuniones sociales, resultó ser, irónicamente, el hombre elegido por el presidente Richard Nixon para hacerle llegar a Graham un mensaje perturbador que de algún modo llegó a la redacción: “Si el Post sigue con esa basura de Watergate, va a perder las licencias de los canales de TV”.
En algunas de las respuestas de Graham se percibe un tono de reproche hacia el propio periodismo y es ella misma quien presenta un ejemplo. “La simpleza de presentar como auténticos episodios que nunca ocurrieron, como el supuesto hecho de que Nixon fue derrocado por The Washington Post, con el apoyo de otros medios, es sencillamente una construcción que no se sostiene, otro caso de argumentación precoz. Habría sido terrible que eso ocurriera. ¿Sabe por qué? Derribar presidentes no es nuestro trabajo, no es la tarea que el periodismo debe cumplir en los Estados Unidos ni en ningún otro país. Lo que hicimos, en realidad, fue mantener viva la historia en momentos en que el gobierno trataba de que todo el mundo olvidara. Desde el momento en que se les ordenó cerrar la boca a varios de los imputados en el caso Watergate, nosotros, a pesar de los riesgos, decidimos seguir informando. Fue el sistema democrático el que funcionó como debía y una suerte que cambiara el gobierno y el presidente renunciara”.
Pregunto cómo era el clima de la redacción en el momento en que comprendieron que el gobierno de Nixon se desmoronaba. Después de todo y a pesar suyo, ella se había convertido en un engranaje vital del proceso.
“Las horas más difíciles fueron las primeras –recuerda–, las que siguieron a los artículos iniciales sobre Watergate. En ese momento estábamos solos. La Casa Blanca mantenía todavía su influencia, el gobierno estaba muy irritado y sabíamos que harían lo posible para detenernos. Nixon había prohibido el ingreso a la Casa Blanca de cualquier periodista o fotógrafo del Post. Fue ahí donde pensamos: ¿Y dónde están los otros?”.
La desesperación con la que la administración Nixon intentó evitar lo irreparable –es el primer presidente en ejercicio que renuncia en los Estados Unidos– excedía límites elementales de la democracia. Uno de los episodios más escandalosos ocurrió poco antes de la medianoche y de la entrada en máquina de la edición del día siguiente del Post. Woodward y Bernstein habían conseguido fotocopias de cheques depositados en la campaña para la reelección del Partido Republicano, pero que terminaron siendo usados para pagarles a los fontaneros, como se llamó a los espías que irrumpieron en el edificio Watergate. En ese clima tenso, Ben Bradley exigió a los periodistas confirmar los datos. Woodward despertó a John Mitchell, el procurador general de Nixon, y le contó lo que tenían. La respuesta fue demencial. Furioso, juró que si lo publicaban se encargaría personalmente de meter a la señora Graham en la rotativa del Post para aplastarle los pechos. A último momento, cuando el artículo ya estaba en la primera página, Ben Bradlee se acercó a los periodistas y les dijo: “Quiten lo de los pechos, este es un diario familiar”.
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