Después de cuatro meses de intercambio virtual, un impulso lo llevó a buscarla; se encontraron y la chispa se encendió, pero el destino tenía otros planes para ellos.
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Todavía hoy se pregunta cómo la conoció y la respuesta llega sencilla, casi de forma instintiva. La realidad es que sintió que la conocía desde siempre, aunque hasta ese momento todavía nunca habían conversado. Tampoco recuerda cuándo fue la última vez que la vio. Pero de lo que sí tiene registro es del momento en que iniciaron un intercambio virtual, que fue cambiando de cariz a medida que transcurría el tiempo. “Fue tanto mi entusiasmo por verla personalmente, que un día me subí al auto y recorrí los casi 1.500 km que nos separaban con el solo objetivo de estar cerca, hablar con ella, y conocerla un poco más. La había idealizado tanto, que, en el camino, me atacaron todo tipo de emociones: desde alegría y felicidad hasta esos miedos de que la realidad me quitara del ensueño que estaba viviendo”.
Llegó a El Bolsón, la localidad argentina situada en la provincia de Río Negro, en el norte de la Patagonia, pasada la medianoche. Se alojó en una hermosa cabaña cerca de la plaza, se duchó y fue directo a la cama. El cansancio había ganado la batalla, pero su cabeza iba a mil, pensando en lo que ocurriría al otro día. Se despertó temprano, el gorjeo de unos pájaros cerca de la ventana lo llevaron a la realidad que había elegido vivir. Si, efectivamente lo había hecho, estaba en el Bolsón.
Y surgió entonces la pregunta. “¿Qué hago acá? Una vez más me estaba interrogando con la pregunta recurrente que me hago cada vez que llego a determinados lugares, donde me lleva el instinto -mientras la razón se toma un descanso- dejando que el corazón me maneje la vida”. Pero decidió dejar que el destino guiara sus pasos y se entregó a la aventura.
“En ese momento nos sentimos dueños del mundo”
Antes de desayunar, el Messenger le hizo saber que ella estaba en línea. Al saludo con una manito amarilla que ella le envió, el respondió con un “estoy acá”, como si ella pudiera verlo.
- ¡Estás loco! ¿Acá? En El Bolsón?
- Sí, acá estoy, respondió mientras una vibración alta, de fina frecuencia, lo recorría de la nuca a los talones.
Luego del desayuno cruzó a la plaza, que, al mediodía, ya reunía bastante gente, la mayoría turistas a quienes ese julio la pandemia no había asustado. Se acercó a un feriante que estaba preparando sándwich de cordero, y le consultó a qué hora se juntaba más gente. “Entre las cuatro y las seis de la tarde es el pico de concurrencia”, aseguró. Se comunicó con ella, y le propuso encontrarse a esa hora.
La ansiedad le devoró la cabeza, hasta que llegó el momento. “Cuando llegué a la plaza, un suave olor a no se qué flores o plantas me invadió. Me paré a disfrutar de ese aroma dulzón cuando ella apareció en su camioneta azul, bien abrigada, con un barbijo que cubría su sonrisa y esos ojos que ya conocía de memoria en nuestros intercambios online. Era ella”.
Se le ocurrió abrazarla, ¡y así lo hizo! Sintió el calor de su cuerpo maduro, aún firme, la piel de su linda cara. Los ojos de ella respondieron a ese abrazo, y así se quedaron unos minutos, suspendidos en una gloriosa eternidad. “Sentí su cuerpo tibio, vi sus ojos radiantes, sus manos enguantadas me acariciaron la espalda y mi corazón me hizo disfrutar el latido acelerado. Ahí estábamos después de más de cuatro meses de intercambio virtual, abrazados, callados y temblorosos. Nuestros más de sesenta años confirmaron que todo era posible, que nunca es tarde, que, en ese momento, nos sentimos dueños del mundo, de nuestras decisiones, y que podíamos darnos un poco más”.
“No quise hacerla sentir culpable”
Un pequeño bar al que se dirigieron les permitió compartir un té y algunas galletas, mientras charlaban sobre ellos. No pudieron disimular la alegría de verse, y se preguntaban y contestaban sinceramente todo lo que quisieron. “Cada tanto ella me recordaba que era una leona, que estaba en una lucha interior tremenda, pero le esquivé el tema porque no quise hacerla sentir culpable. Encontró la excusa para regresar a su casa, y la invité para que, al otro día, me guiara por esos lugares que tanto había admirado en las fotografías que me enviaba seguido. Estuvo de acuerdo y convinimos salir en la tarde, subir por determinado sendero y descansar cerca de una cascada. Luego, si el cuerpo nos permitía, ascender unos metros más y regresar”.
Él se quedó en el barcito luego de que ella se marchara. La miró mientras caminaba hacia la puerta, elegante, linda, ágil, con esa mirada que veía en las fotografías, pero ahora algo era distinto. “Había tenido su calor conmigo, ya no era solo la imagen, era su energía la que quedó flotando en ese lugar, y, principalmente, en mi piel…”. Recorrió un rato la feria, a la hora de la cena se dio el gusto del sándwich de cordero. Luego se dirigió a un local donde unos folcloristas cantaban canciones del Chaqueño Palavecino. Se sentó un rato, tomó una pinta stout y casi a la medianoche se fue a dormir.
Despertó casi a las ocho de la mañana, tomó unos mates en la cama, luego la ducha diaria y salió nuevamente a la calle. Unas horas más tarde, preparado con el calzado y la ropa adecuada, salía hacia los cerros del oeste, plagados de pinos, arrayanes y algunas flores que esperaron el invierno para mostrarse tan bellas y naturales. Tal como ella había anticipado, el sendero estaba marcado, no ofrecía grandes dificultades y era apto para caminar sin mayores complicaciones. Caminó un par de kilómetros, y observó un cartel que decía que a 200 metros se podría tomar fotografías.
“El sendero iba marcadamente hacia mi derecha, y allí estaba ella. Un pantalón rojo sangre, un abrigo gris, guantes y gorro, y un cayado en la mano. Estaba sin barbijo, respirando a bocanadas el aire puro y fresco. No alcanzamos a saludarnos, que ya estábamos nuevamente abrazados. Ahora sí nuestros cuerpos tenían suficiente temperatura y nuestras manos recorrían espaldas, acariciándonos y, casi sin hablar, nos encontramos unidos en un beso, una especie de rayo que fue desde mi boca hasta los talones”.
Se sentaron a charlar un rato, y minutos más tarde continuaron la marcha hacia arriba, hasta la cascada. Se turnaban para ir adelante, mientras conversaban. Varios kilómetros más adelante, finalmente llegaron a la cascada. El lugar era maravilloso, el agua muy fría, caía desde casi 20 metros, ruidosa, cristalina, eterna. Él se mojó las manos, la nuca y luego se comió una mandarina, mientras ella hacía lo propio con unos frutos secos.
“Lamenté no poder decirle te amo”
“En un momento dado, nos tomamos de la mano, caminamos un poco y comenzamos nuevamente a hacernos caricias, besarnos y decirnos todo lo que en ese momento se nos pasaba por la cabeza. A esa altura del cerro, estábamos tan solos allí, que dimos gracias por ello. No pudimos detenernos. Bajo el sol de la tarde, cayeron sus ropas e hicimos el amor. Cuánto lamenté no poder decirle te amo, fuimos dos sexagenarios desconocidos que nos sentimos en la piel y terminamos mirándonos a los ojos tiernamente, tomados de la mano como para no soltarnos nunca. Algo nos volvió a la realidad, y una brisa fresca nos acarició el rostro. Ahí estábamos, callados, agitados y felices por esos momentos”.
Bajaron charlando trivialidades, besándose y acariciándose en cada descanso, sin decirse frases de amor, sin prometerse nada. Llegaron cerca de la plaza, y se despidieron. “Un fuerte abrazo y sus ojos brillosos se volvieron melancólicos, un chau…y su figura se dibujo en el contraluz. Caminó cansinamente hasta su camioneta, subió y sin mirarme, arrancó y se fue. Me quedé mirando la camioneta azul, que unas pocas cuadras más adelante giró hacia la derecha y desapareció. Un halo de tristeza me invadió en ese momento”.
Al otro día, ya con la decisión de partir, volvió a la plaza… ésta vez el mismo aroma suave y dulzón subió por la nariz, llegó al cerebro y bajó al corazón. Ella ya no estaba, pero permanecía en él… Ansioso, abrió el Messenger y se encontró con un cartel de ella, dirigido a sus contactos: estaría ausente por unos días, porque viajaba con su esposo a Buenos Aires.
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