La monarquía y el furor por The crown
La coronación de Isabel II en 1953 fue la primera en ser televisada. Hoy, la historia de la reina atrae multitudes en la TV por internet, con una serie que comienza en sus últimos días como princesa y que muestra la intimidad del palacio de Buckingham
En el mundo existen veintiséis soberanos que reinan sobre sus países como reyes absolutos o como monarcas constitucionales. El hecho mismo de que existan en los tiempos que corren puede parecer extraño. Que tan pocos seres humanos cuyos privilegios fueron heredados llamen la atención, despierten el respeto o al menos la curiosidad de tantos parece irracional, pero es un hecho que nadie puede negar. Dos mil millones de personas alrededor del mundo vieron por televisión la boda del príncipe William y Kate Middleton, la mayor audiencia que se conoce hasta el día de hoy. Eso, sin contar que las actividades más triviales de las familias reales del mundo ocupan varias de las páginas de la revista ¡Hola!, la biblia de la prensa rosa y el semanario de habla hispana más vendido del planeta. Los republicanos se burlan y los intelectuales lo cuestionan. Pero, ¿cuántas personas, al ser invitadas, se negarían a sentarse a comer con un rey?
Los sociólogos y antropólogos se han interesado mucho en este misterio y han dado diferentes explicaciones, que en general tienen que ver con la fascinación de la gente por su pasado. Porque reyes y reinas son hitos esenciales de la historia: sus diversos períodos son identificados por sus nombres y estilos y sus raíces, reconocidas y desconocidas, están inevitablemente entrelazadas con las de sus pueblos.
Las monarquías conforman el más antiguo de los sistemas de gobierno. Existen desde hace seis mil años y siempre han sido alimento para la fantasía. Han evolucionado a la par de los Estados que representan: a pesar de que los gobiernos elegidos les han quitado algo de su dinamismo, también han creado salvaguardas contra sus abusos. Será, tal vez, ese el motivo por el que The Crown, producida por Netflix y dirigida por el multipremiado director británico Stephen Daldry, ha sido tan bien recibida y es una de las series del año. Con un costo de 130 millones de dólares, la primera temporada cuenta episodios puntuales de los primeros años de Isabel II como monarca del Reino Unido.
Con una magistral Claire Foy en el rol de Isabel II, la trama comienza a tejerse cuando, aún viviendo en Malta durante sus primeros años de matrimonio, la princesa y su marido debieron asumir nuevas responsabilidades a raíz del deterioro de la salud del rey Jorge VI. Es fabuloso darse cuenta de que cuando su padre supo que le quedaban pocos meses de vida, se dedicó a enseñarle a la joven Lilibeth las simples virtudes en las que creía, y que tanto le habían servido: el deber, el trabajo duro y, sobre todo, un fuerte instinto por lo ordinario como opuesto a lo extraordinario de la vida. Así iniciaron su primera gira de ultramar, una labor que desde entonces se ha convertido en uno de sus deberes principales. En 1951, realizaron una visita a América del Norte que fue todo un éxito y, como la salud del Rey parecía haberse estabilizado, se embarcaron en otra al poco tiempo, mucho más prolongada, por algunas naciones de la Commonwealth.
La joven pareja estaba en la primera etapa de su viaje, en Kenia, cuando el rey Jorge VI murió de un ataque cardíaco, el 6 de febrero de 1952; el angustiado duque debió darle la noticia a su mujer. Entre las primeras cosas que esta producción nos muestra es la compostura de la princesa Isabel, con un total dominio de la situación. Sin duda, ella lo había ensayado en su mente durante los últimos meses de la grave enfermedad de su padre: su actitud decidida y la calma controlada de su expresión en público fueron notables para una persona tan joven.
La serie también se remonta a momentos de la historia británica, como aquel en el que Eduardo VIII firmó su abdicación, el 10 de diciembre de 1936, para poder casarse con la divorcée estadounidense Wallis Simpson. Así, y tras vivir un cimbronazo institucional, el pueblo británico se encontró con una princesa heredera de tan sólo 11 años excepcionalmente concienzuda y responsable, pero también muy inteligente y precoz. Ese mismo día cambió su vida y su educación, que fue reforzada con lecciones de Historia Constitucional con Henry Marten, vicedirector de Eton, el prestigioso y exclusivísimo colegio de la nobleza británica por antonomasia. Lo que no imaginaron sus padres es que la pequeña Isabel tenía varias cosas muy claras sobre su futuro, entre ellas el hombre con el que le gustaría formar una familia.
Con la muerte de su padre, el peso de la Corona recayó de inmediato en ella. No hubo pausa ni respiro. El rey ha muerto. ¡Viva la reina!, y todo debía seguir. Desde el momento en que regresó al Sagana Hunting Lodge de la alegre expedición de pesca y le dijeron que era la soberana del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte, ella desempeñó su papel real.
A partir de ese momento, según cuenta The Crown, nada sería igual. Cambiaría el énfasis de su relación incluso con su familia, algo que se ve recalcado por lo que dijo la reina Mary cuando se presentó en Clarence House, la residencia de Isabel y Felipe, a las pocas horas de que regresaran de Kenia: “Tu vieja abuela y ahora tu súbdita debe ser la primera en besar tu mano”, le dijo en voz baja mientras le hacía una larga y solemne reverencia. De hecho, el protagonismo que se le da a la reina Mary es uno de los pasajes de la serie que más llaman la atención. El guión, escrito por Peter Morgan, relata magistralmente cómo la mujer de Jorge V se convirtió en una de las mayores amigas y confidentes de su nieta, pero, sobre todo, en la guía inefable de una joven princesa que día a día buscaba respuestas para desempeñar de la mejor manera un rol para el que no había nacido. La flamante soberana, que se convirtió en reina con tan sólo 25 años, recibía sus lecciones como un bálsamo que la hacían encontrarle un sentido a su posición.
Desde entonces, su madre y su hermana solían hacerle una cortesía en las ocasiones formales, y arqueaban delicadamente una ceja si alguien se animaba a llamarla de otra manera que no fuese la reina.
El episodio de la coronación transporta al televidente por un mundo de pompa y protocolo como pocas veces se ha visto. Se adentra en una ceremonia que en su momento fue vista por casi un cuarto de todos los seres humanos que vivían entonces en el planeta, gracias a la brillante idea que, como cabeza del Comité de Organización, tuvo el príncipe Felipe de encomendarle a la BBC la transmisión de la ceremonia. Aquel día, el 2 de junio de 1953, las multitudes fueron enormes, la celebración se organizó de manera espléndida y la procesión hacia y desde la abadía fue tan perfecta como el movimiento de las manecillas de un reloj. Dentro de la imponente Abadía de Westminster se desarrolló el solemne y sagrado ritual de la coronación como las estrofas de un poema épico. La presentación, el reconocimiento, la retirada del manto, la unción, los símbolos del poder, la entronización y, finalmente, la coronación. Cuando la corona dorada de San Eduardo descendió sobre la cabeza de Isabel II, estalló el grito de Dios salve a la Reina, que tuvo el eco de las multitudes fuera y se replicó en parques y calles. Resonaron las trompetas, repicaron las campanas y los cañones lanzaron sus salvas de saludo. Las fiestas callejeras, los fuegos artificiales y los bailes duraron hasta avanzada la noche.
La historia de amor entre la reina Isabel II y el príncipe Felipe de Grecia es, de hecho, otro de los pasajes más atrapantes de The Crown. Entrelíneas, cuenta cómo la nacionalidad y la posición del joven Felipe en la jerarquía de la realeza europea distaban de ser sencillas. Porque lo que pocos saben es que en realidad era danés, tenía ascendencia rusa y alemana, pero ni una gota de sangre griega, y estaba relacionado con todas las familias reales de Europa. También narra la gran influencia que tenía sobre él Louis Mountbatten, hermano de su madre, la princesa Alicia de Battenberg, y que se convirtió en su mentor y en una especie de padre británico que lo crió y educó para moverse como pez en el agua en una corte tan estricta como la de Gran Bretaña. Y pareciera que Isabel se dio cuenta inmediatamente de que ese apuesto cadete de Dartmouth era el hombre perfecto para andar junto a ella en un camino marcado por la responsabilidad y el servicio. Con sagaz inteligencia supo manejarlo y marcarle los límites para no asfixiarlo en su rol de príncipe consorte, lo que lo convirtió en un marido presente y, con el tiempo, en un apoyo imprescindible. Gracias a la paciencia, discreción y autodisciplina, Isabel y Felipe cumplieron sesenta y nueve años de casados el pasado 20 de noviembre.
Sin embargo, esta serie también hace hincapié en períodos difíciles de la vida de Isabel II. El primero de ellos se percibe en la desmesurada ambición del tío “Dickie” Mountbatten por suplantar el apellido Windsor por el de Mountbatten y así entrar por la puerta grande a la historia de la Gran Bretaña. Un hecho que puso en evidencia el fuerte y decisivo carácter de Isabel, pero que también dejó en claro el poder de la Corona, una institución cuyas formas y tiempos son firmes y absolutamente permeados por el protocolo.
La nueva reina tuvo poca dificultad para dedicarse a sus nuevas funciones. Winston Churchill, entonces primer ministro, que se había declarado nervioso por tener que discutir tan serios asuntos de Estado con una persona tan joven, “una simple niña”, pronto se volvió su admirador. Fue sólo el primero de una serie de mandatarios que se convirtieron en caballeros defensores de la monarquía. En pocos meses, Churchill (John Lithgow en The Crown) advirtió en ella la tranquilidad para tomar decisiones y que muchos interpretaron como una variación de la paciencia y la firmeza de su padre.
La intimidad del poder
El primer gran problema para Isabel II no llegó desde la política, sino desde su círculo más íntimo. El inesperado romance entre su hermana, la princesa Margarita, con el capitán de la Royal Air Force Peter Townsend había sido descubierto por la prensa mundial, que ahora amenazaba con convertirlo en un asunto sensacionalista. Lo que esta serie destaca es que la aparición de la princesa Margarita fue mucho más espectacular que la de su hermana, más tranquila y seria. El círculo de amigos que se reunía a su alrededor era diferente también: al principio se sentían llenos de curiosidad, luego intrigados por la singularidad de su posición, más tarde cautivados por el brillo y la chispa de su personalidad y por un encanto seductor que ella manejaba traviesamente a voluntad. Sus amigos no eran los hijos de aristócratas, como muchos podrían pensar, sino en general gente de distinto origen, con talento, inteligencia y creatividad. Pudo haberse casado casi con cualquiera de ellos y vivido felizmente para siempre, pero ardía en ella un espíritu de aventura romántica, una insatisfacción con las limitaciones de su vida, una búsqueda de algo diferente, y al mismo tiempo una aguda conciencia de quién era y de lo que representaban ella y su familia. Hasta que esas contradicciones se resolvieran, estaban destinadas a crearle problemas a la joven impulsiva y de corazón ardiente.
El capital Townsend era quince años mayor que ella. También era un hombre recién divorciado, con dos hijos pequeños, y la Iglesia anglicana, de la cual su hermana era la jefa titular, no contemplaba el nuevo matrimonio para personas divorciadas. Tras noches de llanto y meditación, la princesa Margarita renunció a lo que era considerado un matrimonio imposible por lo hombres de la Iglesia, la Corte y la opinión más convencional de la época. Ella misma tomó la decisión y fue un punto de inflexión en su vida. A partir de entonces quedó vulnerable y muy expuesta al ojo público. Y su decisión sensibilizó sobremanera a la reina, quien siempre estuvo muy agradecida con su hermana. Siempre que estuvo dentro de sus posibilidades, le devolvió todo el apoyo que le había demostrado con su lealtad a la Corona ante una situación tan difícil e incierta. Fue la primera vez que la reina Isabel, una persona muy privada, debió enfrentarse a un dilema personal bajo el fuego de la mirada pública, y resultó ser una experiencia desagradable y muy dolorosa para ella.
Tras sesenta y cuatro años de reinado, Isabel II se ha convertido en la monarca británica que más tiempo ha permanecido en el trono de San Jorge. Sobrevivió a un mundo en el que la posmodernidad traspasó las paredes de Buckingham y creció en popularidad, como se desprende del furor por la serie.