La moda según Karl
En las horas y los días que siguieron el anuncio oficial, por la casa Chanel, de la muerte de Karl Lagerfeld, las reacciones que proliferaron, inmediatas, en la prensa y en las redes, revelaron un malentendido previsible: la figura pública, cuya fama personal había alcanzado proporciones inéditas para un modisto, atrajo como un imán la mayor parte de los comentarios, las críticas y las alabanzas. La celebrity global, el personaje que Karl, en la charla amiga, llamaba la marionette, instantáneamente reconocible por su nitidez gráfica –el pelo nevado en coleta, las gafas impenetrables, el cuello alto almidonado–, desplazaba en la mirada de la platea planetaria al creador de modas cuya influencia solo ahora comenzará a medirse con justeza.
Uno quiere creer que el paso del tiempo hará, como es deseable, que la balanza se equilibre en favor del Karl autor de modas, ya que es allí que está lo más valioso de su itinerario, notoriamente rutilante, aún en estos tiempos de contaminación lumínica, pero sobre todo fértil. En la miríada de signos que Karl emitió, prendas, fotos, dibujos, libros, fashion films, palabra, podrán inspirarse varias generaciones.
Notable también, por la diferencia que marcó, fue el modo en que ejerció su oficio. Desinhibido, desenvuelto, en los años 70 se describía como un mercenario, dado que ya por entonces llevaba acumulado un gran número de colaboraciones puntuales con marcas de prêt-à-porter, accesorios, zapatos y pieles de Italia, Francia y los Estados Unidos. Se trataba de poner al día, rejuvenecer, revitalizar, corregir rumbos o replantear de cero las opciones estéticas de compañías en desfasaje con los cambios de época. Era un tipo de empleo muy practicado, en el que Karl se destacaba por su versatilidad, su productividad y desinterés, en fundar una marca a su nombre, a diferencia de la mayoría de sus colegas.
Imaginación y talento para llevarla adelante no le faltaban mientras que le sobraba disciplina pero, muy sagaz, al reivindicarse como diseñador todo terreno, ubicuo, siempre listo, eficaz y sin miramientos, salvo financieros, marcaba así nítidamente su propio modo de hacer y se constituía una identidad que lo distinguía de las docenas de otras y otros stylistes.
A lo largo de los años 70, Karl adquirió una muy buena reputación profesional al poner en el primer plano de la actualidad de la moda no a una sino a dos marcas disímiles pero complementarias: la parisina Chloé, que, a la par de Sonia Rykiel, marcó las pautas del chic moderno y la romana Fendi, que sus innovaciones y experimentos convirtieron en la referencia cool por excelencia en el área, nada cool, de la peletería. Así, autónomo pero a la vez partícipe integral del sistema oficial de la moda, al que estaba feliz de pertenecer. Karl Lagerfeld redefinió a la medida de sus capacidades el rol y la posición del diseñador: no sólo creaba imágenes categóricas que seducían a la prensa y a las clientas y aseguraba el ansiado doble éxito comercial y de prestigio; también se preparaba para el momento histórico de cambio que llegaría con los años 80.
Fue en efecto entonces que ciertas grandes corporaciones, pesos pesados en todos los sentidos, comenzaron a invertir en la industria de la moda, entendiendo que en el drásticamente nuevo contexto económico instaurado bajo el signo del neoliberalismo, ésta sería una apuesta ganada de antemano. Y fue entonces también, en 1981, que llegó hasta Karl el primer llamado desde la maison Chanel. La casa fundada por Cocó durante la Primera Guerra, una institución no menos potente que las corporaciones que desembarcaban en su territorio pero aletargada en sus laureles (ya decaídos, digamos en passant). Las negociaciones fueron mantenidas secretas y sólo dos años después Chanel presentó a Karl Lagerfeld como director artístico responsable de la colección de alta costura. En 1984, tras rescindir su contrato con Chloé, pasó a diseñar también la colección de prêt-à-porter, que existía, con pena y sin gloria, desde apenas 1977.
Si bien aquella primera colección fue recibida con opiniones divergentes, en particular pero no sólo de ciertos círculos franceses que equipararon a un atentado la accesión de un alemán a la cabeza de un bastión del gusto y del patrimonio galos, en pocas temporadas Karl desplegó una provisión de innovaciones, audacias e irreverencias, que cautivaron a un público nuevo y treintañero, y agitaron hasta altísimos niveles de zumbido el avispero de la prensa y del boca en boca mundano. Chanel volvía a existir, a conjugarse en tiempo presente, a encarnar esa frivolidad inteligente por la que Karl militó toda su vida y a suscitar los ocasionales escandaletes sin los que el aura de la moda perdería mucho de su brillo.
La llegada de Karl a Chanel fue relevante por varias otras razones, más allá de su transformación personal, gradual e irreversible en una rara suerte de superstar. La alianza sirvió de prototipo de funcionamiento a grandes marcas europeas, aún vigente hoy, 35 años más tarde. Bastó tener un nombre reconocido, una cierta reputación y un pasado próspero para que se intentara reproducir la resurrección exitosa lograda por Karl y la dirigencia de Chanel. No hizo falta que las marcas candidatas al boom hubieran alcanzado un estatus legendario ni que la figura original hubiera sido tan célebre y significativa como Mademoiselle Chanel. Ni tampoco que la casa se hubiera dedicado a la creación de prendas de vestir.
Prada, por ejemplo, una de las tantas compañías que llegó a la cima siguiendo fielmente el modelo establecido por la casa de la rue Cambon, sólo se había destacado, hasta los 90, en el área de la gran marroquinería de lujo. El mismo principio imitan hasta este día las corporaciones que dominan el mercado, cuyas escuderías reúnen logos acreditados: Christian Dior, Givenchy, Pucci, Fendi, Céline, Kenzo, Loewe y Louis Vuitton, por aquí, Gucci, Saint Laurent, Bottega Veneta, Balenciaga y Alexander Mc Queen por el lado de Kering. Súmeseles Balmain, Lanvin, Schiaparelli, Burberry, y las que se te ocurran.
Todas esperan lo imposible: talentos ya probados pero frescos, plausibles de dar el gran golpe desde el primer passage del primer desfile. Pero impelidos por el frenesí impiadoso del consumismo, la dictadura del siempre más y más rápido, los dejan ir, al cabo de un tiempo, tal como sucede en el mercado de pases del fútbol. Mientras tanto,Karl, imperturbable y vertiginoso a la vez, siguió en su sitio chez Chanel, recomponiendo como un rompecabezas de múltiples posibilidades los códigos visuales de la casa, a los que adjuntó los suyos, mientras se reinventaba como fotógrafo, editor de libros en conjunción con Steidl y director de una librería, ambos emprendimientos bajo la sigla 7L, y finalmente como realizador de videos publicitarios y narrativos.
Aunque su creatividad excedía los límites de la moda misma, toda su incesante actividad giraba en torno a ella. "No tengo nada en contra de la moda –me dijo en una charla–. Hay gente en este oficio que se considera muy por encima de él. No es mi caso. Estoy muy bien aquí donde me encuentro. Elegí esta vida, adoro la moda." Y agregó: "Definitivamente, no soy un artista frustrado", en alusión a las pretensiones culturales de un número considerable de gente de la moda. Cuando nuestras charlas, que se dispersaban en todas direcciones, se transformaban en entrevistas destinadas a alguna revista y enfocadas en la moda, Karl, sin dar nombres, fustigaba las cursilerías de sus pares: de un colega que insistía en que se tuviera en cuenta su título de arquitecto ironizaba: "Menos mal que se dedicó a los trapos, porque de otro modo sus casas se vendrían abajo".
Hoy sigue habiendo blancos para todos y cada uno de los dardos afilados que lanzaba Karl. Lo exasperaba lo que llamaba "la obsesión de la creatividad", cuyo resultado inevitable eran malas ideas llevadas a cabo de manera aún peor, y también "la obsesión de la cosa poética", de cierta gente de escasa inventiva que sólo llegaba a producir "vestidos sin coherencia alguna". Consideraba que mucha de la moda del nuevo milenio se vería mejor y tendría mucho mayor sentido en los desfiles del Orgullo Gay que en las pasarelas de la alta costura. No se indignaba, sin embargo, como sí lo hacía su querido amigo y colega, Valentino Garavani. Lo juzgaba aburrido, que era su calificativo más descalificatorio, empleado en inglés: boring. Muy especialmente boring le resultaba la apropiación pura y simple de prendas de época, copiadas al milímetro y ofrecidas en versiones flamantes como novedad absoluta, "envueltas en discursos pseudo-intelectuales", a un público ignorante, que las proclamaba geniales –y, lo que es peor, se las ponía, pagándolas una fortuna. Explicaba que así se había llegado a un punto en el que en los talleres de costura, las premières, las jefas, ya no sabían innovar con los cortes. Su conclusión era lapidaria, y terrible porque cierta: "Saben rehacer pero no saben hacer".
Karl sí sabía hacer, aunque no cosiera ni cortara ni se ocupara de mordería, y su único modo de intervención en el proceso que va del esbozo inicial a la prenda sobre el cuerpo fuera el dibujo. Con trazos rápidos y un minucioso cuidado del detalle dibujaba para las premières d'atelier hasta la más mínima de sus sugestiones, correcciones o modificaciones. Era tan veloz y diestro con el lápiz como con la lengua.
Su aprendizaje tuvo lugar en París, la ciudad de la que nunca se desprendería, a la que llegó no aún mayor de edad, a si se cree su versión de su fecha de nacimiento, a comienzos de los 50, solo por decisión personal y bien decidido a dedicarse a la moda. Fue asistente de Pierre Balmain, una de las máximas figuras del momento, que pronto le resultó boring, y luego diseñador por tres años de las dos colecciones anuales de 60 modelos cada una de la casa Jean Patou. Allí según contaba en su última entrevista en Paris Match, en 2018, aprendió todo, con las premières d'ateleir y una cierta Alphonsine, septuagenaria, que había comenzado en la moda antes de 1900.
Mejor escuela no podía haber tenido, él que dejó su secundario incompleto por amor de la moda. Ni mejor alumno podía haber habido. Quien se tome el trabajo, placentero, de revisar en las redes los desfiles de las colecciones y los archivos fotográficos de su carrera, descubrirá que, provisto de un saber de enciclopedista y de una memoria prodigiosa, no cesó de referirse, en particular chez Chanel, a todas las épocas de la historia de la moda moderna, a través de una multitud de alusiones y de reinterpretaciones. Me decía que las imágenes del almacén de su memoria, ese registro que todos tenemos, se habían vuelto inconscientes y surgían de manera espontánea. "Es así que se crea un estilo. No hay nada que no tenga raíces".
Karl Lagerfeld llevó y vistió una vida de lujos. Decía que su tarea consistía en vestir todas las circunstancias cotidianas de un cierto modo de vida que definía como "una realidad idealizada". Hombre de cultura con un aprecio franco por lo popular –atraído, según entendí con el tiempo, por la sensualidad que allí develaba– se movía sin incomodidades entre lo alto y lo bajo, la sobriedad placentera de la elegancia y la exuberancia irresistible del glamour, valor plebeyo. Recordaba que para Spinoza, toda elección es un rechazo, por lo que su estilo propio, decía, estaba tanto en lo que hacía como en lo que evitaba. Y lo que evitaba era el gusto medio, la horrible vía mediana, las equidistancias, lo que en Alemania llaman el mittelgenre, y que resumía en una imagen: el trajecito pseudo-clásico de buena calidad. Los estilos válidos estaban en los extremos. Decía también que en el medio no había nada de estimulante, de avanzado.
Otro de sus leitmotiv era: si todo el mundo hiciera todo con respeto, no llegaríamos a nada. Las mujeres a las que pensaba cuando dibujaba eran mujeres que no se sometían a modelos establecidos, que no llevaban looks sino que los rompían, mujeres en movimiento, según las definía.
Presentaba, antes de que tuviera lugar, su colaboración con H&M, una colección cápsula de prendas para hombre y mujer, como una concreción de sus convicciones. Llegado el 12 de noviembre de 2004, la totalidad de las prendas se vendió en cuestión de minutos. Con este acto, además de probablemente sentirse reivindicado, accedió a un nivel de popularidad que uno sentía, al tocar el tema, que aunque lo divirtiera, de algún modo lo inquietaba, ya que estaba fuera de su control.
El legado de Karl servirá de punto de referencia en la moda mientras perdure el deseo de lujos que podemos sospechar que será eterno. A menos que en el mundo que viene, los deseos de las mujeres en movimiento vayan en otras direcciones.
Sospecho que Karl, siempre alerta, previó también esta circunstancia. No es por cierto un azar que lo suceda una mujer, Virginie Viard, su más estrecha colaboradora por más de 30 años, la directora del estudio, que él consideraba géniale y fantastique y que apreciaba por, justamente, su independencia.
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