La mitología que nos libra de culpas
Daniel Norris tiene veintidós años y juega al béisbol para los Blue Jays de Toronto en la Major League de Estados Unidos. Cuando firmó su contrato, hace cuatro años, recibió un bono extra de dos millones de dólares, cifra acorde a su categoría de estrella en ascenso de uno de los deportes más populares de su país. Pero a pesar de su estatus, Norris compró una minivan VolksWagen Westfalia, la reacondicionó para hacerla habitable y les pidió a sus contadores que una vez por mes le depositen ochocientos dólares en su cuenta bancaria. Dice que con eso le alcanza para vivir. No tiene residencia fija y sólo duerme en habitaciones cuando su equipo juega de visitante. Cuando no entrena, se dedica a leer o a surfear en alguna playa en la que estaciona su pequeño y motorizado hogar.
La decisión de Norris es radical y hasta caprichosa, sí. Y fácil de tomar, si tenemos en cuenta que su abultado sueldo lo sigue esperando para cuando se disponga a retirarlo.
Pero encuentra sentido si, por un momento, pensamos en que vivimos en una época en la que todo, absolutamente todo lo que se pueda comprar, se plantea por el mercado como una necesidad urgente para nuestras vidas. Desde un teléfono celular hasta un juguete basado en una película, todo tiene una mitología inventada que libera de culpa nuestro gasto. Nos parece lógico ver filas interminables en los locales de Apple cada vez que se lanza un nuevo producto. ¡Cómo no me lo voy a comprar si es levemente más sofisticado!
¿Satisfacción plena?
Si la obsolescencia programada se pensó como una manera de obligarnos a reemplazar periódicamente nuestras adquisiciones para uso cotidiano, hoy las marcas parecen no estar dispuestas a esperar que los productos cumplan su ciclo de vida útil: si usted entra en su juego, siempre será convencido de que "necesita" algo más para alcanzar la satisfacción plena. Aunque lo que ya tenga funcione perfectamente.
Mea culpa: durante muchos años yo mismo sentí la necesidad de traer a mi casa ese disco de vinilo reeditado, esa remera graciosa inconseguible en la Argentina o ese libro de Taschen que nunca nadie se interesó en abrir desde que lo apoyé en la mesita ratona de mi living. Hasta que un día descubrí dos palabras mágicas que, quizá, puedan ser útiles para los lectores antes de que corran a comprarse las zapatillas que estuvieron de moda en los años ochenta "porque siempre les tuvieron ganas": ¿Para qué? Esa pregunta tan simple es capaz de desactivar los más sofisticados mecanismos de venta ideados por los cerebros del marketing, responsables de que a fin de mes ustedes sientan que se pasaron con la tarjeta de crédito.
¿Cuánto necesitamos realmente? No tengo la respuesta. Sé que hay objetos que forman parte de la historia personal y hasta definen nuestra identidad. Una camiseta de fútbol, el primer disco, una colección de revistas -mis Mad son sagradas-, una pipa de mi padre o un libro inolvidable.
Puedo reconstruir mi vida con sólo mirar mi biblioteca y abrir las cajas donde guardo mis tesoros. Pero sé que todas esas cosas mantuvieron su importancia con el tiempo y nunca corrieron peligro de ser reemplazadas, porque ninguna fue producto de una pasión efímera.
Los invito entonces a imaginar su línea de tiempo a partir de aquellos objetos que formaron parte de sus vidas y que aún conservan. Los esenciales. Se van a entretener, lo prometo. Y además, no harán ninguna compra absurda al menos durante el rato que les tome pensarlo.