La misteriosa obra de Boltanski en una playa inhóspita de la Patagonia
El artista francés indaga en el origen del mundo
Infinitas historias viven, domesticadas o chúcaras, dentro de un solo relato que admite, según el relator, infinitas derivaciones. De ese modo una biografía son miles a la vez en espera de ser descubiertas; de ese modo una anécdota vive en tensión, a punto de derrapar y convertirse en otra, y ésa, a su vez, en una más, hasta llegar por puro entusiasmo a foja cero: el origen del mundo.
Pigafetta, cronista de la expedición que capitaneó Magallanes entre 1519 y 1521 y uno de sus 18 sobrevivientes, asegura que su admirado portugués bautizó Patagones al área que surcó y maldijo antes de franquear con cinco embarcaciones el estrecho que confirmaría la redondez de la tierra. Así quedó sentenciado el nombre de lo primeramente visto por un europeo cuando un tehuelche patón saludó a la flota con un baile desde la orilla. Lo narra Zweig en Magallanes, insoslayable libro de intriga, suspenso y acción, precursor quizás de Game of Thrones.
No queda claro si el impulso designativo patón-patagón-Patagonia abreva en el pie grande de un aborigen o en la lectura de Primaleón, una novela española de caballerías, pero Patagonia, como cientos de otras faunas y floras de la región, ya forjó su identidad. Esa identidad, en la franja oriental, brota de lo suntuoso y desagua en lo austero a través de un léxico y una iconografía propios que se define con avutardas, cormoranes, gaviotas, martinetas o biguás; maras, choiques, ovejas, piches o border collies; ballenas, pingüinos, lobos, delfines u orcas; róbalos, langostinos, lapas o vieiras; molles, calafates, salicornias, caléndulas o aguaribayes; cabos, puntas, caletas, islotes o bahías.
Bahías. La palabra oficia de cortejo para que hable de Bahía Bustamante, donde recién piso, a 1674 kilómetros de Buenos Aires, casi equidistante de Trelew y Comodoro Rivadavia, y sin señal de teléfono celular. Hablo de lo que veo, de lo que vi, de lo que veré, de lo que querré ver. Un trecho de estepa patagónica en travelling desde un gasoducto de la ruta 3 hasta la costa, perfecta concavidad color zafiro con playas de piedras negras o de arenas blancas.
Ahí, frente al mar, lo que supo ser el único pueblo alguero del mundo, forjado por el andaluz Lorenzo Soriano, de cuyo tesón visionario se contagió Matías, su nieto, que sigue los salvajes caminos de la lana –las ovejas son, junto al petróleo y la soledad, marca registrada de la zona– e inauguró hace unos años los de la hotelería. Es su hermano quien lidia con nori, undaria, porphyra, macrocystis o ulva, algunas de las variedades de algas que aún producen allí, en distintas tandas de zafras, para la industria alimentaria, médica y cosmética.
Don Lorenzo –así le dice Zunilda, hoy cocinera, antaño lavandera y ama de llaves, guardiana de la memoria de un paraje tan fascinante como agreste donde se casó, enviudó, crio a sus cuatro hijos y volvió a casarse– conquistó esta zona a principios del 50 por culpa de Perón (una culpa similar hizo que Libertad Lamarque conquistase América latina, pero esa es otra historia). Las importaciones estaban cerradas, entonces debía encontrar un sustituto para la goma arábiga, elemental en la producción de Malvik, el fijador de pelo que comercializaba. Ese es el germen de lo que en las dos décadas posteriores se convertiría en un suceso impensable: las algas, esas peculiares lechugas marítimas; y más precisamente la gracilaria, de la que se extrae el agar-agar, un gelificante muy propagado en Asia.
Recapitulando: en una bahía que olía a podrido anidaron unas 500 personas y el pueblo, que pasó a llamarse Bahía Bustamante en honor a uno de los capitanes de la Expedición Malaspina, tuvo panadería, iglesia, escuela, proveeduría, cementerio, correo, salita de primeros auxilios, comisaría, pabellón para solteros, quinta y hasta un sereno portugués que de noche veía extraterrestres y registraba las visiones en su cuaderno. En los 90 todo se vino abajo y hace no mucho la aldea lucía rulfiana, pero Matías y Astrid, su mujer, restauraron un puñado de casas fantasmales, montaron una cocina y ahora funciona allí un hotel que es muchísimo más que eso.
Hablo con lujo de detalles y tardo en escribir sobre lo que debo escribir porque el periplo que me trajo hasta acá está en el alma y en las convicciones de la persona a la que voy a referirme. Christian Boltanski, de segundo nombre Liberté. Artista nacido en París pocos días después de la liberación francesa, septiembre de 1944, de madre corsa cristiana y de padre ucraniano judío, y criado en torno a los relatos traumáticos de los sobrevivientes de la Shoah. Un tipo que viene haciendo obras site-specific de dimensión monumental en territorios inhóspitos –muchas inetiquetables, muchas incomprables–, lejos de los museos y del público, y que luego se acercan mediante videos a los museos y al público (a veces, ni tanto). Eso pasó con Animitas, una instalación de campanitas en el desierto de Atacama; eso pasó con los Archivos del corazón, más de 100.000 latidos humanos que se conservan en una isla japonesa; y eso es lo que va a pasar acá con Misterios. Acá, en la Caleta Malaspina, y acá en el texto, dentro de unas líneas, paciencia.
Antes de que aparezca Boltanski en escena es un lunes temprano, es un cielo traslúcido, es un frío árido, es un viento arisco, es un horizonte perpetuo. Como zíngaros en procesión salidos de una película de Kusturica avanzamos en dos camionetas hacia la playa de conchillas y rocas porfiritas que el francés eligió hace un año para situar su creación. Viajan amarradas en un carro tres cornamusas de hierro de 200 kilos cada una. Esto me lo precisa en vivo Dante Martínez Tisi, el ingeniero argentino especialista en metales customizados que las construyó a pedido y que trabajó para artistas como Anish Kapoor, Julio Le Parc o Pedro Cabrita Reis.
Una manada de altivos guanacos, una mara asustadiza en su trote canguro o una bandada de choiques burlescos son postales de una y otra vez, onda safari africano. Allá, las Tetas de Pinedo, dos cerritos que conmemoran los pechos de un navegante rioplatense de aspecto retaco y gordinflón; allá, un bosque petrificado de épocas tropicales, hace 50 millones de años, cuando la Cordillera no existía; allá, dos o tres círculos de piedras sobre la paja brava anuncian que hubo chenques, enterratorios indígenas precolombinos… Frente a nosotros, hola qué tal, el arrorró del mar.
Estamos a una hora de Bustamante, casi Cabo Aristizábal, el punto más austral de la cartografía de BienalSur, flamante plataforma de arte contemporáneo vertebrada en la Universidad Nacional Tres de Febrero y dirigida por Aníbal Jozami, rector de la institución. Concebida de manera horizontal, en diálogo con artistas, curadores, coleccionistas, gestores y críticos, la primera edición de la original iniciativa sucede simultáneamente en 36 ciudades de 16 países y ofrece 84 sedes de exhibición para 100 muestras interconectadas que apuntan a integrar la región en una cruzada sin antecedentes, eliminando distancias, fronteras y prejuicios. Así lo resume Diana Wechsler, la directora artístico-académica del proyecto multipolar.
Después de una travesía larguísima y de una faena peliaguda, las bestiales trompetas dormidas tocan suelo patagónico, a unos metros del acojonante esqueleto de una ballena minke que varó ahí hace un tiempo y fue un bocado para 500 petreles. En lontananza asoman tres islotes difusos, muchedumbre de alas peinando las olas y y un par de ballenas francas jugueteando en el agua que vienen a ser sinónimo, cómo no, de buen augurio.
Del primer almuerzo que compartimos con Boltanski –exquisitez: croquetas de algas y estofado de chulengo– registro esta declaración: “Con mis obras quiero crear mitologías, me gustaría que el día de mañana se diga que hubo un francés que quiso hablar con las ballenas”. Le pregunto qué les preguntaría: “sin dudas, algo sobre el origen del mundo”, contesta, y estallan en luz sus inquietos ojos, sus cristalinos ojos debajo del sombrero marrón. Es un hombre pequeño, afable, de andar pausado, cara lánguida y tristona y sabia con la geometría del Tío Lucas, risa en labios como una raja y ese tan parisino modo de hablar casi para sí, en el veloz murmullo de un murmullo veloz, desordenando algún que otro recuerdo para torcer el destino, los destinos.
Camino a ver su rocambolesca idea vuelta real, dice que todas las culturas aborígenes le otorgan a la ballena un valor primordial, que le encanta que la instalación sea un misterio para quienes la vean, que le agrada plantar y donar algo así en un espacio tan inaccesible, que los mitos siguen vivos y se transforman y se retransmiten transformados, que el 80% de sus obras se destruyen y se vuelven a hacer como si fueran partituras, que le vendió su alma a un jugador profesional de Tasmania y que apostó a que moriría en agosto de este año y que le ganó la apuesta. Que está muy feliz. Cada tanto pela su iPad y saca una foto. Cada tanto indaga sobre los galeses que desembarcaron por estas riberas en el siglo 19.
Y yo pienso que todo esto que dice ya lo dijo y ahora lo vuelve a decir, pero con sutiles reformas. Ya platicó de su interés por la muerte, por el olvido, por la identidad, por el sexo: “los temas de siempre”, aclara. Llegando a la playa –hay algo de Herzog en este fracasar con éxito, en esta conquista de lo inútil– me cuenta que esos artefactos que se parecen a cohetes mecidos coreográficamente por el viento le resultan siniestros y que no le incumbe que se vean bellos o estéticos: no fueron pensados como esculturas. Los agarra de la cola, los empuja, los palmea, los escruta de lejos, los invoca: “¡ballenas, vine desde la otra punta del mundo para que me digan todo lo que saben!”.
Se hacen presentes, en sordina, los extraños ululares de las cornamusas que absorben el viento y bailan con la programada lentitud de las carpas japonesas en un estanque, mera filosofía contemplativa. Ahí están el artificio y la ficción filmados por múltiples cámaras para el goce de los espectadores que vayan al Museo Nacional de Bellas Artes y entren en la cadencia de esta danza milenaria, en el código de la leyenda, en algo que trasciende el arte y sublima los porfiados límites de la consciencia.
A la noche brindamos sobriamente por su cumpleaños 73. Más tarde, whisky en mano y custodiando la crepitante salamandra, Boltanski se corre con sigilo del personaje y hace lo que mejor sabe, contar historias. “No creo en la transmisión a través del objeto sino mediante un conocimiento. Existe una linda anécdota ligada al Talmud. Había un hombre que conocía un lugar en el bosque, sabía prender un fuego y sabía hablar, entonces se comunicaba con Dios. Su descendiente conoce el lugar en el bosque y sabe prender un fuego, pero olvidó las palabras y aun así puede hablar con Dios. Su sucesor conoce el lugar y aunque olvidó cómo prender un fuego y cómo hablar, de todas formas se comunica con Dios. Pasan décadas y aparece un hombre que no sabe nada: sin embargo, conocer esa historia le basta para hablar con Dios. Eso resume lo que pienso. Poco importa que el público venga a la Patagonia, lo relevante es que sepan lo que hice acá y puedan transmitir mi historia para que se mantenga viva y se modifique”. Las estrellas abren un cortejo y la luna llena infla su vela dibujando en el agua de la bahía un sendero luminoso que se interpreta como una invitación que ignoramos.
Por donde salió la luna sale el sol, que se eleva en plegaria sobre el desierto líquido, al decir de Zweig. Boltanski trabaja las tostadas como si fuera un ave, un poco de pan acá, otro poco de pan allá, la manteca desperdigada: sin programa, digamos, y sorbitos de café cada dos por tres. Alucinó con En Patagonia, la soberbia crónica del inglés Bruce Chatwin. Se calienta los huesos con la estufa Miami, regada a kerosene, mientras hablamos de psicoanálisis: hace 20 años le recomendaron ir a ver a un psicólogo porque andaba “mal de la cabeza” y lo que hizo fue describirle sus tareas sin precisar que era artista. “Tengo miles de fotos de suizos muertos”, decía, o “en casa hay un montón de vestidos de mujeres en el suelo”. Tuvo dos sesiones y ahora se interroga, como un niño travieso, qué habrá pensado de él aquel tipo.
Trajinamos en zigzag por las callecitas pedregosas de Bustamante, que llevan nombres de algas. Frente a la iglesia de talante brutalista me cuenta que le gusta mucho lo que experimenta cuando, a pesar de no ser creyente, entra en un espacio así, huele el perfume, escucha los rezos, mira las imágenes y al cabo de unos minutos vuelve a la normalidad sintiendo que participó de un ritual secreto. “Quizá eso sea la religión: gente unida con fe ciega en algunas convenciones que se repiten desde hace siglos”, ensaya. Y sigue, andando como regido por una fuerza de gravedad que parece robada, sus botas de cuero rozando la tierra: “A mi edad pienso a menudo cuál será mi última obra, entonces construyo de algún modo mi leyenda. En ella, intentar comunicarme con las ballenas no está nada mal. Es un cuestionamiento sobre el antes y el después. Suena irrisorio, falso y entre comillas poético”.
Visitamos un galpón colmado de algas prensadas en bolsones gigantes, prontos a partir al puerto de Rawson, y le refiero en resumidas cuentas la biografía de Don Lorenzo. Él, que se interesa atávicamente en los inmigrantes y en los mestizajes, en el azar y en los desplazamientos, dice que siempre le atrajeron las historias. “Me hubiera gustado ser un monje zen que recita historias sin dar respuestas. Cuando hago una muestra aspiro a que sea como al volver tarde a casa y no hay casi nada qué comer: con restos de pan, queso y a lo mejor un huevo inventamos un plato. Fabrico cosas con lo que tengo a mano, de modo que mis exposiciones, aunque a veces modifique algo de una obra anterior, son nuevas. Busco un lugar fuera del mundo, un lugar de reflexión que genere preguntas. Me gusta crear emociones visuales: yo no uso palabras.”
Dice que no podría vivir en un paisaje así, que necesita ruido y gente alrededor, y rescato ¿del olvido? esta aproximación a un intríngulis que no admite réplicas: “El arte pasa por buscar entender. Hay varias maneras de lograrlo. Digamos que hay puertas cerradas y cada cual busca una llave para abrirlas. Para mí no existe la llave, pero lo que importa es la búsqueda. Da igual quién, todos buscamos. La diferencia es que el artista, como el chamán, busca y comunica”.
“De lo particular a lo universal”, acoto, y él: “Exacto. Alguien habla del aroma del café de su padre y eso se convierte en un olor reconocible para todo el mundo. Por eso me fascina Proust. Misterios es un cuestionamiento sobre la muerte, sumado a la carcasa de la ballena y a un llamado que nadie responde frente a ese mar derecho e inmóvil como el fin de los tiempos… Suena ridículo, pero puedo tocar a la gente de forma bastante sencilla. Hay artistas mucho mejores que yo, pero que sólo entienden los especialistas. En mi caso, como propongo relatos, donde sea que vaya hay personas a la que les gusta lo que hago. Además estoy viejo y tengo la suerte de no necesitar dinero ni celebridad: eso me permite hacer lo que me da la gana”.
Esta historia de poesía y fracaso, de muerte e identidad, de Patagonia y prosapia se cierra, para volver a abrirse, con una historia que podía ser tantas otras y que explica buena parte de los misterios inexplicables. Inteligentes, los padres de Boltanski se dieron cuenta de que las cosas en Francia terminarían mal y antes de que estallara la guerra tuvieron la lucidez de divorciarse legalmente. Un día fingieron una pelea y pegaron un portazo. La madre fue a decirle a la portera que su marido la había abandonado, cuando en realidad lo escondió en un nicho minúsculo debajo de la mesa del comedor. Estuvo ahí durante más de un año y a la noche salía unos minutos a tomar aire. Yo mismo, Esteban, escribo este relato y no sé hasta qué punto no lo estoy reinventando.
Boltanski: “Mi madre me dio a luz en mi casa. Nací unos días después de la Liberación de París, pero aún se escuchaban algunos tiros. La primera salida de mi padre fue para anotarme en la municipalidad. Le pidieron los papeles de mi madre, que él no tenía, y me inscribieron como hijo suyo y de una desconocida. Al año, ellos se casaron por segunda vez. Yo estuve ahí. Es muy raro. Se trata de historias reales, pero en cierta medida míticas”. Miro el horizonte justo antes del atardecer y es como si el cielo se fuera sonrojando con la venida de la noche. Hubo una vez en Patagonia un hombre que quería hablarles a las ballenas y preguntarles acerca del origen del mundo…
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