La máxima mortadela
Cualquier partida desde Buenos Aires tiene como paso casi obligado una visita al free shop, frase inapropiada si las hay, ya que la versión inglesa soslaya la falacia de algo libre, en el sentido de "gratis".
Esas tiendas ofrecen una panoplia de productos extranjeros a buen precio, y en ellos se concentran los gastos del viajero. Allí se desembolsan dineros presupuestados para viajes o los sobrantes de moneda fuerte que se acarrean al regresar. Pero son los productos importados –vodka, whisky, chocolates ingleses y suizos, perfumes diversos, etcétera– los que de ida y vuelta atraen más la atención. Claro que también existe un estante medio perdido destinado a los vinos argentinos y la inevitable pila de alfajores, producto que se lleva al resto del mundo como si fuera nuestra más preciada artesanía.
No es suficiente. Deberíamos tener como norma, en nuestros puertos de salida y entrada, un variado y numeroso despliegue de productos nacionales en exhibición. Sucede en otras terminales del mundo, y es obvio preguntarse: ¿por qué no aquí?
Una pequeña introducción a los dulces patagónicos resulta insuficiente. Necesitamos largos estantes que presenten una amplia gama de mermeladas y jaleas nativas de Bariloche y aledaños, patés caseros de productores locales que han montado sólidas industrias, y muchos más de esos vinos que llaman "boutique", de producción limitada. Todo eso es lo que han conocido los visitantes extranjeros a estas tierras y anhelan llevarse una muestra del placer hallado. ¿Por qué no habríamos de venderles salamines de Chajarí, Entre Ríos, o un buen jamón crudo manufacturado en Buenos Aires?
Aunque, claro, se argumentará que el producto puede ser confiscado en destino. No es siempre así. Además, es deber del gobierno lograr acuerdos que permitan el ingreso de productos debidamente controlados. En Ezeiza se autoriza la entrada de muestras correctamente envasadas al vacío con el sello de control de la Comunidad Europea. Deberíamos lograr que muchos más de esos cortes de carne o fiambres ofrecidos como perlas sean productos nacionales reconocidos en el mundo.
Es hora también de ampliar la variedad de artesanías ofrecidas, fabricadas por artistas y artesanos locales. El aliento y el estímulo de un mercado internacional podría ayudar a superar las aburridas repeticiones que se observan en las ferias los fines de semana, si bien son, sin duda, materiales realizados a base de ingenio y creatividad.
Por ahora sólo se expone en el free shop un limitado número de imitaciones de artesanías indígenas a precios completamente inflados.
El Teatro Colón, por ejemplo, conocido en todo el mundo por su prestigio y experiencia, debería tener una línea de souvenirs. Sería imprescindible que nuestros museos, desde el de Historia Natural, de La Plata, hasta el Museo del Puerto, de Ingeniero White, ofrecieran recuerdos, los que serían bien valorados por sus visitantes. No se ve suficiente oferta para nuestro creciente mercado turístico.
Nuestros productos ayudarían a hacer y afianzar esa tan ansiada "marca país", quizá mejor que los rebuscados logos fabricados en comisión. Deberíamos lograr que se nos conociera por la amplitud de habilidades y de productos. Tendríamos que aprender a convencer al mundo de que una buena mortadela argentina es el gusto máximo de moda.
* El autor es escritor y periodista