El soldado Renato Ruiz tenía 19 años cuando un cronista de ATC le hizo una entrevista en el Hospital Militar de Campo de Mayo; una joven mendocina lo vio en la televisión y le escribió... ese fue el puntapié de una gran historia de amor que lleva cuatro décadas
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Como si fuera una pantalla gigante donde podía ver el horror en su máxima expresión. Así recuerda Renato Ruiz cada uno de los 58 días que pasó en Malvinas. Aunque transcurrieron 41 años, sus descripciones sorprenden por lo precisas: fechas, aromas y sentimientos quedaron como un sello imborrable en su memoria y los evoca como si hubiesen sucedido ayer.
Fueron los dos meses más largos y dolorosos de su vida. Sin embargo, no se percibe ni un ápice de rencor en sus palabras. “Lo que pasó no se puede remediar”, repite hoy, en diálogo con LA NACION, este padre y abuelo de 61 años nacido en Ituzaingó, criado en Castelar y mendocino por adopción desde 1989.
Paradojas de la vida, la guerra le dejó el peor recuerdo que puede padecer un ser humano y, al mismo tiempo, también le dio todo lo que hoy tiene. Por un lado, el miedo latente, el hambre, la punzada en el pecho cada vez que una bomba estallaba cerca y, finalmente, un triste desenlace cuando, cerca de su trinchera, pisó una mina antipersonal —un tipo de mina terrestre diseñada para matar o incapacitar a sus víctimas— que explotó y mutiló su pierna derecha de la rodilla hacia abajo.
Una carta que recibió el 6 de julio de 1982, cuando la guerra había terminado y él había sido derivado al Hospital Militar de Campo de Mayo, fue el principio de otra etapa que no imaginaba.
Desde su cama, leyó en el remitente: “Bibiana Elizabeth Policelli” y la abrió impaciente. La chica tenía 18 años, era de Godoy Cruz, Mendoza, y le agradecía con palabras profundas y cariñosas el haber defendido a la Patria.
“Muchísimos periodistas estaban agolpados en el hospital para poder entrevistar a los soldados heridos. De repente me encontré con Enrique Alejandro Mancini, de la Televisión Pública, haciéndome un reportaje en la cama. Le contaba que soy alérgico a la penicilina y que había perdido parte de una pierna. Fue amable y respetuoso. Esa misma noche, aquella nota se replicó en los canales 7 y 9 de Mendoza. Bibiana lo vio y anotó mi nombre con la idea de hacerme llegar una carta”, repasa Renato.
Con una caligrafía impecable y profundamente conmovida, la joven le manifestó su admiración a ese soldado de 19 años, delgado y de mirada triste que había iniciado el servicio militar en el Regimiento 3 de La Tablada sin tener la menor idea de que terminaría en una catástrofe.
Aquella no era la única carta que recibió. Como no podía moverse -su pierna izquierda también estaba herida-, Renato se dedicó a responder pacientemente todas y cada una. En el hospital, recuerda, un personal civil pasaba todos los días por las habitaciones, dejaba sobres, estampillas, papel y lapiceras que luego retiraba y llevaba al correo.
“No sabía quién era esa chica, pero todavía recuerdo la hermosa sensación que sentí al leer esas líneas. Le respondí de inmediato y empezamos una amistad. La conexión fue instantánea, aunque yo seguía en otro mundo. Las cartas iban y venían cada vez más seguido, empezamos a contarnos cosas, éramos muy parecidos. En una de ellas me llegó una foto suya: una mendocina hermosa de grandes ojos oscuros y sonrisa luminosa. Me gustó enseguida. Yo, en cambio, esperé a recuperar peso y a colocarme la prótesis para enviarle una imagen mía, si bien ya me había visto por televisión”, evoca.
-¿Qué pasó después?
-Aquella etapa en el hospital fue muy dura. Cuando mi papá fue a visitarme a Campo de Mayo, no nos conocimos. Habían pasado dos meses y éramos personas distintas. El había envejecido diez años y yo estaba pálido y demacrado. Por eso, estas cartas con Bibiana fueron sanadoras, alentadoras. Me sirvieron mucho para salir adelante. Poco después, ya de alta y en mi casa, comenzamos a llamarnos por teléfono público, esos teléfonos color naranja de ENTEL. La comunicación se hacía cada vez más frecuente y el tiempo iba pasando. Planeábamos, algún día, encontrarnos personalmente, porque incluso nuestras familias también se habían involucrado con nuestra historia de amistad.
-¿Cuándo fue el encuentro?
-Mi papá se había comprado un camión que había que asentar en la ruta. Entonces pensamos en viajar a Mendoza y, de paso, visitar a esta familia a la que considerábamos amiga. Así fue que un día emprendimos la marcha con mis padres y mi hermana. Tras un viaje larguísimo, el 17 de marzo de 1985, al llegar a su casa del barrio Trapiche, en Godoy Cruz, tocamos timbre y nos atendió una de sus hermanas con una sonrisa. El recibimiento fue increíble y no nos permitieron ir a un hotel. El matrimonio y sus cuatro hijas mujeres durmieron una semana en su habitación repleta de colchones y nosotros en el otro cuarto. La generosidad y la bondad que demostraron nos dejaron sorprendidos, fue algo que no tuvo precio y, aunque pasaron décadas, jamás nos olvidamos.
-¿Cuándo vio por primera vez a su esposa?
-La tarde en que llegamos ella estaba en misa, así que llegó un rato después. Lo primero que hicimos fue darnos un abrazo. Me encantó su rostro. Dos días después, caminando por la plaza, la tomé del hombro y me atreví a darle un beso con un miedo terrible a que me diera una cachetada. Le pregunté si me aceptaba tal cual era, si quería ser mi novia. Me dijo: “Te conocí así”. Allí empezó el noviazgo, que durante un año fue a la distancia. Ibamos y veníamos lo que más se podía. Nos comprometimos poco después y nos casamos en la iglesia San Vicente Ferrer, de Godoy Cruz, el 10 de octubre de 1986. Nuestra vida de casados se inició en Castelar y allí nacieron nuestras dos primeras hijas, Renata (36) y Analía (35). En cambio, Juan Manuel, de 28, llegó al mundo cuando ya nos habíamos mudado a Mendoza, donde hoy continuamos.
-¿Qué reflexión puede hacer después de tanto camino recorrido?
-Que tuve mucha suerte dentro del drama de una guerra. Muchos veteranos miran hacia atrás con bronca o resentimiento, pero yo creo que lo que sucedió no se puede remediar y no me quejo. Tengo una familia hermosa, soy un abuelo feliz y nunca nos faltó nada. Eso sí, en parte tuve que resignarme a no tener suerte con mis trabajos. Apenas nos mudamos a Mendoza ingresé a YPF y me despidieron cuatro años después, cuando fue privatizada. Mi mujer, ya jubilada, fue docente toda la vida, yo me encargué de los chicos y de la casa.
-¿Imaginó alguna vez este destino?
-Siempre digo que el destino lo escribió Dios, quien pone a las cosas en su lugar. Sufrí la mutilación de una pierna, pero lo puedo sobrellevar con una prótesis que cada dos años renuevo a través del Ejército Argentino. Creo que si tengo que mirar hacia atrás, la historia tuvo un final feliz.
El pasaporte a la guerra con el número 420
Renato había nacido el 13 de junio de 1962 y vivía en el seno de una típica familia de clase media de Castelar cuando fue sorteado con el número 420 para cumplir con el Servicio Militar Obligatorio. Le asignaron el parque automotor y se dedicó a manejar un camión Unimog 416 del Ejército. En parte, tal vez porque su papá era camionero, ese trabajo de trasladar víveres para soldados y suboficiales le gustaba.
En febrero de 1982 tomó una licencia, por las vacaciones. Se había comprometido a regresar al cuartel por unos días para completar la instrucción a la clase siguiente, “la 63″. Fue en aquella cuenta regresiva para volver a casa que lo sorprendió el histórico 2 de abril.
“Sentíamos una algarabía impresionante y no sabíamos qué había sucedido porque ni siquiera teníamos la radio cerca. Allí nos enteramos que habíamos recuperado las islas. De buenas a primeras nos ordenaron alistarnos para ir a Río Gallegos. Desde allí, el 11 de abril nos mandaron a Malvinas sentados contra las ventanillas del avión. Nos mirábamos entre todos sin poder creer que íbamos a la guerra. Solo llevábamos una chaqueta de gabardina”, rememora.
“La llegada fue terrible. Estaba oscuro, hacía frío. Nunca me voy a olvidar el suelo fangoso de las islas que se movía todo el tiempo. Desde ese día hasta el momento en que pisé la mina todo fue bombardeos. Sentía como si enfrente tuviese una pantalla gigante donde pasaban aviones ingleses arrojando bombas que nunca sabíamos dónde iban a caer”, repasa.
La noche anterior al episodio de su pierna, tres barcos del enemigo se situaron frente a la trinchera y desde allí los estruendos eran “matadores”.
“Más tarde llegaron los aviones argentinos y atacaron la flota. Luego desaparecieron y volvió la tranquilidad, al menos por unas horas. Lo único que pasaba por mi cabeza era si podría volver a ver a mis padres”, recuerda. Y agrega que, en un determinado momento, supo determinar cuándo un proyectil caería cerca: “Era cuando el ruido se cortaba”.
El accidente en su pierna se produjo el 9 de junio de 1982, cuando se dirigía con una bolsa de arpillera a cargar turba, una suerte de carbón esponjoso y de aspecto terroso que utilizaba para calentar la comida. Era su tarea cotidiana.
“Enfrente había un campo minado y el pasto estaba alto. Pisé la mina y fue una explosión ensordecedora, terrible. Cuando me desperté y vi que me faltaba el pie, todavía estaba aturdido. Sentía que el dolor me quemaba, me ardía. Llegó una camilla y me llevaron al hospital de Malvinas. Luego recuerdo abrir los ojos en un avión conectado a un sachet de sangre y otro de suero”, relata. Tras un paso por Comodoro Rivadavia, fue derivado a Campo de Mayo, el lugar más cercano a su domicilio.
Una voluntaria se acercó y le ofreció avisarle a su familia que se encontraba allí, pero en su casa no había teléfono. Renato le dio el número de un vecino y le pidió expresamente que no les contaran a sus padres, al menos esa noche, que había sido amputado.
“No iban a poder dormir. La voluntaria y el vecino cumplieron al pie de la letra y recién al día siguiente mi padre fue a verme. Tenía 10 años más encima”, concluye.
El resto es historia conocida: Renato se puso de pie sin rencores, rearmó su vida y formó una familia con aquella mendocina de hermosos ojos y sonrisa luminosa.
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