Velia Vidal se volvió la profesora más querida de un barrio popular de Quibdó y es autora de un sinfín de cuentos
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Cuando Velia Vidal se baja del taxi en un barrio popular de Quibdó, capital del departamento afro de Colombia, Chocó, una decena de niños y niñas saltan a abrazarla, a besarla, a reclamarle “por qué no había venido, seño Velia”.
Se emocionan de verla porque hace seis años Vidal, antes sola y ahora con un equipo de docentes, los visita para leerles cuentos. “Aprendí cómo respetar, aprendí a escribir, aprendí a leer y me ayudó mucho porque una vez que mi mamá se accidentó en una moto yo le pude ayudar”, dice Adrián Andrés, de 10 años, cuando le pregunto qué entendió de El mabo y la hiena, un cuento africano sobre un niño que debe cruzar una sabana en busca de agua para salvar a su madre.
“Es un niño que no es grosero, que se comporta muy bien y que ayudó a su mamá cuando estaba enferma”, añade, en una reflexión similar a la que hacen los otros niños que asedian a Vidal con abrazos colectivos en este barrio llamado Futuro II.
Acá el agua solo llega si cae del cielo: si no llueve en dos días, hay escasez. No hay acueducto ni alcantarillado. Las calles son de barro; las casas de madera. A la escuela se le cayó el techo. La luz se va casi todos los días. La policía hace presencia, en moto y con fusiles y chaleco antibalas, porque la zona es controlada por bandas armadas que, entre otras cosas, amenazan con reclutar a los niños.
“Acá prácticamente llegó primero la poesía que el Estado”, me dice Vidal, entre risas, mientras camina de una casa a otra para atender temas de financiación, adecuaciones espaciales y líos internos del barrio.
Ella conoce a estas familias hace al menos seis años; sabe que cada hogar es un embrollo. Aunque no es activista humanitaria, sino gestora cultural, escucha y plantea soluciones.
Hija de papás adolescentes y oriunda de la segunda región más pobre de Colombia, Vidal salió del barrio y se convirtió en una escritora de reconocimiento internacional. Los vecinos le preguntan “por el mundo”. Ahora quiere replicar su experiencia con estos niños que la amasan, la zarandean, le exigen.
“Yo supe que una casa puede tener closet a los 12 años”, señala. “A los 12 años me di cuenta de que las cortinas no tienen que ir en un palo de escoba, sino que existen cortineros”, agrega.
El 65% de la gente que vive en el Chocó es pobre. El 70% tiene sus necesidades básicas insatisfechas. La violencia que en otras regiones mermó acá empeoró. La corrupción entorpece los esfuerzos estatales.
En una de las zonas más lluviosas del mundo el agua escasea. La interacción vial, económica y política con el resto del país es limitada, históricamente relegada.
“La exclusión te hace ignorar detalles del desarrollo”, dice Vidal. “Entre más excluido estás, más pequeño es tu mundo. Y la literatura es precisamente una forma de expandir tu propio universo, de conocer las complejidades y las oportunidades que desconoces”.
Ese es el objetivo de Motete, la fundación con la que Vidal y su esposo, Rogelio Ortiz, le enseñaron a leer y a escribir a miles de niños y adultos en una región donde las tasas de analfabetismo y escolarización están entre las peores de Colombia.
De presentadora a promotora de la lectura
Velia Vidal nació hace 40 años en Bahía Solano, un municipio costero del Chocó. La juventud de sus padres, que querían estudiar, hizo que creciera con su abuela y sus tíos en Quibdó y luego en Cali, en el sureste.
Estudió Comunicaciones en la universidad pública de Medellín, la ciudad donde conoció al ingeniero Ortiz, un ordenado, curioso y esbelto santandereano (del oeste andino) con el que se casó.
Sus primeros empleos fueron en entidades gubernamentales de Medellín: presentaba noticias y eventos y escribía boletines de prensa y material pedagógico. Pero eso dejó de hacerle sentido. Se enfermó. Y, a los 32 años, se devolvió a la playa de Bahía Solano a pesar del comentario de algunos cercanos sobre un supuesto “fracaso” por volver a su tierra.
“Pero fue un fracaso extraordinario”, dice, porque se dedicó a leer y montó negocio con un saltarín, una cama elástica. Ahí nació su vínculo con los niños, así como ese apodo — Seño Velia — que hoy recorre los barrios y escuelas de Quibdó.
El saltarín y la literatura encontraron un punto en común. Cargada con lo que acá se conoce como “motete”, un canasto lleno de libros y mandarinas, Vidal se dedicó a recorrer los barrios populares de Quibdó todos los domingos para promover la literatura.
La acogida fue impresionante, sus enfermedades menguaron y los interesados en ayudarla comenzaron a llegar. Entre ellos estaba Virgilio Barco Isakson, un economista dedicado a buscar emprendimientos desfinanciados.
“Ella está transformando la vida de gente, le está abriendo la mente, en barrios de enorme exclusión social”, dice Barco. “Mucha de la producción cultural de Colombia está basada en patrones occidentales que repiten la exclusión y el racismo de la sociedad, y ella está logrando generar consciencia de identidad, de cultura, entre estos niños”, sostiene.
Tras la acogida de Barco, Motete recibió financiamiento de varias empresas y se convirtió en una de las fundaciones culturales más importantes del Pacífico colombiano.
“Corriendo a la biblioteca”
Motete emplea a 16 personas, entre ellos jóvenes profesores y psicólogos. Aunque tiene decenas de proyectos, hay dos que destacan: una feria de letras y escritura que convoca escritores, editores y lectores de todo el país (Flecho) y un programa para colegios y barrios que promueve la lectura (Selva de letras).
Motete gestiona, por ejemplo, la biblioteca del colegio público de Ciudadela Mía, un complejo de vivienda social para 1.500 familias, en su mayoría desplazadas por la violencia.
Cada alumno tiene una guía de lectura, una carpeta individual, diseñada por Vidal. Encuentran juegos, cuentos, poemas y, sobre todo, ejercicios de ortografía, vocabulario y redacción. Están decoradas con ilustraciones de, entre otras, una palma de chontaduro o una playa con arena oscura, representaciones de la vida cotidiana del Chocó que no se ven en los materiales curriculares de rigor.
“Los niños gritan cuando les toca biblioteca; se van corriendo”, dice una profesora. “Me piden permiso para ir a leer”, cuenta otra. “En vez de estar molestando por allá, van para la biblioteca”, comenta Héctor Asprilla, rector de la escuela.
Los profesores también reciben capacitaciones. Muchos no saben usar una computadora o una tablet. “Yo ya sé escribir en Word, ya sé guardar un archivo, ya sé pasar mis calificaciones al sistema y ya no tengo que pagarle a nadie para que me lo haga”, dice una de las profesoras, orgullosa.
De leer cuentos, a escribirlos
Cuando estaba en Bahía Solano y leyó la afamada novela de Chimamanda Ngozi Americanah, sobre una nigeriana que escribe de los afros en Estados Unidos, Velia desarrolló una preocupación que atraviesa la promoción de lectura, y ahora su literatura: la representación afro, entre ellos y desde fuera.
“Desde un principio mi búsqueda con los niños fue que empezaran a darle valor a su lugar, a su apariencia, a su cabello, a su entorno”, dice. Con sus libros, ensayos, cuentos, poemas y columnas la búsqueda es la misma, pero con una audiencia distinta: “Las preguntas que les hice a los niños ahora se las hago a profesores de Cambridge”, recuerda entre risas.
Aquellas sobre la estética y los estereotipos afro, sobre la distancia entre lo exótico y lo hermoso, sobre las facetas nuevas y ocultas del colonialismo, sobre lo que es realmente el analfabetismo en el Chocó, donde una rica oralidad expresada en cantos y poemas y rezos da sentido a la vida y a la muerte hace siglos.
Mucho de eso lo trabaja ahora con el Museo y la Librería británicos, que tienen puñados de material chocoano recogido por investigadores británicos.
“Leí Aguas de estuario (su primer libro) como se lee la poesía”, comenta Tomás González, un reconocido escritor colombiano obsesionado con el Pacífico.
“Esa forma del todo sincera de expresarse, sin trabas intelectuales y sin aparente esfuerzo, no se encuentra fácil por ahí. Y aquí la tenemos nada menos que en el rico y complejísimo ambiente del Pacífico colombiano”, argumenta.
“¿Por qué crees que los niños te tienen tanto cariño?”, le pregunté cuando salíamos de Futuro II. “Porque acá la ayuda no sirve si vienes, das y luego te vas”, me dijo. “Esa expresión de afecto es el éxito de nuestro programa, que se ideó acá mismo, en una de estas casas. Los niños, sobre todo, agradecen la constancia”, reflexiona.
En una vida tan volátil, tan inestable, la constante institución dominguera de la lectura de un cuento resultó ser no solo una ayuda humanitaria, sino un incentivo para vivir mejor.
*Por Daniel Pardo
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