En el aeropuerto de La Habana los altavoces convocan a un tal Severo Naranja. Cuarenta grados afuera, no muchos menos adentro. El catalán Marc y el porteño que soy yo venimos a montar una obra de teatro a pie; la idea es de ambos, uno dirige y el otro actúa. Hacemos la fila de migraciones como cualquier migrante, pero, ojo, traemos la fotocopia de un visado cultural cuyo original una empleada de la embajada española que está en la puerta de salida deberá remitirle a un empleado aduanero que está sentado caribeñamente en su puesto de trabajo. O algo así. De eso, del pase de manos, nos acabamos de enterar. ¿Habremos hecho algo mal?, ¿seremos para algún inspector camagüeyano un par de frívolos farsantes?, ¿un dúo de contrarrevolucionarios conjeturales? Que tenemos pinta de gringos, tenemos pinta de gringos; de hecho, hello es lo primero que nos dicen. Después vendrán los baby, los cigar, los my friend, los taxi: el aperitivo verbal que ofrece el jineteo.
Darcy, una señorita de 30, pelo recogido, uniforme verde selva y reír pícaro, pero implacable, propone que nos sentemos aquí, que esperemos. Esperar. Uno de los verbos favoritos de la Revolución. No sé antes, sí ahora. Esperamos junto a un chamaco de 12 que espera a su abuelita; esperamos junto a una guatemalteca cuyo pasaporte está vencido y espera un permiso; esperamos junto a dos muchachos –bastante más sospechosos que nosotros– que esperan un salvoconducto. Entretanto Darcy menea sus piernas olímpicas de oficina en oficina en oficina, menudo espectáculo. La oímos hablar con un policía, luego con otro y de vuelta con el primero, divino vaivén. Se rozan, se sonríen, se alcahuetean. En la mitad de la sala vacía, un joven en una silla renga frente a una computadora, frente a una cámara con trípode, frente a una publicidad anacrónica de Ron Havana. Nos preguntamos lo que más tarde con otros cubanos: ¿qué hace?
Mi valija tarda literalmente dos horas en ser vomitada por la cinta. Somos varios en la misma, así que no paranoiqueo con haberla perdido. Comparto ansiedad con una pareja de alemanes en bermuda, hawaiana y Birkenstock, con un francés sudado y reiterativo que visita por tercera vez el país para casarse por tercera vez con una mulata, con una tropa de mexicanos que viajan por negocios y con el impertérrito niño de 12. Nos dicen que esto es normal, que quizá se rompió el carrito, que tal vez alguien olvidó venir a trabajar, que esto “¡es Cuuuuba, shico!”. Y sí, esto es Cuuuuba: pesco mi Samsonite antediluviana, salgo y afuera está Marc con Nadia, de la embajada, y el chofer de gafas Top Gun. Marc no entiende la tardanza, Nadia y el chofer ni se inmutan. El calor es de salamandra.
Camino al Vedado, el “coqueto” barrio en el que nos hospedamos (cuidado con “coqueto”, cuidado con las comillas porque acá poco es lo que parece y poco parece lo que es), un cartel de letras rojizas y sus imperativos socialistas: “Este es tiempo virtuoso y hay que fundirse en él”. En la carretera cascada, delante o detrás, no queda claro, de un chubasco que el Trópico nos refregará en la cara varias veces en este, su ilustre verano de relojes suspendidos, hay pozos, pozos con décadas de vida, y sí, algo que se imaginan si no vinieron y que vieron si vinieron, sea hoy o en el 99, como en mi anterior, única visita: Buicks, Studebakers, Pontiacs, Chevys estoicos, aún rugiendo en recauchutados motores Hyundai, Toyota, Moskowitz, Peugeot.
En el departamento que nos alquilaron todo es como no es en la casa del 98,75% de los nativos. Hay espacio, comodidad, lujo, heladera llena, aire acondicionado, empleada doméstica, no suena el reggaetón Despacito y estamos solos. Bueno, solos hasta que el dueño de casa pronostica que “Jaquelin, una mujer de raza duerme en el cuarto de atrás, pero ella es muy discreta, se va temprano y llega tarde”. Un par de horas después y prensada en calzas animal print, Jaquelin y sus dientes de nieve franquean el living de punta a punta como una gacela que recién despierta de la siesta. Pongan el disco Rumba Quimbumba en Spotify, relean estos cinco párrafos y tendrán a la isla en la palma de la mano. ¿Listo? Allá vamos.
Decidimos llevar a cabo nuestra obra, El paseo de Robert Walser, basada precisamente en la magnífica nouvelle El paseo, que el suizo Robert Walser publicó hace un siglo, por las calles de Centro Habana, un barrio que bien podría ser la resaca de una ciudad bombardeada, detenida en el tiempo, mugrosa y en constante remiendo de sí, ligada con alambres, enclenque, a punto del desplome y sin embargo. Desde 2012 deambulamos esta propuesta de teatro a pie por Buenos Aires, Montevideo, San Pablo, Bogotá, Ciudad de México, Madrid y Barcelona, pero hasta ahora nada como esto. Nada de nada. Aunque La Habana (lean todo Cabrera Infante, empezando por La Habana para un infante difunto y terminando por La Habana para un infante difunto) y los habaneros, también apodados hablaneros, se nos abran como las flores carmín del flamboyán, esa acacia vuelta poesía por Virgilio Piñera –“la indefinible llamarada…”–, el organismo que apoya y custodia nuestro peregrinaje artístico nos demarca el territorio.
Cinco mujeres de cuaderno en mano y cafecito lánguido nos informan que no, que ni soñemos con fatigar las calles de Centro Habana, que desconocemos las reglas, que nos pueden detener, que dependemos de ellas. Una pena. Ya habíamos apalabrado al dueño de un balcón barroco, a una viejecita que con canasta y polea prometió bajarme un jugo desde su ventana en plena función, al encargado de una paladar (así dicen restaurante) para la escena del tentempié… ni modo. Ustedes por Habana Vieja y en las fronteras que ven en el mapa. Absortos, pues jamás nos fijaron un recorrido, bichamos las calles impuestas en modo aplatanao: cuadras restauradas por la Oficina del Historiador, fachadas de foto fácil, lo mismo si estamos en una ciudad colonial engañosamente radiante como Cartagena o Antigua, con turistas-hormiga cortados por la misma tijera, tiendas oficiales sin ton ni son y precios Londres.
Con Marc urdimos algunas miradas que vienen a decir que jamás tuvimos un lado B tan bizarro en esta obra. En un punto esto, estas burocracias bochornosamente kafkianas, ya son la obra, y a saber qué pasará con el vivo en una capital cuyos moradores ocupan y atacan el espacio público mucho más que los habitantes de otros países, siempre al resguardo. Ahora se adhiere un joven Lorenzo Lamas al comité. Por supuesto no sabemos qué hace ni qué pretende, al margen de auxiliarnos con unas falsas Cocas marca Ciego Montero. El sol todo lo derrite, un músico callejero raspa los dientes de una calavera de vaca con un bambú y el quinteto de los cuadernos no cesa en sus anotaciones. Me temo que no vamos a conseguirlo. El recorrido huele a parque temático; en él las poéticas diatribas de Walser contra la fealdad o el ruido no suscitarán el efecto cáustico que suscitarían en callecitas erráticas, vibrátiles, derruidas.
Al día siguiente y luego de recibir un entusiástico aventón ideológico del Consejero de Asuntos Culturales de la embajada española nos aventuramos, a 24 horas del estreno, en un itinerario con idéntico puntapié (calle Amargura, je), pero que viborea por otras locaciones sin torcer los límites predichos. Lo memorizo fotográficamente: una cuadra, derecha, dos cuadras, izquierda, entro en la barbería, una cuadra, derecha, cruzo la plaza, miro el busto de Cervantes, leo el cartel que reza “un pueblo culto cuida sus áreas verdes”, saludo a los niños, izquierda, compro un coco, derecha…
Nos encontramos con Johana, la soprano que tomará por asalto, durante unos minutos, la obra. Se trata de un hembrón de ánimo rozagante y sonrisa indoblegable que aparece en un Ford del 48 pintado con brocha gorda que trocó por un apartamento. Baja del auto, se calza los tacos y hunde en su cartera la manija de la puerta que quitó en un pispás después de cerrarla con un estruendo. Con la actriz –elegimos a una distinta por ciudad y el casting suele ser un boca-en-boca sanguinario que se redondea con un Skype– no hay suerte: entrevistamos a una que dice que sí, que qué honor, que aprende los textos en dos patadas. Sin embargo, se desdice a la tarde por teléfono (de línea) y nos recomienda a una colega. “Cuba es lenta y más lenta todavía”, nos cuenta un guajiro resignado en un bar donde fondeamos una Bucanero tirando a tibia.
Comemos cerca de casa en la pizzería estatal Palmarés. Somos los únicos comensales y entre sí las mozas se gritan que no hay camarones, que falta el pimiento, que se quedaron sin jamón. Nos conforma una inédita pizza de atún y cebolla que irrigamos con jugo de mango. Mientras esperamos, la moza más gauchita pergeña una antena con alambre, la cuelga del techo y la opera hasta que la imagen se ve, no tan lluviosa, en el plasma. Repiquetea Despacito, problemático himno nacional, y aparece un documental dedicado a los 50 años de la muerte del Che. Herido de nocaut, el discurso político no muestra intenciones de rejuvenecer. Pedimos que bajen el volumen, pero contestan que está por empezar el programa de las 9. Aterriza la pizza, que de pizza sólo tiene el nombre, y todos, el cocinero incluido, miramos la telenovela brasileña en tonos sepia.
En plan sobremesa encaramos hacia la terraza del hotel República, donde una tarjeta de dos dólares o CUC (peso cubano convertible) nos conecta a Internet. Allí, apiñados frente a la pantalla de un celular, unos taxistas rumbean mirando un video de YouTube, allí una mulata que sopla una trompeta me produce una inquietante hilaridad y allí dos jovenzuelas nos ponderan los ojos, el pelo y los espejuelos –me los sacan, se los prueban, me los devuelven– para insinuar con pocas insinuaciones que sigamos la noche juntos. “Brindemos por la salud, que belleza ya hay mucha”, dice Mónica, una de las dos, levantando el mojito que le invitamos, y sigue: “Que ustedes, los artistas, no son celosos, que yo lo sé porque yo fui artista también, estudié piano y violín, y que a ti te gusta la pantomima, que tú eres pantomémico. ¿Qué marca son tus téni, ¿son Ríbu o son Nái?”.
Para otra perspectiva, la voz de una expatriada (qué lindas son las voces): “Vivo aquí desde hace un año. Contraté un sistema de Internet satelital que me puso en el ojo de la tormenta porque quienes me instalaron el servicio seguramente le informaron al gobierno, entonces quizá me lean cada tanto algún e-mail. Por sugerencia me inventé una historia medio truculenta para que los cubanos, que gustan de eso, no sospechen de mí: me divorcié en malos términos, llegué desesperada y me apasioné por un moreno, pero al mes me dejó y me quedé para recuperarlo… Algo así, un culebrón. Para ellos es difícil entender que una mujer se instale sola en La Habana. Acá son ingenuos y en esencia buenos; si no, no se creerían toda esta farsa de la revolución. Acá no están acostumbrados a la soledad, hay amigos que duermen en casa y quieren que compartamos la cama. Acá por mera educación revolucionaria no son serviciales como en México o en Colombia, acá no se rebajan. Acá muchas veces no hay comida y eso involucra a ricos y pobres. Acá todos los productos son orgánicos porque no hay dinero para fertilizantes ni pesticidas. Acá cuando hay huracanes el agua del mar se mete para adentro y lo cubre todo. Acá la TV no pasa malas noticias”.
Resueltas las intervenciones de la cantante y de la actriz, certificado el periplo por el Consejo de Actividades Artísticas y habiendo almorzado una suculenta langosta a la parrilla (por lejos, el manjar de estos lares, a menos que te cocinen en una casa, como nos pasó una noche, un picoso enchilado de cangrejo con malanga, tubérculo secreto), estamos listos para la primera función. Se supone que todo lo que tiene la obra de previsto está relativamente bajo control, pero nada implica que falle y sintonice, así, con la divina frecuencia de lo real que parece apócrifo que se asemeja a la verdad que es pura ficción. A mí, que uso traje, sombrero y lustrosos zapatos y camino casi dos horas a velocidad caracol empuñando un paraguas que hace de bastón, la imprevisibilidad del montaje me provoca un hormigueo mitad nervios, mitad gozadera.
Sorteando el episodio en el que un prieto quisquilloso, adepto a oír Despacito a decibeles impúdicos, maltrató a Johana (ella respondió a las injurias con admirables cartuchos de Wagner, hasta que se hartó y lo acusó de “inculto, ignorante, iletrado, indocto”: el barrio acusó recibo de la agitación –otra vez los espectadores en vilo: ¿guion o no guion?– y por un minuto la obrita fue una superproducción), celebramos la proeza en el bar Roma. ¡Candela! Angosta y eterna como un tren de carga, es una majestuosa terraza de mosaicos españoles en el sexto piso de un edificio descascarado de 1925 a la que se accede por un montacargas, previo guiño aprobatorio del patovica.
Chris, el cacique del garito, me cuenta que nació en Miami, que quiso ser futbolista, que se formó en La Masía del Barcelona, que jugó en ¡Talleres de Córdoba!, que a los 19 una lesión en los isquiotibiales lo dejó sin goles y que hace un par de años descubrió la ciudad natal de sus padres y… flechazo a primera vista. La dinámica del lugar no admite hipocresía y aguanta con inquebrantable fe: la clientela es un juicioso desmadre de criollos bohemios junto a foráneos lo menos foráneos posible cuyo dinero financia la sed de quienes no pueden costearse un trago de tres CUC porque ganan oficialmente 10 o 20 al mes.
La marmita de gente produce chácharas surreales y surrealista es, desde el vamos, que el Roma no tenga baños y que los baños sean dos, en departamentos de vecinos. En uno Fernando y su musculosa se aletargan en la rocking chair, mirando la TV en la sala de estar, y en otro la raquítica y lívida y ronca y libanesa Xiomara, que prescribirá detrás del próximo cigarrillo, modera pláticas entretenidísimas entre charlatanes variopintos y habilita su balcón para que los más acalorados templen o singuen con la mejor vista a La Habana de noche, lucecitas biliosas y trepidantes y olor a libertad por un rato, aunque sea por un rato.
Caminando en trance por el Malecón, la bahía extática y algún vendedor de chicharrones de viento, pongo en práctica el concepto del transporte público local: treparse a lo primero que pase. Estiro la mano como un parqueador de aviones hasta que por fin se apea un almendrón, esos taxi-colectivo de tarifa fija en el que uno se apelmaza dentro de un Jeep Willys o se apachurra dentro de un lanchón americano. Corcoveos mediante desembarco en el Vedado tarde, tardísimo. El portero, que rota madrugada tras madrugada dependiendo de inadivinables factores, se despanzurra en la vereda sobre una sillita sin respaldo bajo una vigilante palmera, la chomba enrollada hasta la mitad de la panza. Al verme me pide: “Cuéntame algo, que me aburro”. Estoy agotado y se lo digo, pero él ni mecha, así que me pregunta para qué vine y enseguida me quiere enchufar libros de teatro o de lo que fuera.
Se dice que en esta isla de náufragos cercados por un mar libidinoso y a la vez imposible todos jinetean, que jinetear es la moneda de cambio, un poco buscarse la vida, tener algo –el bisne que sea y sin culpa: cigarros, cuerpo, comida, carro, compañía, cultura– para ofrecer. Estar de ronda, alerta, con la carnada lista para pegar el zarpazo. Quién sabe cuándo y quién morderá, pero ese mordisco es la supervivencia. Nosotros haciendo teatro, ellos a la espera. Por lo pronto, Raúl Castro (al que apodan "La China" o abreviadamente "Lachí" y cuando se refieren a él lo hacen en silencio, achinando los ojos con las manos) avisó que en febrero deja la presidencia.
Ya lo escribió el poeta Nicolás Guillén: “Bajo el sol que la persigue / y el viento que la rechaza, / cantando a lágrima viva / navega Cuba en su mapa: / un largo lagarto verde, con ojos de piedra y agua”.