La libertad en tiempos de pandemia
Un efecto colateral de la pandemia es cierta confusión acerca de la libertad. En diferentes aspectos de nuestras vidas todos nos hemos encontrado limitados a lo largo del último año. En nuestros movimientos cotidianos, en nuestro trabajo (al punto incluso de perderlo), en los vínculos sociales y familiares, en proyectos, en planes que incluían viajes, en estudios, en análisis y tratamientos médicos y psicoterapéuticos, en prácticas deportivas, etcétera. Y esas limitaciones fueron experimentadas de diferentes maneras. Con fastidio, con resignación, con aceptación, con impaciencia. También, con rebeldía y con conductas transgresoras. En este último caso se tomó como justificación la defensa de la libertad individual y los derechos que ella trae aparejados.
Sin embargo, la palabra libertad no es unívoca, no se cierra en un único significado. Hay diferencia entre libertad y antojo, como la hay entre deseo y derecho. Mis deseos no son mis derechos, y no es la ausencia de interferencias lo que define a la libertad. Creer que se es libre cuando nada se opone a nuestra voluntad, a nuestra iniciativa, a nuestros deseos, es una concepción muy primitiva y precaria de la libertad, como la del bebé que comienza a caminar y protesta y patalea ante cada escollo o ante cada “no” que lo frena cuando toca algo que no debe o que lo pone en peligro. Es lo que Víktor Frankl (1905-1997), padre de la logoterapia, y Rollo May (1909-1994), gran psicoterapeuta existencial, llamaron libertad primera, en contraposición con la libertad última. Esta es la libertad de quien ha madurado y, por lo tanto, comprende que no puede todo y que debe elegir y hacerse cargo de las consecuencias de sus elecciones y decisiones. La libertad última, decía Frankl (a quien se deben obras imprescindibles, como El hombre en busca de sentido, La presencia ignorada de Dios, La voluntad de sentido y El hombre doliente, entre otras) es la única que nadie puede quitarnos. Consiste en la elección de nuestra actitud ante aquello que no depende de nosotros. Hay circunstancias que no podemos cambiar, pero sí podemos transformar nuestra actitud ante ellas, y podemos cambiar nosotros mismos. Esa libertad es inviolable e intransferible.
John Stuart Mill (1806-1873), insigne filósofo y economista, impulsor del utilitarismo, corriente de pensamiento que propone juzgar las acciones a partir de sus resultados, sostenía que solo se debe prohibir lo que daña a terceros. En su clásico ensayo Sobre la libertad, Mill se extiende acerca de esta cuestión, que, en tiempos de pandemia, refuerza su vigencia. Y, sobre todo, obliga a pensar tanto a gobernantes como a gobernados. Libertad y responsabilidad marchan siempre de la mano. Del mismo modo que libertad y límite. No se puede todo, el límite es parte de la existencia y empieza con la presencia del otro. O antes, con la finitud de la vida. Por lo tanto, debo elegir. Y elegir es resignar. A nadie puedo culpar por las consecuencias de mi elección. No hay culpa, sí responsabilidad. Y soy el responsable. Prohibir es la elección de quien prohíbe, y tiene sus consecuencias, que serán peores en la medida en que no haya sensibilidad, comprensión, empatía, respeto por la dignidad del otro. La actitud ante la prohibición es responsabilidad del que la recibe. Y esa actitud deberá tomar en cuenta la existencia de otros y la consecuencia en ellos, no solo el propio deseo o el propio impulso transgresor.
Como bien señala el historiador, novelista y ensayista canadiense John Ralston Saul en su libro Los bastardos de Voltaire, la libertad significa ante todo un acuerdo acerca de cómo compartir responsabilidades. He ahí, entonces, un efecto de la pandemia: a quien prohíbe le pregunta si solo ejerce una vocación autoritaria, y a los demás les inquiere si serán transgresores irresponsables o si ejercerán una libertad verdadera.
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