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“Bienvenido a Belice”. El viajero escuchará esta frase una, cien, mil veces desde el primer momento en que pise el territorio de este pequeño país centroamericano: las personas parecen verdaderamente agradecidas de que uno se anime a explorar este paraíso de apenas 23.000 kilómetros cuadrados ubicado al sur de México y al este de Guatemala y lo expresan con esa sencilla frase, dicha siempre con una sonrisa de oreja a oreja y con un tono amable y sincero, lejos de cualquier acartonamiento posible: “Bienvenido a Belice”.
¿Qué hay detrás de esas tres sencillas y cálidas palabras?
Un territorio que supo ser colonia inglesa con el nombre de Honduras Británica -razón por la cual es el único país de la Centroamérica continental de habla inglesa-, que declaró su independencia recién en 1981 y que a pesar de rebosar de verdaderos tesoros mantiene un perfil muy bajo: a diferencia de sus vecinos hispanoparlantes pocas veces aparece en las noticias, ni por razones de las buenas ni de las otras. Además, se destaca por el volumen de sus emblemas patrios: además de la bandera y el escudo, suma la orquídea negra, la caoba, el tucán de quilla y el tapir de montaña como símbolos en sus respectivas categorías: flor, árbol, ave y animal. Desde la mirada COVID, Belice ya eliminó los barbijos de su menú de cuidados y que permite acceder con un certificado de vacunación o con un test negativo de PCR.
La ciudad más poblada y la que cuenta con el aeropuerto por el cual seguramente arribará el viajero es homónima del país: Ciudad de Belice. Sin embargo, por esos caprichos administrativos, no es la capital. Belmopán queda a 50 kilómetros de distancia de allí y ostenta un récord: es la ciudad de América más pequeña entre todas la que tienen ese rango. De hecho, ni siquiera es la segunda en tamaño dentro del país (le gana también San Ignacio).
Una vista atrapante y sacrificios humanos
Cuentan que por los mercados de las calles de Belize City se apareció por la década del ‘60 un hombre que trataba de conseguir algunas monedas vendiendo elementos que había “encontrado”: lanzas de piedra, utensilios…
Los mercaderes, con sus ojos entrenados, notaron que no eran simples baratijas, sino verdaderas reliquias. Al poco tiempo ya había intervenido la policía y siguiendo la pista del vendedor lograron encontrar Altun Ha: unas ruinas mayas compuestas por dos templos en excelente estado de conservación en el marco de un complejo gigantesco que fue restaurado posteriormente con la colaboración del Royal Ontario Museum de Canadá. Las investigaciones revelaron que el lugar había sido centro neurálgico de esta cultura unos 2.500 años atrás: era la única comunidad en un radio muy grande a la redonda capaz de fabricar herramientas en piedra. Los visitantes que lleguen a lo más alto de las empinadas escalinatas obtendrán como regalo una vista que quita el aliento y como placer morboso, un altar en el que se practicaban sacrificios humanos.
Las islas bonitas
Del sacrificio se puede pasar al placer casi sin escalas. La belleza del país se acentúa a medida que uno se aleja de los núcleos urbanos. A la isla de San Pedro, la misma a la que le canta Madonna en La isla bonita, se llega con un ferry que tiene una decena de salidas diarias desde la terminal de Ciudad de Belice y que demora apenas media hora en llegar a destino. Las calles de arena y las casas de madera -las viviendas y los negocios comparten la misma estructura- apoyadas directamente sobre el lugar en que circulan los autos dan la sensación de que uno está en una playa infinita. La gente se agolpa, pero todos parecen ir de buen humor (y nadie, pero ni una sola persona, muestra prisa). En medio de la pandemia, apareció un nuevo emblema en la zona: el Alaia Resort, un hotel que apunta al equilibrio entre ofrecer una experiencia lujosa y cuidar al extremo las características del lugar.
Desde el mismo puerto de Ciudad de Belice se llega a una segunda isla, con frecuencias y duraciones de viaje similares, que no es otra cosa que una copia fiel de la primera, solo que a escala más pequeña: Cayo Caulker. Ambas comparten las playas de aguas calmas -bordeadas por una pared de concreto minúscula para contener la voracidad del mar respecto de las costas-, la abundancia de peces amigables -se quedan cerca de los nadadores y se ven numerosas especies a simple vista- y restaurantes de perfil relajado hacia todos los costados. ¿La movilidad? Carritos de golf: pueden alquilarse, pero también circulan como taxis.
El libro de la selva
Si la idea es enredarse en la flora y la fauna locales, Belize City es también el punto de partida. A menos de una hora de distancia está el Community Baboon Sanctuary, donde los visitantes pueden circular tan libremente como lo hacen los monos que viven allí, y las actividades de aventura en medio de follajes indomables de verdes excesivos y sonidos de vida silvestre se multiplican en las numerosas reservas ecológicas y espacios de actividades que se diseminan tanto al norte como al oeste de la gran ciudad.
Recorridos en cuatriciclos por caminos fangosos (uno queda indefectiblemente marrón luego de la primera acelerada en falso del vehículo inmediato anterior), ziplines que permiten sobrevolar la selva a sesenta kilómetros por hora y el famoso cave tubing: recorridos parsimoniosos sobre gomones por cursos de agua más que tranquilos.
Rivaldo es un guía de orejas prominentes y mirada tímida. Es solícito y parece tener mucha información sobre cada cosa que vemos. Más allá de recordar al grupo cada quince o veinte minutos de que vive de las propinas, nos ofrece un consejo que termina siendo esencial: quienes quieran profundizar en la cultura local deberán explorar la etnia garífuna: el grupo está diseminado por todo el país, aunque sus mayores comunidades se concentran en localidades como Dangriga y Hopkins. ¿Imperdible? Entrar en contacto con su música, con su danza y con su gastronomía. Quienes tengan la suerte de estar en la zona un 19 de noviembre podrán acceder a una de las festividades más coloridas que existen, teñida particularmente de amarillo, uno de los colores de la bandera garífuna.
El fondo del mar
Nadie puede abandonar Belice sin haber conocido la que es tal vez su principal riqueza: el fondo del mar. Su reserva de barrera de coral es el segundo sistema de arrecifes más grande del mundo y a lo largo de la costa existen incontables sitios “perfectos” para hacer snorkeling o buceo.
El punto máximo es, sin dudas, el Blue Hole, un agujero circular de 300 metros de diámetro que parece haber sido trazado con compás en el medio del agua en el que, como su nombre lo indica, el agua es de color azul profundo, a diferencia del verde esmeralda que se aprecia en el mar circundante.
Apenas uno hunde un poco la cabeza, tiene la sensación de estar observando un videoclip natural: las especies que nadan a distintas velocidades, generando juegos lumínicos con la luz del sol que se filtra, en movimientos continuos y casi psicodélicos. Aparecen tiburones de diferentes formatos -reticentes a acercarse, como si ellos nos tuvieran miedo y no al revés-, barracudas enormes, peces híper pequeños de diferentes tonalidades, esponjas y el único ejemplar al que todos los guías parecen detestar: el pez león, una especie introducida que carece de predadores y cuya pesca está autorizada -y sugerida- porque representa un peligro para el resto de las especies.
El sitio fue descubierto por Jacques Cousteau: el documentalista e investigador francés llegó aquí en 1971 y exploró sus más de 100 metros de profundidad.
Once in a lifetime
Las zonas de playa son numerosas, es cierto, pero la localidad de Placencia, al sur del país, combina una gran infraestructura hotelera con innumerables servicios para llegar rápido y bien asesorados a las actividades submarinas.
Belice ofrece algunos lujos de esos que solo se pueden dar una vez en la vida: islas privadas como Turneffe Island son una realidad. En esta en particular se ofrecen sistemas de todo incluido, tiene un restaurante acogedor desde el que llaman con una campanita cuando es la hora de comer y la arena de la playa encandila de tan blanca.
A esto se suma una promesa: una playa secreta en el cercano Cayo de Ambergris, donde la cadena de hoteles de lujo Six Senses montaría un hotel para 2025.
Dos buenas noticias. Una, que quienes se enamoren con el destino podrán luego averiguar las condiciones del programa Work Where You Vacation, que brinda a los trabajadores remotos la posibilidad de quedarse hasta seis meses con ofertas especiales de actividades y alojamiento.
La otra, que aún cuando se acerca la hora de volver, la peculiar población local ayuda al viajero a reducir los niveles de angustia y nostalgia propios del retorno. Es que incluso minutos antes de subir al avión, seguramente el visitante seguirá escuchando las palabras mágicas: “Bienvenido a Belice”.
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