La intensa, apasionante y trágica vida de la escritora suiza, convertida en mito al quitarse la vida en las playas de Mar del Plata
" A los doce años escribo mi primer verso... es de noche; mis familiares ausentes. Hablo en él de cementerios, de mi muerte. Lo doblo cuidadosamente y lo dejo debajo del velador, para que mi madre lo lea antes de acostarse. El resultado es esencialmente doloroso; a la mañana siguiente, tras una contestación mía, unos coscorrones frenéticos pretenden enseñarme que la vida es dulce. Desde entonces, los bolsillos de mis delantales, los corpiños de mis enaguas están llenos de papeluchos borroneados que se me van muriendo como migas de pan…".
Había llegado de su Suiza natal a los 4 años, hablando italiano, junto a sus padres, Alfonso Storni y la docente Paulina Martignoni, y sus dos hermanos mayores, nacidos en nuestro país. El matrimonio Storni había vivido anteriormente en la Argentina, cuando dejaron Lugano y se establecieron en San Juan. Allí pusieron, junto a hermanos de él, la primera fábrica de soda en la provincia e introdujeron la novedad de la "fábrica de hielo". Luego, se dedicaron a la cerveza y se podía leer en las botellas "Cerveza Los Alpes, de Storni y Cia.". Pero Alfonso, un hombre de oscuros presagios y serios problemas emocionales, sufrió una fuerte crisis y el médico le recomendó que deje de trabajar un tiempo y haga un viaje. Decidieron volver al cantón suizo y allí, el 29 de mayo de 1892, en el pueblito Sala Capriasca, nació la niña a la que papá Alfonso bautizó con su mismo nombre en femenino. En un margen del acta de bautismo en la parroquia de Tesserete, aún puede leerse una inscripción que dice: "Grande poetesa morta al mar della Plata".
En San Juan, poco después de nacer Hildo, un hermano al que ella cuidaba como si fuera su bebé, Paulina decidió enviarla a un jardín de infantes. Era una chica curiosa, que hacía muchas preguntas, imaginaba y mentía. Inventaba incendios, robos, crímenes que nunca aparecían en los diarios y metía a sus padres en líos, como cuando invitó a sus maestras a pasar las vacaciones a "una quinta imaginaria" de su familia. Cuando las docentes llegaron, el lugar no existía. Teniendo 6 años, entró a un negocio y pidió un libro, cuando lo tenía en la mano, solicitó otro al empleado y mientras lo buscaba, ella salió corriendo con su libro en mano. Con los años, recordaría el episodio, llamando al libro robado, "lo pirateado".
Una nueva crisis del padre y su mal manejo de los negocios hizo que los seis integrantes de la familia se muden a Rosario. Allí, Paulina puso una escuela domiciliaria para contribuir a la economía familiar cobrando una pequeña cifra a cada uno de los 50 alumnos. Alfonso cumplió su sueño de abrir el "Café suizo", cerca de la estación Sunchales. Con sólo 10 años, la niña comenzó a trabajar de lavaplatos y a atender mesas. El café fue un fracaso y ayudando a su mamá, comenzó a "coser para afuera". Alfonso descontroló su adicción al alcohol y meses después, murió.
Se desconoce la causa, pero su hija escribió en un poema: "Tu damajuana aun contiene tu cólera y mis versos". Cuando cumplió 15 años, un director teatral arribó a Rosario en Semana Santa con el objetivo de representar escenas de la Pasión. Mamá Paulina, apasionada por el arte, consiguió el papel de María Magdalena. La adolescente acompañó a su madre a los ensayos y cuando se enfermó el actor que personificaba a San Juan Evangelista, ella, que sabía de memoria todos los papeles, pidió reemplazarlo y tuvo excelentes críticas. Al poco tiempo, visitó Rosario otra compañía y como la joven demostró tener una excelente voz para recitar y memorizar largos versos, se unió a la gira que por un año recorrió el país. Al regresar, trajo consigo nuevos poemas, que constituyen la base de la obra de una poetisa cuya excelencia y originalidad la convirtieron en baluarte de las letras argentinas y la literatura hispana.
Tu me quieres blanca
Su madre volvió a casarse y se mudó a otro pueblo. Allí, Alfonsina la ayudaba dando "clases de recitado y buenas maneras" y al cumplir 17 años, se mudó a Coronda para terminar sus estudios para ser maestra rural. Pero su mente y alma estaban "invadidas por la poesía y escribía a cada momento. La recuerdan robando en el correo formularios de telegramas, porque no tenía plata para comprar papel. Los fines de semana "desaparecía" y alguien descubrió que viajaba a Rosario para cantar, a veces arias de ópera y a veces tango, en lugares de dudosa fama. Tiempo después conoció a un diputado provincial al que jamás nombraría públicamente: el doctor Carlos Arguimbau, casado, 43 años y 25 años mayor que Alfonsina. Ella lo amaba y cuando quedó embarazada de su único hijo, decidió irse a vivir a Buenos Aires para no perjudicarlo ante su familia y la pacata sociedad de entonces. Toda la vida lo consideró su amigo y se dice, que tiempo antes de morir por una enfermedad, ella se trasladó un año a Rosario para cuidarlo.
Como comentaba el escritor y amigo de Alfonsina, Conrado Nalé Roxlo: "No hubo engaño, ella sabía que había un impedimento legal, pero el amor pudo más". De todos modos, gran parte de su obra combate los privilegios de los hombres en materia sexual antes del casamiento y las exigencias morales hacia la mujer, particularmente en el poema "Tu me quieres blanca". La chica que tuvo el coraje necesario para oponerse a la regla que exigía la virginidad femenina pero no la masculina, descendió del tren que la trajo de Rosario a Buenos Aires. Caminó arrastrando una valija de cartón muy gastada y mientras pisó por primera vez una vereda porteña, acarició su prominente panza.
Poco después, en soledad y en el que es hoy el Hospital Ramos Mejía, dio a luz a Alejandro Storni. En un reportaje que su hijo dio siendo muy mayor, comentó: "Mi madre tuvo una cosa muy buena: nunca hablaba mal de nadie y de mi padre tampoco".
Alfonsina alquiló un cuarto en una casa de familia y buscó cualquier trabajo para mantenerse. El primero, cajera en una farmacia, luego otro en una tienda de Florida y Sarmiento que se llamaba "A la Ciudad de México". Su hermana viajó a cuidar al bebé y mientras iba al trabajo, Alfonsina escribía poemas en el tranvía. En busca de un empleo mejor pago, leyó un aviso en que solicitaban empleado con "redacción propia". Cuando llegó, había una cola de más de 100 hombres. Luego de insistir para que le tomen la prueba, redactó un aviso de yerba y otro de aceite. El puesto fue de ella, pero los 400 pesos de sueldo fueron rebajados a 200 por ser mujer. En esa empresa y robando tiempo su trabajo, escribió su primer libro, La inquietud del rosal. Como ninguna editorial la conocía, aceptó la propuesta del dueño de una imprenta de hacerle 500 libros por 1 peso cada uno. Luego de que estuvieron impresos y el hombre se los envió, le confesó que no tenía dinero y comenzó a vender los libros ella misma. En esa obra, que escribió a los 21 años, dejó claro que "el hombre es un aliado circunstancial, con el que sólo se puede compartir el placer" y a lo largo de su obra, reclamó la igualdad con el varón, pero admitía la necesidad de él como compañero.
También, con el paso de los años, habló sin escrúpulos del placer que le provocaba la belleza de un hombre joven."Yo considero amigo a un hombre sólo después de haberlo besado", confesaba ante el asombro de una sociedad no preparada para frases como la que le dijo a un joven poeta que nervioso ante su presencia sólo atinó a expresar: "Qué feo esta el día", "Sí, sí –replicó ella–, pero ideal para estar entre dos sábanas con alguien como usted". Volviendo a su lucha por su primer libro, en Rosario logró vender 100 ejemplares y le confesó con tristeza a su madre: "Las mujeres lo rechazan, dicen que soy una escritora inmoral. Qué puedo hacer, no sé escribir de otro modo". Sin embargo, ese libro le abrió puertas en círculos literarios de Buenos Aires, donde poetas afamados, todos hombres, comenzaron a prestar atención a su trabajo. Cuando Amado Nervo, el extraordinario poeta mexicano, llegó como embajador a nuestro país, ella le envió un ejemplar de su libro con la dedicatoria "Al poeta divino". El quedó impresionado. Por esos días, ya había sido "aceptada" en un grupo integrado por su gran amigo (y nunca se supo si amante) Horacio Quiroga, y por José Ingenieros, Fermín Estrella Gutiérrez, Baldomero Fernández Moreno, Jorge Luis Borges y un joven poeta español que vivía en el hotel Castelar de la Avenida de Mayo, donde se hacían las tertulias: Federico García Lorca.
El granadino se apasionaba escuchando a Alfonsina diciendo sus poemas mientras alguien tocaba melodías al piano y como fin de la reunión ella cantaba tangos como "Mano a mano" o "Yira yira". Antes que Lorca volviese a España, ella le escribió un poema en el que presagiaba su injusto asesinato. Mientras Alfonsina publicaba libros y se codeaba con sus pares, debía compartir casas, alquilar departamentos pequeños y hacer trabajos como maestra de niños "débiles o raquíticos", directora de un colegio en el que le dieron vivienda, profesora del Teatro Infantil Lavardén, o de declamación y también de aritmética y castellano. "¿Qué quisiera? Yo quisiera ser millonaria", confesó en una entrevista, que por no tener quien acompañe a su hijo al colegio, lo llevaba con ella a todas partes y por las noches le daba clases en la casa. Con una particularidad: para que el chico lo tome seriamente, se ponía su delantal blanco de maestra. Una carta de recomendación le permitió publicar en la afamada revista Caras y Caretas y al poco tiempo logró un buen sueldo extra como colaboradora del diario LA NACION, escribiendo artículos con el pseudónimo de Tao Lao. En el año en que cumplió 31, una revista hizo una encuesta sobre quiénes eran los poetas más respetados. Entre las dos más votadas, estaban Alfonsina Storni y la uruguaya Juana de Ibarbourou. Un día sonó el timbre en la modesta casa que alquilaba Alfonsina: "Mamá, es una señora que se llama Gabriela Mistral", gritó Alejandrito desde la puerta. La poetisa chilena, ganadora del Nobel de Literatura, quería saber quién era esa mujer detrás de su fascinante poesía y luego declaraba a la prensa que poetas como Alfonsina Storni nacen cada cien años. "Un día cuando yo tenía doce años –recordaba Alejandro–, le dije a mamá que ella era la mejor poetisa de América. Se puso furiosa y me dijo ‘eso lo puede decir sólo un ignorante y yo no quiero que seas un ignorante. ¿Te has olvidado de Gabriela Mistral?’. Cómo me voy a olvidar, si yo le abrí la puerta de mi casa".
Voy a dormir
Luego de dar una conferencia en Uruguay junto a Juana de Ibarbourou y Gabriela Mistral, Alfonsina se fue a Colonia y salió a caminar con una amiga. De pronto, se les cruzó una víbora. "Esto no es bueno para mí", dijo y agregó: "Si alguna vez supiera que tengo una enfermedad incurable, me mataría". Un tiempo antes, mientras se estaba bañando en el mar, una ola fuerte y alta le pegó en el pecho. Sintió un dolor muy fuerte y perdió el conocimiento. Al recuperarse y masajeando la zona de dolor, descubrió un bulto. Le quiso restar importancia, pero pidió apoyo a sus amigos. El encargado de acompañarla a la consulta médica fue el pintor Benito Quinquela Martín.
Al operarla de cáncer de mama, descubrieron que el tumor tenía ramificaciones. La mastectomía le dejó cicatrices físicas y emocionales. Su posoperatorio lo realizó en Los Granados, la quinta de la familia Botana en Don Torcuato, donde fue atendida con dedicación por Salvadora Medina Onrubia, mujer de Botana, escritora y gran amiga de ella. Trataba de distraerse en charlas con los dueños de casa y quienes la visitaban, u observando el mural que David Alfaro Siqueiros había hecho en esa mansión. Reacia a la terapia de rayos, abandonó el tratamiento y confió en que vencería a la enfermedad. No quería admitir las limitaciones físicas, deseaba vivir. Se acentuó una incipiente paranoia. No permitía que su hijo la besara, se lavaba las manos con alcohol antes de cocinar y cuando comía pan, tiraba el pedazo con que lo había sostenido, temiendo haberlo contaminado. Luego de unos pocos años de tregua, la enfermedad recrudeció.
Comenzó a abrazar la idea de la muerte. En todo caso, la que ella misma iba a provocar cuando hubiese llegado al límite de sus fuerzas. Decidió sacar un pasaje en tren a Mar del Plata. Antes, presentó su último trabajo a un concurso de poesía. Mientras le dedicaba el libro al funcionario que lo recibía, le preguntó con una sonrisa:"Y si uno gana y muere, ¿a quién le pagan el premio?". En la estación Constitución, el tren comenzó a andar lentamente. Alfonsina sostuvo desde la ventanilla la mano de Alejandro que corría en el andén. "Escribime, lo voy a necesitar", le dijo a su hijo. En Mar del Plata se alojó como siempre en un hotel de la calle Tres de Febrero, en La Perla. Sintió un terrible dolor en un brazo que le dificultó escribir. Se cree que un médico amigo la visitó y le confirmó la proximidad del final. Alfonsina escribió el poema "Voy a dormir" para el diario LA NACION y una carta a su hijo. Las metió en un buzón. Las horas que siguen a esta despedida son al mismo tiempo de frialdad, premeditación y una serenidad sobrehumana. Escribió en un pequeño papel con tinta roja y letra temblorosa: "Me arrojo al mar". A la una de la mañana, abrió el portón del hotel. Todo sucede durante una torrencial lluvia aquel 25 de octubre de 1938; no en una "tarde divina de octubre".
Por la mañana, Celinda, la mucama del hotel, le llevó el desayuno. No hay respuesta. Al mismo tiempo, Atilio Pierini y Oscar Parisi, obreros de la Dirección de Puertos, notaron algo extraño en una playa de La Perla. La ambulancia trasladó el cuerpo hasta la morgue. Al levantar el lienzo, el Dr. Silvio Bellati reconoció a Alfonsina. Alejandro estaba en su casa, con la radio prendida y escuchó la noticia. En la escollera del Club Argentino de Mujeres encontraron un zapato de ella que se enganchó al lanzarse a las aguas de un mar embravecido. Nuevamente el andén de Constitución, el mismo en que una semana antes le costó a Alejandro soltar la mano de su madre. Del vagón de cargas baja el ataúd de Alfonsina. Su hijo y varios poetas que toman de las manijas, caminan entre una guardia de honor. No son soldados, son alumnos del colegio Lavardén. Salvadora Medina Onrubia de Botana recibió a su amiga en la puerta de la bóveda familiar. Benito Quinquela Martín propuso a Alejandro que Alfonsina tenga su propio mausoleo en Chacarita. Tiempo después, sin los aportes necesarios, Alejandro vendió el piano de su madre en 3000 pesos y Quinquela puso en marcha la obra para que descanse Alfonsina en su sueño eterno; un sueño que eligió acuciada por el dolor físico, los escasos reconocimientos en vida, las penurias económicas constantes y la falta del calor de un abrazo a la hora de ir a dormir. "Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame. Ponme una lámpara a la cabecera. Ah, si él llama nuevamente por teléfono le dices que no insista, di que me he ido...".
Dolor, su poema premonitorio
Quisiera esta tarde divina de octubre
pasear por la orilla lejana del mar;
que la arena de oro y las aguas verdes,
y los cielos puros me vieran pasar.
Ser alta, soberbia, perfecta, quisiera,
como una romana, para concordar
con las grandes olas y las rocas muertas
y las anchas playas que ciñen el mar.
Con el paso lento, y los ojos fríos
y la boca muda, dejarme llevar;
ver cómo se rompen las olas azules
contra los granitos y no parpadear;
ver cómo las aves rapaces se comen
los peces pequeños y no despertar;
pensar que pudieran las frágiles barcas
hundirse en las aguas y no suspirar;
ver que se adelanta, la garganta al aire,
el hombre más bello, no desear amar...
Perder la mirada, distraídamente,
perderla y que nunca la vuelva a encontrar:
y, figura erguida, entre cielo y playa,
sentirme el olvido perenne del mar•