Toda su familia fue asesinada, pero ella logró perdonar a los culpables; de viaje por la Argentina, cuenta su experiencia de vida a LA NACION
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“Levantate, Immaculée, levantate, por el amor de Dios. ¡El presidente ha muerto!”. Immaculée Ilibagiza (20) saltó de la cama y miró a los ojos a su hermano, atónita. Él insistió: “¡El presidente Habyarimana está muerto! Fue asesinado anoche. Su avión fue derribado”. La joven se vistió a toda velocidad y salió de la casa. Afuera, sus padres y otro de sus hermanos escuchaban la radio en silencio.
Lo que decía el locutor terminó de atemorizarla: que el responsable de la muerte del presidente, que pertenecía a la tribu Hutu, mayoritaria en el país, era una agrupación de rebeldes Tutsis -la tribu minoritaria-, que desde hacía años se encontraba en conflicto con el gobierno. Como venganza, relataba el periodista, soldados de la guardia presidencial habían decidido hacer justicia por mano propia, asesinando a 18 familias tutsis que nada tenían que ver con el atentado. El gobierno también había cerrado las fronteras, clausurado las escuelas y colocado cientos de barricadas y puestos policiales en Kigali, la capital, ubicada a horas de distancia de Mataba, la aldea donde vivía Immaculée. La joven, que en ese entonces era una estudiante universitaria, acababa de regresar a su pueblo natal para pasar Semana Santa con su familia.
Ni ella ni su familia lo sabían, pero el Genocidio de Ruanda ya había comenzado. En los próximos 100 días, civiles y soldados Hutus exterminarían con lanzas y machetes a más de 800.000 tutsis, aproximadamente el 70% de la tribu, perpetrando así una de las masacres más sanguinarias de la historia reciente.
“Fue todo tan terrible que, una vez terminado el genocidio, el nuevo gobierno tardó dos años en terminar de limpiar los cadáveres. Aparecían por todos lados. Movías una planta y te encontrabas con la cabeza de alguien”, recuerda Immaculée, a sus 50 años, durante una entrevista con LA NACION. La sobreviviente del genocidio de Ruanda y ex trabajadora de la Naciones Unidas viajó a la Argentina para contar su experiencia de vida en colegios secundarios y grandes empresas. Cada año, su historia, convertida en Best Seller en 2006, llena auditorios en todo el mundo.
Ocho mujeres en un baño
El tamaño del baño era el de un placard. Medía 1 por 1,2 metros, y estaba ubicado en la casa de un vecino, el pastor Murinzi, hutu. Allí fue a parar Immaculée luego del asesinato del presidente, a pedido de su padre. A esa altura, su familia ya sabía que el grupo extremista hutu, al que cada día se sumaban más civiles, podría ir a buscarlos.
“Mi vecino me dijo que me sentara ahí, y se fue. Lo primero que pensé fue: esto es muy chico. ¿Dónde voy a dormir? Mientras me quejaba, el hombre volvió con otras cinco mujeres. Después, trajo dos más. Éramos ocho personas en un baño. Esto me dio una gran lección: cuando pensás que las cosas están muy mal, bueno, siempre pueden ponerse aún peor -dice, entre risas, desde el hall central del colegio Michael Ham, donde se presentó frente a cientos de alumnos el martes pasado-. El pastor nos dijo que no habláramos entre nosotras, que no hiciéramos ruido. Que ni siquiera tiráramos la cadena del inodoro, a no ser que justo estuvieran tirando la del otro baño”.
Immaculée nunca imaginó que iba a pasar tres meses sin salir de aquel cubículo. Al principio, solía pensar que, tarde o temprano, quienes los perseguían iban a darse cuenta de que no tenían relación con el atentado y, entonces, dejarían de buscarlos. Pero a la semana se enteró de que la persecución recién comenzaba. “Estaba sufriendo la espera, sin saber si mi familia estaba bien. Le pedí al dueño de casa si podía poner la radio afuera del baño, para saber qué estaba pasando. Cuando escuchamos, no lo pudimos creer”, recuerda.
“Salgan de sus casas, maten a todas las cucarachas”. “No se olviden de los niños ni de los ancianos”. “Vamos a vivir en el paraíso”, pregonaba el locutor de la radio más popular, propiedad de los extremistas hutus. Las mujeres apiñadas en el baño sabían bien a qué se refería con “cucarachas”. Las cucarachas eran ellas, era toda su tribu. Hacia años que los miembros de esta agrupación los llamaban así por la radio y por la calle.
-Cómo era Ruanda antes del genocidio?
-Era hermosa, al menos a mis ojos. Porque me crié en una aldea muy sencilla donde no había mucho conflicto político. Los niños iban al colegio, iban a nadar al lago y luego volvían a sus casas. Mi familia que no hablaba sobre tribus. Yo no sabía ni de qué tribu era. Entonces si alguien era malo conmigo, pensaba que la persona era mala y listo, no que lo hacía por discriminación.
-¿Cuándo fue la primera vez que sentiste discriminación?
En la escuela. Tenía 10 años y, el primer día de clases, un profesor dice: ‘Hutus, párense’, y yo me levanté. Después: ‘Tutsis, párense’, y me levanté también, porque no entendía. El profesor se enojó y me dijo: fuera de esta clase y no vuelvas hasta que no sepas qué sos. Esa noche se lo conté a mis padres. Al día siguiente, mi papá vino al colegio conmigo y lo vi por la ventana regañando a mi profesor. Mi padre era rector de un colegio, era una persona muy respetada.
-También te negaron un cupo escolar
Si, a los 14. Saqué la segunda mejor calificación de todo el país en el examen nacional para ingresar a una de las secundarias públicas, que eran mucho mejores que las privadas, porque tenían profesores belgas y franceses. Saqué 92. Y el mejor sacó 96. Cuando dieron los resultados, ni yo ni el primero habíamos obtenido un cupo por ser tutsis. Priorizaban a los Hutus. Me sentí muy triste. Era injusto. Me encerré en el estudio de mi padre y estuve una hora llorando. Pensaba: ¿y ahora qué voy a hacer? Mis padres también estaban muy tristes, pero me consolaban. Dos años después, se liberaron cupos y logré entrar. Mis padres siempre me decían: ‘no te preocupes: si sos una tutsi y no les gusta, eso significa que tenés que trabajar dos veces más que el resto. La única mirada que importa es la de Dios”. Yo no sé si tenía tanta fe. Amaba a Dios, pero creo que lo amaba por amor a mi padre, para que él estuviese orgulloso de mí. Pero fue en el genocidio cuando realmente dudé: ¿Dios realmente existirá? Él me demostró que sí.
“Sentí como si millones de agujas me atravesaran”
Los asesinos ingresaron varias veces a la casa del pastor Murinzi en busca de tutsis ocultos. Durante uno de esos episodios, la vida de Immaculée cambió para siempre. Era temprano. Ella se estiró y, a través de la pequeña ventana del baño, los vio entrar con machetes en sus manos. Eran personas de su aldea, personas que antes solían saludarla amablemente por la calle. Uno de ellos, incluso, había ido con ella a la primaria.
“Era imposible que no nos encontraran; sabía que mi vida había terminado. Sentí como si millones de agujas me atravesaran. Pensé: ¿será ya demasiado tarde para empezar a rezar? Entonces le pedí a Dios una señal: ‘Dios, por favor, te pido que los asesinos no abran la puerta del baño. Le rogué con cada célula de mi cuerpo. Después, me desmayé. Horas más tarde, el pastor abrió la puerta y nos contó todo. Los asesinos habían entrado a todas las habitaciones, habían revisado abajo de las camas, dentro de los armarios. Incluso, habían abierto las valijas. Al final, uno fue hasta la puerta del baño, tocó el picaporte y en ese mismo momento, dijo: ‘¿Sabés qué? Te creemos’. Y se fueron. Lo primero que pensé no fue: ‘Genial, ¡sobrevivimos!’, sino: ‘Oh mi Dios, ¡Dios es real!”.
Immaculée le pidió a su vecino una biblia y la leyó como si fuera una novela. También empezó a rezar el rosario desde la mañana hasta la noche. Un día, contó la cantidad que había rezado. Eran 27. “Siempre me salteaba una frase del Padre Nuestro, que dice: ‘Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden’. pensaba: ‘Uh, no lo digo en serio, no los perdono, y no le puedo mentir a Dios”, recuerda.
Meses más tarde, mientras meditaba con la biblia en mano, pensó en Jesús en la cruz y en una de sus últimas frases: ‘Padre, perdónalos, no saben lo que hacen’. “Ahí me di cuenta: las personas que tratan de matarnos no saben lo que hacen, no tienen amor en el corazón. Porque, ¿quién mata a un niño y sabe lo que hace? ¿Quién mata a una persona inocente que pide a gritos piedad y sabe lo que hace? No saben el dolor que se están causando a ellos mismos y a las familias por el resto de sus vidas. A partir de ahí, el enojo desapareció. Ya no quería venganza. Estaba en paz, era libre”, recuerda, con una sonrisa transparente y simple.
Fin del genocidio: una nueva vida
La matanza indiscriminada de Tutsis duró de abril a julio. Un día, el pastor le comunicó a las del baño que había soldados franceses en su aldea buscando a sobrevivientes tutsis para llevarlos a un campo de refugiados. Immaculée y sus compañeras dudaban de las intenciones del ejército extranjero, pero decidieron salir de todas formas. Al menos, pensaban, si los franceses nos matan, los harán con pistolas, y no con machetes, no sufriremos tanto.
Lo primero que hizo al llegar al campo se refugiados fue preguntar por su familia. Ella todavía tenía la ilusión de que estuvieran escondidos en algún lado. Pero no tardó en enterarse que todos habían sido asesinados. No solo su padre y dos de sus hermanos, sino también sus abuelos, sus tíos y la mayoría de sus amigas y primos.
“Nunca había llorado tanto. Estuve cinco minutos gritando desesperadamente. Hasta que sentí que alguien me abrazaba con fuerza y me recordaba: ‘hey, el viaje de tus seres queridos terminó en la tierra, pero no en el cielo. Y tu viaje acá no ha terminado’. Al igual que el resto, yo no sabía cuánto iba a vivir: si una semana, un año o ochenta años. En ese tiempo que me quedaba, podía elegir vivir en el amor o en el odio. Hacer algo constructivo, o no hacer nada”, recuerda, durante su charla en el colegio Michael Ham.
Immaculée dedicó sus días en el campo de refugiados a acompañar a otros sobrevivientes. No tardó mucho en conseguir trabajo en las Naciones Unidas, y terminó trabajando en las oficinas de la organización de Nueva York, donde actualmente vive, junto a sus dos hijos. En 2006, publicó su primer y más exitoso libro, Sobrevivir para contarlo, donde cuenta su historia de vida y superación. Con sus charlas, hoy ayuda a financiar su fundación Ilibagiza, la cual, mayormente a través de donaciones, ya construyó tres escuelas en Ruanda. Ella viaja a su país de origen varias veces al año para llevar adelante los nuevos proyectos.
-¿Qué hay del mito de que los hutus y tutsis lograron reconciliarse?
-No, todavía no. Y quizás nunca suceda. El gobierno actual, conformado por tutsis y hutus, se esfuerza por unir a la sociedad. Pero todavía todos saben quien es hutu y quien es tutsi. Socialmente, casi no se habla del genocidio. Pero individualmente, la mayoría todavía está sanando. Yo no podría confiar del todo en cualquier hutu. No sé si alguno de ellos todavía quiere matarme. Pero hay otros que sé que realmente se arrepintieron.
-¿Te resulta fácil hablar con naturalidad del genocidio?
Yo soy capaz de hablar del tema por la bendición de Dios, y también porque pude esconderme en un lugar. Entonces, no vi nada de lo qué pasó. Otras personas fueron violadas, fueron fuertemente golpeadas. Incluso, violadas por hombres con sida, a propósito. Y quedaron completamente traumatizadas. Por eso siempre digo que mi historia fue fácil. Yo nunca di charlas en Ruanda. Siempre pensé: ¿cómo le voy a hablar a gente que sufrió mucho más que yo? Pero hace poco un medio ruandés me pidió hacer una entrevista en mi lengua nativa, y la subieron a YouTube. En dos semanas fue visto por 40.000 personas. Pensé que me iban a criticar, que iban a comentar: ‘Ah, vos porque estabas encerrada en un baño’. Pero no, escribieron cosas muy lindas, como: ‘muchas gracias por compartir, creo que ahora puedo empezar a sanar’, o ‘me siento liberada’ o ‘esto es lo que necesitaba escuchar’. Estoy tan contenta de haber podido ayudarlos”.
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