La increíble historia del argentino que construye las guitarras de las estrellas
Debería haber una advertencia en la entrada de este lugar: Sépalo. Al ingresar, será transportado a un universo paralelo, del cual no podrá salir con facilidad.
Es mediodía y viernes. El Soho neoyorquino arde; de calor, de turistas, de gente cool, de empleados que corren a comprar algún lunch special a diez dólares, de chicas recién salidas de clases de yoga, de vendedores callejeros que insisten en que cada transeúnte se lleve algo, lo que sea, de sus puestos improvisados.
Pero al cruzar la puerta de Rudy’s Music, un sitio al que Mark Knopfler –el líder de Dire Straits– calificó en el documental Guitar Stories como “la tienda de guitarras más hermosa del mundo”, toda esa urbe encendida deja de existir, súbitamente, para transformarse en un santuario artesanal de maderas, aromas, colores, cuerdas, anécdotas… Y música, claro; ante todo siempre la música.
Adentro, el monarca de este reino de sonidos, el luthier argentino Rudy Pensa, tiene todo minuciosamente bajo control. Mantiene un ojo vigilante sobre la entrada, reparte abrazos entre los clientes, ofrece algo fresco para beber, sonríe; en fin: practica un networking de la vieja escuela. “Acá enfrente hacen un cortado hermoso”, dice, a sabiendas de lo irresistible de su invitación, que no puede separar ese mundo bello que lo rodea, de algo tan sencillo como un café.
Esta historia empieza en Quilmes, en los años 50. En una infancia al ritmo del acordeón de un abuelo genovés; en la casa donde el combinado (“que tenía un sonido impresionante”) no se apagaba nunca y el rastrojero cargaba instrumentos todos los fines de semana para salir a tocar por el Gran Buenos Aires. Entre esos recuerdos hay uno, de 1964, que permanece impecablemente vívido: un viaje en ómnibus de regreso a Buenos Aires, después de unas vacaciones familiares en Córdoba. Fue allí cuando, en una parada, cayó accidentalmente en manos del adolescente Rudy una revista que mostraba en sus páginas a cuatro chicos de Liverpool, con flequillos. “Llegamos a Buenos Aires y fuimos derecho a la disquería. Compramos Love Me Do (“Loooove, looove me do”, canta). Y me voló la cabeza”, evoca. Ese sería el comienzo de todo para ese niño que rompía guitarras en el conurbano como experimento, en pos de crear sus propias 12 cuerdas, y que se convirtió después en uno de los luthiers preferidos de artistas como Lou Reed, Eric Clapton, Lenny Kravitz, Peter Frampton, Dave Grohl, y sí, los argentinos Luis Alberto Spinetta y Gustavo Cerati.
“Antes, en las casas había músicos porque no teníamos tecnología –recuerda Pensa–. Ahora, los pibes están todos con un teléfono en la mano. Nosotros íbamos a algún profesor, para aprender a tocar un instrumento o a bailar folclore, y animar las fiestas familiares. La tecnología es buena, pero no genera curiosidad. Una vez corté un mango de una guitarra y lo atornillé a otro, para ver cómo sonaba; mi viejo casi me mata”, se ríe. “Al contrario, la curiosidad sí puede generar avances tecnológicos. Les Paul les rompió dos radios a sus padres para hacer un estéreo, y eso derivó después en muchos efectos que innovaron la música: el overdubbing, el delay, la grabación multipista”.
Como la mayoría de sus amigos de esos primeros años, él tampoco escaparía del circuito de clases barriales y estudios casi obligatorios para la época. Además de guitarra y bajo, aprendió pintura y hasta ingresó en la carrera de Química. “Pero largué rápido, me di cuenta de que eso no era lo mío…”.
QUILMES-MANHATTAN
Lo suyo se materializó a mediados de los 70, cuando aterrizó en Nueva York para convertir en realidad esa imagen con la que tantas noches, en Quilmes, había soñado: 48th Street, la calle donde entonces florecían las tiendas de música más importantes del mundo; la pasarela por la cual desfilaban todos sus héroes: “Estaban Manny’s y Sam Ash, por ejemplo. Ahí compraban los Beatles y los Rolling Stones. Todos iban a la 48, y yo tenía que ver eso”.
Así, en su primer viaje a Manhattan, Pensa bajó del avión, tomó un taxi y le soltó al conductor: 48th Street. “Cuando llegamos fue tremendo… Me volví loco. En ese momento pensé ‘Yo acá ya viví antes. Y si no fue así, lo voy a hacer ahora’”. El decreto funcionó. Era 1974, consiguió un empleo en una de esas tiendas de guitarras que lo maravillaban –donde empezó a aprender con seriedad el oficio–, conoció a Francesca –su mujer hasta hoy– y abrió su primer negocio, en un segundo piso, que curiosamente tuvo tres nombres: The Music Stop, Rudy’s Music Stop, y finalmente su forma actual: Rudy’s Music.
“Así empecé a conocer gente. El primer argentino que me compró una guitarra fue León Gieco. Después vino Pappo. Eran los tipos a los que yo escuchaba; Litto Nebbia, Los Gatos…”.
Pero la vida tenía reservada más magia. Un día, manejaba camino a su tienda con el tema Sultans of Swing –hit de Dire Straits desde su edición, en 1978– a todo volumen en el estéreo del auto. “Llego al negocio y, apenas abro esa mañana, ¿quién entra? ¡Mark Knopfler! Lo único que podía decirle era ‘Guau, guau, guau’, sin parar”.
Famoso por su introversión, Knopfler reaccionó tímidamente agradecido. El británico estaba en Nueva York buscando estudio para grabar el tercer álbum de su banda, Making Movies (que finalmente se registró en Power Station). Carismático y atrevido, Pensa lo invitó a su cumpleaños. “Le dije que era de la Argentina, que no conocía a mucha gente en Nueva York y que haría una reunión en mi casa. Terminamos tomando vino y hablando toda la noche de nuestros ídolos en común: The Shadows y The Ventures, dos bandas de fines de los 50 que nos marcaron mucho”.
Knopfler, quien es hoy uno de sus mejores amigos, abrió camino para que muchos otros rockeros de la época, como Peter Frampton, Eric Clapton, Carlos Santana, Mick Jagger y Lou Reed, le compraran a Pensa sus guitarras o bajos. Los 80 asomaban, y la new wave también encontró un refugio en Rudy’s Music. “Fue una época muy especial… La música que vino en ese momento tenía una onda tremenda. The Cars, Blondie, The Pretenders… Venían todos a verme”.
HARRISON-LENNON
A mediados de los 80, la magia se presentaría una vez más para completar un espacio en blanco en la vida de este fan de los Beatles. La escena transcurre en el subsuelo del Royal Albert Hall londinense, durante un concierto de Eric Clapton, con Robert Plant –post Led Zeppelin–, Phil Collins, Knopfler y Pensa, amontonados en una diminuta cocina. En plena efervescencia de la noche, alguien se acercó a ellos: “¿Rudy? Sé que eres de la Argentina. ¿Podría hablarte un momento?”. Cuando giró para mirar a su interlocutor, el luthier enmudeció. Era un hombre pálido, delgado, amable, sosegado. Era uno de esos flequillos de la revista de 1964. Era George Harrison. “Quería organizar un concierto en la Argentina, como disculpas por la guerra de Malvinas”, cuenta. “‘Detesto a Margaret Thatcher’, me dijo. Yo no podía contener las lágrimas”.
El show nunca se concretó, pero aquella charla nocturna derivó en personajes tan impensados como Carlos Reutemann y Juan Manuel Fangio –Harrison era fanático de la Fórmula Uno–. “De lo único que no hablamos fue de los Beatles. Yo sabía que si lo hacía, él se iba a sentir incómodo. Para mucha gente, todo pasaba por la dupla Lennon-McCartney, pero George era un tipo espiritual, sensible, maravilloso”.
En 1991, Pensa volvió a llorar por su banda favorita. Ese año, Sean Lennon –hijo de John y Yoko Ono– cumplió la edad necesaria para heredar los instrumentos de su padre, adormecidos por la falta de uso. “Señor Pensa, me dieron las guitarras de mi papá. ¿Podría repararlas para mí”, escuchó Rudy. “Todo lo que tengo se lo debo a tu apellido. A mí, los Beatles me cambiaron la vida”, fue la respuesta.
El nacimiento de una buena guitarra exige, siempre, un entorno de tranquilidad. “Nada de ruidos, nada de interrupciones”, explica Rudy, quien hoy deriva esa tarea en sus colaboradores y se dedica exclusivamente a seleccionar la madera de los instrumentos que después llevarán su apellido.
Las Pensa, que oscilan entre los 4500 y 10.000 dólares, están construidas con arces de Oregon, Estados Unidos, álamos, caobas peruanos y hondureños, palisandros y ébanos. “La madera debe estar bien estacionada… Ese es el secreto que mucha gente desconoce. ¿Por qué los Stradivarius suenan tan bien? Porque su madera tiene 400 años… Cuanto más se seca, más resonancia tiene. La humedad apaga el sonido”.
Cuatro meses pasan desde que un cliente ordena una guitarra hasta que esta llega, por fin, a sus manos. Algunos requieren detalles especiales: cambios de color, de micrófonos, o configuración para mano izquierda. Aunque, para Pensa, quienes se convierten en grandes guitarristas son los zurdos que aprenden a tocar como diestros, como el propio Knopfler, y Cerati. “Son los mejores. Empezaron desde muy chicos, no encontraban instrumentos especiales para ellos y se arreglaron con lo que tenían”.
Cuando, ya en esta década, la calle 48 palideció, Rudy’s Music se mudó a su ubicación actual, en Broome Street. Para entonces, otra generación de artistas se había sumado ya a la historia que cuentan, en fotos, las paredes de la tienda (Kirk Hammett –de Metallica–, John Mayer, Lenny Kravitz, Bruno Mars) y su pasión por los instrumentos se convertía en un libro exquisito, Archtop Guitars, una investigación de seis años, 430 páginas y cinco kilos, que narra la evolución del violín, desde su origen con Antonio Stradivari en Cremona, Italia, hasta su encarnación moderna en las guitarras fabricadas en Nueva York por sus tres luthiers más admirados: John D’Angelico, Jimmy D’Aquisto y John Monteleone. “En la música, las cosas se cruzan. La gente no sabe que Stradivari también hizo guitarras. El género clásico creó el violín, y el jazz creó las archtop, que tienen forma curva y los clásicos agujeros con forma de f, similares a los de los violines”, se entusiasma.
En su viaje diario de una hora y media desde su casa en Westchester hasta su local en Soho, Pensa se aísla de todo y se sumerge en música. En su radio suena rock and roll clásico; Boston, Chicago, bandas que lo transportan, como un perfume, a otros tiempos. Al volante, fantasea con ver a McCartney tocando uno de sus bajos, pero sabe que Paul, a sus 75, no va a cambiar su liviano, perfecto, icónico Hofner. A veces también, solo por un momento, se olvida de Mark Chapman y del 8 de diciembre de 1980. Entonces sueña que, una mañana, la puerta de Broome Street se va a abrir, y por fin va a conocer a Lennon.
Valeria Agis