La ilusión, esa estafa necesaria
La ilusión es la hermanita menor de la esperanza. Una apuesta más chiquita, un caramelo íntimo. Tantas veces es, también, una especie de dulce engaño, de saludable estafa elegida para amortiguar las inclemencias del vivir. Con estas pequeñas historias el autor intenta demostrar que soñar a rajacincha es un derecho. Y un deber.
¿La vida es bella? Sí, digamos que es bella. ¿La vida es una herida y encima absurda? Sí, digamos que es una herida absurda. Siempre la vida se las trae. Millones hay en la Tierra, arenita flotante en el cosmos, que ni siquiera tienen resuello para preguntarse si la vida es esto o aquello. Analfabetos y analfabetizados, hambrientos por adentro y por afuera desde y para siempre, los desgajados duran mientras duran, desguarnecidas carnes y almas picadas. Para ellos no corre la posibilidad de la esperanza, ni la de su hermanita menor, la ilusión.
Hecha la salvedad, este Caminante Quieto intentará reflexionar sobre eso que llamamos ilusión a través de algunas historias de "estafadores" anónimos, o muy conocidos (Gieco, Borges, Chaplin).
La ilusión, ¿hermanita menor de la esperanza? Sí, porque la esperanza es más ambiciosa; hasta puede llegar a ser épica, y entonces la llamamos utopía. Dicho sea: no cae de arriba la esperanza, es un trabajo sin feriados. La ilusión es menos sonora, una especie de caramelo íntimo, una apuesta más chiquita, un modo de soñar cordial, de entre casa.
Y aquí llegamos a nuestro asunto: a veces la ilusión es una especie de estafa elegida. Una dulce estafa buscada para disimular por un rato los azotes de la vida. La estafa no es precisamente algo que haya que propiciar; es repudiable y hasta merece la sanción del código penal. Pero existe esta especie de estafa, que no sólo es perdonable, sino que hasta es saludable: la de la ilusión. ¿Tenemos derecho al autoengaño? Cómo no vamos a tener derecho si consideramos las inclemencias de una vida a la que fuimos arrojados sin ser consultados, de la que somos arrancados sin aviso y consentimiento.
¿Ejemplos de estafas, ilusión mediante, imprescindibles para vadear el arduo suceder? El brindis de fin de año, la prolongación de la creencia en los Reyes Magos, el billete de lotería que compramos sabiendo que "no va a salir, pero deme uno"…
Vayamos por unas pequeñas historias, de esas que no pasan a la historia.
Estafa con gato
Esto lo leí hace lejos y no sé dónde. El sitio: una pieza de extrema pobreza, sin lámpara, sin luz, sin nada sobre una mesita vencida. Allí, dos ancianos acurrucados, atravesados de frío y de soledad. Mientras tanto, afuera, la insoportable Navidad. El brasero con el último calorcito ya se les desvanece en la oscuridad. Tiemblan, no tienen aliento ni para llorar en voz alta. De pronto, dos brasas se reavivan, los viejos se arriman a recibir ese calorcito postrero. Así, apretados, con el olor a sí mismos que les queda, se duermen y vadean la eternidad de esa noche, abrazados. Cuando el sol los despierta, descubren en el lecho del brasero un gato flacuchento, que los mira. Los ojos del gato: las brasitas salvadoras. Dulce estafa elegida. Feliz Navidad.
Estafa con Chaplin
Hablando de Navidad, hagamos memoria de aquella escena de La quimera del oro: Carlitos Chaplin en una esquelética casilla de madera casi doblegada por la nieve. Está solo el hombrecito del bastón y la galera. Se rasca la nuca, no se resigna, quiere celebrar su fiesta, pero claro, sus carencias son muy abundantes: ni un trozo de carne ni un pedazo de pan ni un puñado de arroz. Sin embargo, no está dispuesto a claudicar a la tristeza; no se rinde. Pone al fuego una olla con agua, y mete sus botines; los hierve, los cocina un largo rato. Todo listo, todo a punto: trae la olla a la descuajeringada mesa y se sirve en un plato de lata. Ahí está, sentado como un duque; con una cuchara empieza a tomar pausadamente ese caldo único. Cuando lo termina, sigue con los cordones de sus botines y los pasa entre sus labios, los succiona con fruición, les saca hasta el último juguito. No es todo: al final chupa con deleite los clavitos sueltos de la suela. Carlitos estafador se ha regalado un banquete incomparable.
Estafa con cartero
Esta historia me viene, cuento mediante, de Andrea Apesteguía. Empecemos por el final. Madrugada de una noche de invierno. Golpes en la ventana, y una voz desesperada. Es don Cosme, el anciano vecino (anda por sus 90 años). Pide ayuda, "se ha desvanecido Amanda". Llega la ambulancia, un médico, una enfermera. Le piden a don Cosme que espere en el comedor diario. Mientras aguarda, le cuenta al vecino la historia de su vida con Amanda. Se conocieron veinteañeros. El era cartero. Resulta que ella se mandaba cartas a sí misma para que él se las llevara. Estaban enamorados; aunque no se lo decían con palabras, ya se amaban para siempre. Las cartas para la señorita Amanda siguieron llegando regularmente; él se dio cuenta del truco, pero no le dijo nada. Qué más quería Cosme que llamar a su puerta y verla salir y mirarla y respirarla y cruzar unas palabras y entregarle el sobre y rozarla. Después noviaron, se casaron, compartieron todos los días y las noches de casi setenta años, hasta ésta. Cuenta don Cosme que escuchaban los radioteatros juntos, arreglaban el jardín juntos, viajaban a las sierras de Córdoba juntos, cambiaron con los años la cena por un café con leche juntos. Cuenta también que cuando lo invitaban los amigos, en el club, en el trabajo, siempre decía "gracias, yo me quedo con ella".
El médico sale de la habitación; no hace falta que lo pronuncie: ella ha muerto.
"Vamos, don Cosme, acompáñeme", le dice el vecino. "Gracias, yo me quedo con ella."
Con ella, la dulcísima estafadora que se mandaba cartas a sí misma para que él…
Estafa de padre que se desangra
Don Gildo D´Accurzio fue un imprentero excepcional que en Mendoza, desde su pequeño y prodigioso taller, publicó libros de autores entonces ignotos y con los años famosos internacionalmente, entre ellos, Armando Tejada Gómez y Antonio Di Benedetto. Entre 1940 y 1970, editó más de 1500 títulos, también en francés, italiano, inglés, alemán; asombroso, hasta en latín, griego y sánscrito. Desde su exilio en París, Julio Cortázar escribía admirado por aquella imprentita que había frecuentado durante sus años en la Universidad de Cuyo. A mí, don Gildo me publicó la segunda edición de Pautas eneras, un librito que había sido prohibido y quemado en 1962 por decisión del gobierno de facto. La imprentita vivía de la folletería comercial. A la hora de arreglar el pago, don Gildo nos decía: "Eso lo dejamos para más adelante". Es decir, para nunca.
Hasta aquí, nuestro D´Accurzio aparece como alguien que amorosamente propiciaba las estafas de nosotros, los escritores, hacia él. Jugaba a ilusionarnos con la posibilidad de que algún día le pagaríamos nuestras ediciones.
Pero eso no es todo. Don Gildo mandaba a su hijo Juan Carlos para que deslizara sobres por debajo de las puertas de las casas de escritores asediados por la miseria. Esos sobres llevaban dinero, y eran anónimos. Juan Carlos murió antes de cumplir sus 15 años. Su insoportable dolor don Gildo lo mitigó con una ilusión, con una estafa imprescindible para poder seguir respirando: durante años dejó sin llave la puerta de su casa. Durante años se ilusionó con que el día o la noche menos pensados su hijo volvería a su casa, a su mesa, a su cama.
Estafa con León
León rima con corazón. Y no es casualidad: León Gieco encarna un caso, rarísimo en esta Argentina, porque no enarbola una cosa y hace otra: trata porfiadamente de ser como lo que canta. A diferencia de tantos caretas, para él, del dicho al hecho no hay trecho: hay un puente que construye con denuedo, a veces con desesperación, llegando hasta esa especie de infarto del alma que llaman ataque de pánico. Lo entrevisté por primera vez en 1995. Con el tiempo, esas conversadas fueron un capítulo de mi libro Argentinos en la cornisa. Gieco cornisa de la solidaridad, de la coherencia. Retomo un tramo de aquel encuentro. Escuchémoslo:
-Entre los 7 y los 8 años yo tenía dos trabajos: de seis a diez de la mañana repartía carne en una bicicleta de ésas con el canasto adelante; ¡cómo me costaba pilotearla los días de lluvia! El otro trabajo era hacerle los mandados y diligencias a una señora que estaba imposibilitada.
-¿Por qué tanto trabajo siendo tan tiernito?
-Más que por la pobreza, por las peleas entre mis viejos. Discutían por la plata, por las deudas... A mi viejo le gustaba chupar, timbear, faltaba mucho de la casa y eso era una pesadilla. Yo escuchaba, sufría; entonces me tomé el compromiso de trabajar para ayudar a pagar las cuentas de mi vieja en el almacén y de mi viejo en la estación de servicio. Ellos se peleaban, pero conmigo eran cordiales. Si mi viejo me reprendía por alguna cagada que me mandaba, mi vieja le decía: "No le digás nada porque él trae más plata que vos a la casa". Esto me enorgullecía y me daba una tristeza así, total.
-Se ve, León: te estás estrujando la solapa de la campera.
-Es que también para mi viejo fueron muy duras las cosas. Mis abuelos vinieron a Santa Fe desde el norte de Italia, del Piemonte. Mi abuelo era de los que tenían más hijos para alzar cada vez más cosechas. Mi viejo un día se hartó y nos fuimos a Cañada Rosquín...
Algo más me contó Gieco de sus 8 años, y desemboca en estas líneas: Había una vez un pibe demasiado apurado por hacerse hombre. En la mitad de cierta noche el pibe se desveló. Calor, mosquitos, el ronquido del padre, la resignada respiración de la madre, todos allí, durmiendo en la misma pieza… Desvelado como estaba, se dio cuenta de que faltaban sólo dos días para la Navidad. Pensó en el regalo que iba a recibir: "Seguro que otra vez va a ser una camiseta o un par de medias". Casi en voz alta el pibe decidió hacerse él mismo otro regalo: el juego del Estanciero. Al otro día sacó la plata de su latita de siempre y se fue a comprarlo, rápido. Mientras se lo envolvían, miró de reojo una guitarra. Y más hizo: la rozó con sus dedos. Con el regalo disimulado entre diarios volvió y lo metió debajo de su cama. Todo llega, y también la Nochebuena. Los cohetes, la sidra y, claro, la camiseta para el próximo invierno. Aprovechando el barullo el pibe fue, sacó El Estanciero de abajo de la cama y salió a mostrárselo al vecindario: "¡Miren, miren lo que me regalaron mis viejos!".
Estafa borgeana
Don Borges, en un poema que para tantos y tantos es el único que le conocen, confesó que había cometido el peor de los pecados: no haber sido feliz. Pero soy del parecer que el "no haber sido feliz" no fue tan así. Consideremos: sus infinitas horas de lectura le depararon, sumadas, años de goce y dicha y felicidad. A eso agreguémosle las infinitas horas de goce y dicha y felicidad que tuvo, lamiéndose como un gato el laguito interior, mientras urdía sus ensayos, poemas y cuentos. Por otra parte, nos guste o no, volvió a casarse en la vejez y, sabiendo que sus días contados eran pocos, se fue a morir a su amada Ginebra.
Con don Borges pude conversar una punta de veces a partir de una entrevista que le hice en el octubre del 65; de esos sucesivos encuentros deduzco que fue un estafador estafado y que, además, se quedó corto en su propia estafa debida. Escuchemos un tramo de otro diálogo con él, cuando ya andaba por sus 76 años:
-Si lo desea, Borges, podemos hablar de su madre.
-Ah, gracias, gracias. Ante todo, no he conocido a nadie que la odiara o que tuviera adversa opinión sobre mi madre. Esa virtud, la de ser unánimemente querido, no me ha caracterizado a mí. Ella vivió hasta los 99 años… En tan pocas cosas pude complacer a mi madre… Para colmo, ella era asiduamente católica. Poco tiempo antes de su muerte, suspendiendo mi agnosticismo, hasta me confesé para darle algún alivio, pero no sé, tal vez ella simuló alegría para dejarme con un buen recuerdo.
Hasta aquí, vemos, Borges y su madre se estafan amorosamente, queriendo cada uno ilusionar al otro. Pero observemos cómo sigue esta conmovedora confesión:
-Borges, ¿puedo preguntarle si usted fue un buen hijo?
-No creo haber sido un buen hijo, pero malo tampoco, ¿no?
-¿Y por qué se mortifica tanto entonces?
-Alguna vez tuve cierta mejoría en mi vista, pero no se lo dije a mi madre. Ahora eso me pesa, me pesa. No tengo hábitos religiosos, no acudo a oraciones conocidas, pero a veces me encuentro pensando, murmurando casi, que nada me hubiera costado ser un poco más bueno con ella.
Aquí el Sumo Ciego nos está confesando que su peor pecado fue, en realidad, no haber claudicado a esa estafa ilusoria: "Sabe, madre, estos días noto que estoy viendo mucho más…"
Estafa de fin de curso
Esto de coronar el bachillerato con un viaje no es algo nuevo; aunque con menos pretensiones que hoy, ya empezaba a hacerse cincuenta años atrás. En un quinto año del Colegio Nacional Agustín Alvarez pasó esto: apenas comenzó, el curso entero se reunió para planear el modo de concretar ese viaje. Un alumno propuso rifar tres bicicletas Legnano aprovechando que el padre era importador. Varios propusieron organizar una kermés cada trimestre. Alguien que soñaba con ser escritor trajo una idea insólita: "Yo escribo una novela en cuatro meses, la publicamos, con lo que saquemos vendiendo los libros, viajamos todos…"
La curiosa propuesta fue aceptada sin reparos. Hubo unanimidad en la ilusión. Nadie dudó de que la novela fuera a ser escrita y que sería publicada. Nadie dudó de que la edición de aquel libro todavía no escrito se fuera a agotar enseguida. Y después, ¡todos a viajar!
El proyecto empezó a ser cierto. El libro ya estaba escrito a los cuatro meses. Claro, no se pudo vender, pequeño detalle, porque no se pudo editar. Guardo conmigo tres cuadernos Avon, espiralados, de tapas verdes, que escribí hasta el borde con la tinta azul Pelikan de una lapicera fuente.
No viajamos a ningún lado. Pero.
Posdata
Pero. Si consideramos que las inclemencias de la vida no nos piden permiso, no nos hacen precio, no nos indultan, el autoengaño de la ilusión es, tantas veces, una estafa necesaria.
Ante eso, ¿podemos ser descalificados de ingenuos, de flojos, de pueriles?
A ver, ¿quién nos puede impedir el derecho y el deber de soñar sin asco, a rajacincha?
La verdad es que no hay verdades únicas. La coartada de la ilusión es una de las tantas verdades únicas.
A ver, a ver: ¿quién nos quita lo ilusionado?
rbraceli@arnet.com.ar
El autor es poeta, dramaturgo, ensayista, autor de una veintena de libros, entre otros: El último padre, Violeta viene a nacer, De fútbol somos, y del reciente Vincent, te espero desnuda al final del libro.
lanacionar