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Anoche, al finalizar la sesión de la cámara de senadores, un micrófono mal cerrado le jugó una mala pasada a Cristina Fernández de Kirchner: “¿A qué hora cierra Rapanui?”, se le escuchó decir a la vicepresidenta, con su voz amplificada por el sistema de audio. Te invitamos a repasar la historia detrás de la marca de helados y chocolates.
El primer trabajo que tuvo en su vida Diego Fenoglio fue sencillo, pero arduo: quitaba carozos y cabitos a guindas y a cerezas.
Lo hacía en vacaciones de verano, cuando salía de la escuela Cardenal Cagliero, donde durante seis años estuvo pupilo. Aún era un niño, pero su papá Aldo Fenoglio, que había escapado de la guerra en Italia y había quedado huérfano de pequeño, era un convencido de que los oficios hay que transmitirlos desde chico. "Las cosas, Diego, no las aprendés porque te las cuentan. Las aprendés con los ojos", le repetía papá Aldo. Aldo e Inés, su mujer, apasionada de la cocina, se instalaron en Bariloche en 1947. Y nunca jamás hablaron de la guerra. En Bariloche, abrieron una confitería y chocolatería llamada Tronador que, en poco tiempo, se convirtió en punto de reunión de vecinos y en foco de atracción turística. Su panforte de fin de año se hizo célebre. En los 60, Aldo cambió de nombre el emprendimiento y lo transformó en un desafío personal: lo llamó Fenoglio.
En futura tierra de chocolateros, Aldo fue pionero. Él había aprendido el oficio desde muy chico en una confitería en Turín. En el norte de Italia, antes aún de tener acné, ya sabía los secretos de hechura del mejor chocolate italiano. Por eso, cada vez que Diego terminaba el año escolar, papá lo llamaba y lo metía en la fábrica a mirar y aprender. Allí Diego aprendió todo. Y aprendió, entre otras cosas, a respetar la sabiduría de la receta. A veces aprendía mirando y a veces aprendía pifiando. Una vez, él, amante del helado de vainilla –cuanto más cremoso, más amor–, recibió una orden del papá de volcar los ingredientes para una nueva producción. Se le ocurrió a Diego poner más crema de lo que señalaba la receta –capricho personal–. Pero después descubrió que, si uno le agrega más crema, el helado concentra más grasa y no se congela. El papá Aldo puteaba en italiano: "¡Ma porca miseria: este gelato que no se hace!". Diego, por las dudas, no dijo nada. "Si le decía –recuerda hoy–, me pegaba un patadón que volaba".
Cada verano, Diego sumaba más conocimiento y alguna que otra puteada. A los 20, papá murió de un infarto. Y Diego, su hermana y su madre se hicieron cargo de los negocios. Aldo había instalado la marca Fenoglio y era tal su prestigio que los pedidos y los clientes se multiplicaban y multiplicaban. Pero llegó un momento en el que Diego detectó que los números daban bien en la empresa, pero la calidad no. "Tenemos que volver a hacer productos con encanto", les dijo a su hermana y a su mamá. "No importa si vendemos menos". La hermana y la mamá lo pensaron un rato y concluyeron que, dados los ingresos, continuarían sin cambios. "Bueno, entonces solo queda un camino para mí", les anunció Diego. "Voy a ponerme una fábrica y empezar desde cero".
En 1996, Diego juntó a 18 empleados y con un puñado de máquinas –entre ellas, una bañadora de 25 cm de ancho– se propuso diseñar sus propios productos. Prefería cuidar antes que masificar. Concibió un bombón de gianduia. Un crocante de almendras. Una trufa amarga. Sus primeras toccatas sin la familia. Abrió un local en Bariloche en la calle Mitre; lo llamó Rapanui, el nombre de su casa de la juventud.
Esa minuciosidad febril fue la que, con el tiempo, hizo que Rapanui ganara fama. El primer año ya pasaban 3.000 clientes cada mes. En 2009, lanzó su fábrica de helados. Y escalaba a 120 variedades de chocolates en la fábrica.
Se ocupaba de buscar frutas en el mercado central, de probarlas y de despacharlas a Bariloche en cámaras frigoríficas, para crear bombones, helados y demás objetos de deseo. A Fenoglio hijo se le metió en la cabeza la idea de concebir sus chocolates partiendo del mismo grano de cacao hasta llegar al bombón y dejarlo listo para llevárselo a la boca. Entonces diseñó una línea de helados que tomaban como base los mismos chocolates que él producía en la fábrica. Más cuidado, imposible. Para atraer clientes, viajaba a Buenos Aires y difundía la marca a los cuatro vientos. Instaló la idea matriz de su proyecto: bombones, chocolates y helados de autor que no se consiguen en ninguna parte. No hay tutorial de YouTube que los explique ni cadena paqueta de helados o bombonerías que reproduzcan lo que la mente de Diego, templada en chocolatismo desde la infancia, plasmaba con obsesión de tano. A veces, de visita en ferias internacionales de frutas, se acercaba a puestos de frambuesas y preguntaba: "¿Puedo probarlas?"; "Las frambuesas son iguales en todas partes", le decían. Pero Diego, emperrado, negaba con la cabeza. "Hay decenas de variedades. Y la misma variedad, según dónde y cómo se cultive, cambia de sabor. La única manera de saber si una fruta es buena o no es probándola". Y, bueno, los feriantes le daban el gusto: que probara y se sacara las ganas.
* 300 toneladas entre chocolates y helados produce cada año
* 200.000 clientes al mes transitan sus 10 locales
* A 50 pruebas de ensayo y error puede llegar hasta que termina un producto
En medio de la erupción del volcán Puyehue en junio de 2011, que tiñó Bariloche y la zona de cenizas y precipitó una caída en el ritmo de vuelos –de 11 diarios a ocho en tres meses–, Fenoglio descubrió que si no salía de Bariloche nunca iba a lograr instalar su marca como él quería. Así que tomó las valijas, dejó a un hijo a cargo de la fábrica en Bariloche, a su otra hija le asignó la tarea de comunicación en redes y se embarcó en la titánica tarea de conquistar a los porteños. En 2012, inauguró su primer local de Rapanui en Azcuénaga y Arenales. "Quiero que el local sea acogedor como una casa. No quiero que parezca un local como cualquier otro", le dijo a la arquitecta. Ella tomó nota y plasmó el espíritu de hogar dulce hogar.
Gente grande que había trabajado toda su vida en el rubro de los chocolates ponía cara maravillada de niño. Como suele decirse: una explosión de sabor. Ese bombón, bautizado FraNui, es el producto estelar de la empresa.
Rápidamente, Rapanui, gracias a genes, tradición y sudor de camiseta, se posicionó entre tanta confitería y heladería cajetilla. Fenoglio, cual científico loco, diseñaba más y más sabores. A veces, hacía hasta 50 pruebas por una idea y nada salía. Descubrió –ya se lo decía su papá– que los sabores contradictorios nunca se llevan bien. Aun así llegó a plasmar un chocolate con cerveza y le quedó 10 puntos. En ciertas ocasiones, sin embargo, las ideas fluían cual arroyito de chocolate. Una vez camino a su casa, en el auto –pues en el auto es siempre donde se le ocurren las cosas y donde los problemas mágicamente se resuelven–, tuvo una epifanía: pensó primero en frambuesas. Se le vino a la cabeza la cantidad de frambuesas que crecen en estampida en Bariloche –de hecho, él en su propia casa tenía una plantación enorme–. Y también pensó en el verano –pues hacía un calor de locos– y en los bombones, capa sobre capa. Y luego en envolver ese fruto rojo con baño de chocolate. En tres días, sus chocolateros le dieron el resultado: un hitazo. Les dio a probar a sus empleados y vio sus caras. Gente grande que había trabajado toda su vida en el rubro de los chocolates ponía cara maravillada de niño. Como suele decirse: una explosión de sabor. Ese bombón, bautizado FraNui, es el producto estelar de la empresa.
Con los años, Rapanui se catapultó a la cima del chocolatismo premium local. Estrenó siete locales en Buenos Aires –hay 10 en el país–. Seis de ellos, en viejas casonas, para reproducir ese clima de hogar que abre tan bien las puertas irrefrenables de la gula. Arrancó con 18 y hoy tiene 450 empleados. Entre sus clientes celebrities están Marcelo Tinelli, que suele pedir helado al local de Elcano. Y Valeria Mazza, que hasta visitó la fábrica en Bariloche y ama los FraNui.
Fenoglio dice que cada sabor es el mejor esfuerzo que puede dar tras horas de desandar pasillos del mercado central –"un lugar al que me encanta ir no representa ningún trabajo"– y días y noches de borrón y cuenta nueva. Y el hombre no para. Hoy, para no congelar frutas desde el mercado central rumbo a Bariloche –lo cual es una tarea demencial de traslado, gastos y transporte–, tiene pensado, a la brevedad, estrenar su propia planta de helados junto al mercado central. "La gente casi no lo percibe, pero yo, que soy obsesivo, me doy cuenta de que al congelar la fruta se pierde algo de sabor", dice Fenoglio hijo.
Su fábrica produce más de 300 toneladas al año entre chocolates y helados. Y, cada mes, 200.000 clientes pasan por sus locales a degustar el sabor de esa obsesión llamada FraNui. Dulce remedio para tanta amargura.
*Esta nota fue publicada originalmente en agosto de 2018. Las cifras corresponden a ese momento, antes del inicio de la pandemia.