La leyenda le atribuye una maldición que cayó sobre todos quienes se relacionaron con él, desde el primer dueño, el soltero más rico de NY, hasta Maurizio Gucci, entre otros, padecieron su hechizo
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“Es mejor llorar en un Rolls-Royce que ser feliz en una bicicleta”, solía decir Patrizia Reggiani. Era el destino de todos los caprichos que sofocaba Maurizio Gucci cuando aún eran pareja. En medio del idilio entre ambos y con el crecimiento de la marca en el mejor momento de la industria de la moda italiana, emergió una perla negra. Esa que como una efigie egipcia oculta en una pirámide, bastaba con ser poseída para determinar el fin y la caída. Creole, se llama. Muchos dicen que ha sido responsable de varios destinos desafortunados. Para los Gucci parece que todo comenzó con la posesión de ese yate maldito.
Los hechos consumados revelan que Reggiani había nacido en la pobreza, sin la posibilidad de conocer a su padre. Cuando tenía 12 años, su madre -hasta entonces moza- se casó con un millonario, Ferdinando Reggiani, y éste la adoptó, catapultándola al jet set. Convertida en una princesa del ambiente italiano, conoció a Maurizzio en una fiesta en 1970. Se casarían dos años después, aún en contra del padre de él, Rodolfo, quien consideraba a Patrizia una cazafortunas, y tendrían dos hijas: Alessandra (1977) y Allegra (1981).
A la señora Gucci, a quien apodaban la “Joan Collins de Monte Napoleone”, en alusión a la actriz protagonista de la serie Dinastía, célebre por entonces, la tentaba el lujo y la extravagancia. Entre sus deseos, apareció la obsesión por el Creole. Por años catalogado como el velero más bello y grande del mundo realizado en madera.
Una tragedia griega
Diseñado por Charles E. Nicholson, el Creole (aunque no era conocido con ese nombre por entonces) fue el yate más grande construido en la historia del astillero británico Camper & Nicholsons. Una goleta de tres mástiles con vela de estay que se presentó en 1927, transformándose en el velero más bello del mundo al momento de su botadura.
Por aquél tiempo Alexander Smith Cochran, quien se convertiría en el mayor productor de alfombras del planeta, y conocido como el soltero más rico de Nueva York, se había aficionado a la navegación. Soñaba con cruzar el Atlántico y competir en Europa. Habiendo ganado decenas de regatas en el viejo continente, finalmente encargó al astillero de Nicholson la producción de una nueva goleta. Lanzado al mar bajo el nombre de Vira, ya dio indicios desde el comienzo de que no venía con buenas nuevas: a la hora de su bautismo, debieron lanzar la botella de champagne tres veces para que, finamente, se rompiera.
Como buen millonario caprichoso, Cochran exigió al astillero algunas modificaciones: entre varios otros detalles, pidió el acortamiento de los tres mástiles, lo que redundó en un rendimiento deficiente y un exagerado balanceo durante la navegación. Más allá de todas estas exigencias, Cochran no pudo gozar de la nave que, aún hoy, casi 100 años luego de construido, sigue siendo de los más distinguidos del mundo. El magnate murió dos años después de adquirirlo a lo 55 años de tuberculosis.
Luego, por una década estuvo compitiendo en diferentes sitios de Europa, y llevó una historia de éxitos gracias a que fue vuelto a su estado original. Su nombre había cambiado a Creole, supuestamente inspirado en un postre invención de alguno de los muchos dueños que tuvo entre la muerte de Cochran y el inicio de la Segunda Guerra Mundial.
Como casi todas las naves por entonces, entró en servicio durante la contienda y se desempeñó como cazador de minas. Terminado el conflicto armado, en 1948, pasó a las manos del acérrimo enemigo y competidor de Aristóteles Onassis. Por entonces, el poderío de los astilleros griegos estaba en tres manos: la del propio Ari, su suegro Stavros Livanos y su coetáneo Stavros Niarchos, quien coqueteó con Eugenia, la cuñada de Onassis durante las nupcias de éste con su hermana Athina. Pero fue más allá: aún estaba casado en segundas nupcias con la viuda de un diplomático, pero la boda de los Onassis sirvió para dar cabida a su tercer matrimonio, esta vez con la cuñada de Aristóteles. Con poca visión de aquí y ahora, en esa misma ceremonia se tejió una de las tragedias griegas más recordadas del jet set de ese país. Niarchos y Athina, ya cuñados, se prometieron estar juntos en algún momento de sus vidas.
Mientras compartían el Creole llenándolo de fiestas y celebridades, los ahora parientes, además de enemigos, Onassis y Niarchos batallaban públicamente por sus negocios. Se sucedieron traiciones amorosas en ambos matrimonios, María Callas en uno, Charlotte Ford, descendiente de Henry, en el otro. Hasta que la tragedia los cruzó a ambos: la muerte de su único hijo varón para Aristóteles, y la aparición sin vida de Eugenia Livanos, en la isla privada Spetsopoulas, que era de Niarchos quien había maldecido al yate mientras la conducía hasta el sitio de su deceso. El fallecimiento fue sospechoso. A pesar de asignarlo a una sobredosis accidental, durante la autopsia se confirmó que Eugenia poseía numerosos moretones en el cuerpo, los que se atribuían a un supuesto enfrentamiento con su esposo, quien, luego de ser investigado, fue exonerado.
Los destinos finalmente se cruzaron para hacer realidad la antigua promesa: el viudo y sospechado de la muerte de su hermana, padre de sus sobrinos, se casaba con Athina Livanos, quien moría, como su hermana, de una sobredosis apenas meses después. Más tarde, sumido en la depresión, también fallecería Aristóteles Onassis. Stavros Niarchos nunca volvió a casarse.
Poniéndolo a la moda
Fue precisamente Niarchos quien llevó al Creole a otro nivel, invirtiendo una fortuna en su restauración. Sus 6 camarotes se aggiornaron especialmente para acoger a los recién casados reyes de España: Juan Carlos y Sofía, quienes lo utilizaron como base para su luna de miel en mayo de 1962. Con el Creole recorrieron el Mediterráneo, después de desestimar la invitación de Onassis para hacerlo en su yate, el Christina.
Luego de los muchos traspiés de las familias griegas, Niarchos decidió deshacerse del yate. Fue adquirido por el gobierno danés que lo mantuvo como buque escuela hasta que, debido a la alta inversión en mantenimiento que requería, debió ser puesto a la venta nuevamente. Allí llegó la obsesión de Patrizia Reggiani, quien logró convencer a Maurizzio Gucci, recién nombrado a cargo de la firma, para que lo adquiriera. Ella declararía por entonces que conocía la leyenda sobre la maldición del Creole, pero confiaba en revertirla. No tuvo razón.
Como esperando el momento preciso, las velas del navío de teca surcaron los puertos más chic del mundo por 10 años con los Gucci en él, haciendo gala de la crema y nata del jet set internacional.
Para 1983, cuando su esposo se hizo cargo de los negocios familiares, a la muerte de su padre, Patrizia comenzó a exasperarse por la que ella consideraba “poca destreza comercial de su marido”.
La presión fue tanta que una mañana Maurizzio salió como siempre de su mansión rumbo al trabajo, pero en vez de llegar a donde acostumbraba, se subió al Creole sin dar más noticias. Desapareció en él por unas cuantas semanas sin que su familia supiera el destino y sin que se alertara públicamente de su partida.
Volvió del mismo modo en que se fue, pero ya con amante oficial. Divorciado y vuelto a casar, sufrió los embates de odio de su ex mujer que, según probó la justicia, organizó la muerte de Gucci, en 1995. Fue ultimado por un sicario al ingresar a su oficina. Reggiani cumplió 18 de los 25 años de cárcel que le sentenciaron.
Un acuerdo previo a su separación obligó al propietario actual de la marca Gucci, François-Henri Pinault, esposo de Salma Hayek, a pagar un millón de euros anuales de por vida a la ex esposa condenada.
Mientras tanto, el Creole duerme en Palma de Mallorca, es propiedad de las herederas de Gucci: Alessandra y Allegra. Patrizia sigue negando haber tenido que ver con la muerte del padre de sus hijas. Tal vez sólo fue la maldición del Creole.
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