En los años 50, el partido de San Martín era la meca de la industria óptica. O, para ser más precisos, no había otro lugar en Argentina que concentrara tantas fábricas de anteojos como San Martín. No era mucho lo que se necesitaba para montar una: podía ser un living. Un patio cerrado. Un garaje. Los vecinos se las arreglaban para buscar un sitio cubierto e instalar las pocas máquinas necesarias para sacar sus propios modelos de anteojos. Las mismas máquinas, muchas de ellas, se ensamblaban en el mismo barrio. Desde luego, no había que pedir mucho: el modelo era único, negro, plástico, muy Clark Kent. En esa época, llevar anteojos no era signo de distinción, era signo de otra cosa: que uno era chicato.
Los Ranieri vinieron de Davoli, en Calabria. Papá era zapatero. Y eran más bien pobres. Y Pedro, el menor, y sus tres hermanas debieron trabajar desde pequeños. Como muchos de los vecinos, entró a trabajar en una fábrica puliendo anteojos. Estuvo allí tres años, dele que te dele.
De la fábrica pasó a una metalúrgica donde se dedicó a ensamblar embragues. Pero a los 15, su destino lo volvió a convocar. En 1965 se mudó frente a su casa un hombre de apellido Fermani que montó, otra más, su propia fábrica de anteojos en el fondo de su propiedad. Ranieri hizo carrera en la fábrica de su vecino y, cuando cumplió 18, ya tenía un grupo de gente a cargo. Era responsable del área productiva. Y a los amigos ya les anunciaba: "Me corren anteojos por las venas".
A los 24, debatía de igual a igual con Fermani, el dueño. Y en ese mismo año, Ranieri pegó el portazo. Le prometieron un aumento que nunca se concretó, y Ranieri y sus venas llenas de anteojos decidieron que era hora de probar suerte por su cuenta.
Tenía capacidad, pero no tenía capital. Entonces invirtió sus ahorros y los de su esposa, Valentina Sbrascini, empleada de Knorr Suiza –se conocieron por un amigo del barrio–, para comprar sus primeras máquinas. Valentina trabajaba de lunes a lunes para sumar billetes que respaldaran el sueño: los sábados en Knorr pagaban el doble, y los domingos el triple. Ranieri montó su pequeña fábrica en el fondo de la casa de su madre y un baño en obra en casa de un amigo. Luego, en un departamento de 80 m2 en Villa Maipú. Y así empezó, cortando planchas de zilo y montando todo el asunto con sus propias manos y las manos de dos empleados. Y así se hizo Ranieri un nombre entre los mayoristas que le compraban sus anteojos. Vendía unos 10 mil anteojos al año.
11 años tenía Ranieri cuando empezó a pulir lentes
Ranieri era un tipo de mundo. Con horizonte largo. Y, para la época, un fashion: camisa de raso, colores pasteles, pleno flower power. En 1975, tomó una decisión brava y crucial: voló a Milán, a la gran convención mundial de la industria del anteojo. Para pagar el pasaje y semejante travesía, vendió el auto. El único que tenía. Estuvo 20 días allá –de paso, aprovechó a visitar a sus ancestros en Calabria, el primero en hacerlo de la familia–.
Ranieri montó su pequeña fábrica en el fondo de la casa de su madre y un baño en obra en casa de un amigo. Luego, en un departamento de 80 m2 en Villa Maipú. Y así empezó, cortando planchas de zilo y montando todo el asunto con sus propias manos y las manos de dos empleados.
Lo que vio allí le cambió la película: los anteojos, en Europa, no era signo de miope. Eran objetos de moda que se asociaban a las marcas top de indumentaria. Los anteojos tenían onda, se llevaban con orgullo y distinción. En las revistas faranduleras los actores del momento tenían anteojos y no les quedaba nada mal. Ranieri visitó las fábricas en Italia. Se paseó por las líneas de montaje. Vio máquinas. Chequeó precios. Y tomó mucha nota mental.
600 mil dólares de pérdidas le trajo un incendio a la fábrica en 2014
Al volver, renovó máquinas y se modernizó: en lugar de vender a mayoristas, Ranieri los hacía llegar directamente a ópticas o a distribuidores. E inspirado en la moda europea, sacó en 1982 un modelo de anteojos cool al que le escribió sus iniciales insertas en un nombre con aires de distinción: Philippe Rosset. Los portaban, en campañas, celebrities como Graciela Borges y la Chiqui Legrand.
300 mil gafas vende por año
A fines de los 80, lanzó un brand de anteojos ligados con una marca de moda en Europa: Mango. Registró el nombre en Argentina –solo para producir anteojos– y el link mental, sumado al diseño, hicieron el resto. Los anteojos Mango fueron un suceso y un proyecto de vanguardia. Agotaban 84 mil gafas al año. Un sinfín de chicatos descubrieron que no era necesario pasarse a lentes de contacto y ocultar su condición, si no pasar al frente y calzarse un par de anteojos fashion. Ranieri produjo anteojos Mango durante 20 años, a razón de 15 modelos anuales –hasta Facundo Arana se calzó los Mango en sus campañas–. Las ventas se multiplicaron. Y Ranieri se transformó en rey indiscutido del anteojismo local. La reconocida cadena Lutz Ferrando los convocó para producir su propia línea.
76.277 unidades lleva vendidas su modelo REEF 043
A Mango le siguieron otras empresas cool formateadas por Ranieri en clave oftalmológica: Motor Oil, Osh Kosh, Vitamina, Ossira, John Cook, Wanama. En los 90, Ranieri estableció alianzas y recogió réditos de poner un pie en el mundo de la moda. Cada marca que sumaba, sumaba sus modelos. En John L. Cook posaron con sus gafas Dolo Barreiro y su futuro marido Matías Camisani. En Ossira, Daniela Urzi. Mientras tanto, Ranieri se equipaba con máquinas made in Italia: sobre todo de fresado y corte.
En 2008 le hicieron a Valeria Mazza su propia línea de anteojos. Y en 2018, incorporaron los anteojos de Las Oreiro –siete modelos de sol y tres de receta–: dicen que son una pegada.
En el medio, algunos volantazos. A fines de los 90, con la importación barriendo la industria local, Ranieri se asoció a un grupo italiano –la tercera empresa más importante en el mundo–, que cotizaba en Bolsa. La sociedad lo hizo jugar en Primera: se modernizaron, emprolijaron cuentas, funciones administrativas. Y pasaron el vendaval de la globalización. Tras la crisis de 2001, los italianos hicieron valijas y regresaron a Europa. Ranieri recuperó su parte de la compañía y volvieron a ser ciento por ciento nacionales. Para 2003, se hicieron for export.
De todas las alianzas con la moda, la que le dio, hasta ahora más y mejores frutos fue una, en el 2000, de la línea REEF: el modelo 043, un modelo de inyección, ergonómico, con calce canchero, es el más vendido en la historia de la compañía –lleva agotadas 76.277 unidades –.
Hoy en día, sus modelos de REEF concentran el 40% de la facturación de la empresa. Ranieri vende 300 mil anteojos al año, así que saque las cuentas. Con el sello REEF llegaron con sus modelos por toda Latinoamérica y exportaron a un puñado de remotas naciones de Asia. En paralelo, incorporaron máquinas de última tecnología: fresado automático, cabinas de pintura presurizada y matricería de última generación.
En 1998, inauguraron planta flamante de 4.080 m2: un ex galpón, al que se le añadieron cuatro terrenos. Se unificó administración. Fábrica. Diseño. Marketing. Todo en una misma sede.
Pero la vida le tiró con todo: en 2006, murió su hija Bárbara, psicóloga y a cargo de recursos humanos de la empresa, en un accidente de autos. Y el 24 de noviembre de 2014, otra fecha fatal, un cortocircuito disparó un incendio que devoró toda la producción y se llevó para siempre un puñado de máquinas de punta. Ocasionó pérdidas por 600 mil dólares.
Mientras los bomberos sofocaban el incendio, Ranieri se paseaba por su fábrica, oscurecida y humeante, y teléfono en mano conversaba en italiano con sus proveedores en Italia para comprar, ese mismo día, las máquinas perdidas. Ranieri no paró nunca. Hasta que en 2016, Dios, que todo lo ve sin necesidad de anteojos REEF, se lo llevó de este mundo.
Hoy continúan el legado Ranieri sus hijas Tamara y Florencia, su esposa Valentina. Más un incondicional desde el inicio de la empresa, Francisco Mamone, ex mano derecha de Pedro, a cargo del área productiva. Y en diseño, Pablo Micolucci, sobrino de la familia. Parte de los 130 empleados de la empresa. En tiempos de globalización, buscan recuperar el terreno perdido en Latinoamérica ante colosos de la óptica como Luxottica, la corporación italiana con el 80% de marcas del mercado –incluida el hitazo Ray-Ban– y 7.400 locales en todo el mundo.
Dicen que ya recuperaron Perú y Chile. Un Ranieri, lo saben mejor que nadie, nunca se da por vencido. Donde otros ven incendios. Ellos ven recambio. Las gafas del optimismo no se venden ni se recetan. Se llevan en la sangre.
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