La noche del 11 de marzo de 2018, mientras dormía en su casa de Villa Giardino envuelta por el silencio del fin del verano cordobés, Patricia Gregorini soñó con su hija.
–Estaba encerrada y no podía salir y yo estaba ahí y no la podía ayudar –recuerda ahora, varios meses después.
Se despertó preocupada: siempre habían tenido presagios una de la otra y ahora Alina estaba del otro lado del mundo, en Rojava, nombre kurdo para la Federación Democrática del Norte de Siria, una zona declarada autónoma en 2012. Hacía tres años que trabajaba allí como médica para el Movimiento de Liberación de las Mujeres de Kurdistán, coordinando todo el sistema de atención primaria de salud en medio de la guerra.
Como Alina había dejado de usar su smartphone, Patricia le escribió un mensaje de whatsapp a Sherwan, un médico kurdo que trabajaba con ella en Siria. Sherwan le transmitió a Alina el mensaje de su mamá y a Patricia la respuesta de su hija: "Estoy rebién, ma, dando vueltas". Su base era en Kamishlo, la ciudad más grande de Rojava, pero Alina vivía en movimiento, de pueblo en pueblo, arriba de una camioneta oficial con un chofer que a la vez hacía de guardaespaldas.
"Tengo la tablet allá, cuando vuelva te hablo", le dijo a través de Sherwan y Patricia se quedó bastante tranquila. Había criado a su hija para ser libre y en eso estaba, no había que preocuparse de más.
El sábado 17 de marzo, volvió a comunicarse con Sherwan. El papá de Alina, su exmarido, estaba preocupado por lo que veía en las noticias: que el ejército turco amenazaba con invadir Kamishlo antes de junio. Unos meses atrás habían bombardeado Afrin, otro de los cantones autónomos de Rojava, y sabían que Alina había querido ir al frente a asistir a los heridos.
–Yo no soy de asustarme, pero algo del sueño todavía andaría por ahí porque me ocupé y lo llamé.
"Debe estar sin internet", respondió Sherwan. "Por favor, cuidala", le pidió Patricia. Él, todavía en shock, no se animó a decirle lo que sabía hacía algunas horas: que Lêgerîn –como llamaban a Alina en Kurdistán– había muerto esa tarde cuando la camioneta en la que viajaba a la ciudad de Haseke chocó de frente con otro vehículo.
De que Alina ya era una mártir de la revolución, Patricia se iba a enterar tres días después.
***
Conocí a Alina Sánchez la noche del 25 de enero de 2015 en un bar de San Telmo, un primer piso alfombrado lleno de turistas europeos y norteamericanos, chicos rubios, altísimos y transpirados que se reían a los gritos mientras bajaban sus nachos con guacamole con litros de cerveza fría. Hacía mucho calor en Buenos Aires y estábamos ahí festejando un cumpleaños. Alina era amiga de un amigo. El lugar, demasiado ruidoso, nos incomodaba a las dos y enseguida nos pusimos a charlar. Asumí que era más grande que yo (no lo era), por el tono de voz y la manera pausada, desnuda de cualquier afectación, en la que me contó sus planes de irse a Siria a trabajar como médica con las mujeres kurdas. Tenía una voz muy suave que apenas se escuchaba por encima de la música.
Como pude, disimulé la sorpresa que me causó que esta chica parecida a cualquier otra chica –una chica como yo– me estuviera diciendo que quería ir a la guerra, al lugar donde en esos días los encapuchados de ISIS cortaban cabezas para mostrarlo en YouTube.Mientras nosotras charlábamos, a 13.000 kilómetros de distancia, en el desierto sirio pasaban otras cosas: esa noche las Unidades de Defensa del Pueblo (YPG) y las Unidades de Defensa de las Mujeres (YPJ), a las que ella se sumaría como médica un par de meses después, recuperaban Kobane después de meses de combate contra Estado Islámico.
Nunca más nos volvimos a ver. La noticia de su muerte me llegó de casualidad una tarde de julio, scrolleando en Twitter, cuando encontré un video de un homenaje que le hicieron un tiempo después de su accidente. Miré esos dos minutos varias veces, como si intentara descifrar algo.
Como pude, disimulé la sorpresa que me causó que esta chica parecida a cualquier otra chica –una chica como yo– me estuviera diciendo que quería ir a la guerra, al lugar donde en esos días los encapuchados de ISIS cortaban cabezas para mostrarlo en YouTube.
Sin hacer la conexión con esa noche en San Telmo (la mente a veces funciona así), le escribí a Martín, el amigo que estaba con ella cuando la conocí. Sabía que él tenía contacto con el movimiento kurdo y entonces le conté mis planes: Quiero escribir una nota sobre Alina Sánchez, le dije, sin saber que ya nos conocíamos. Me contestó enseguida:
[10:49, 24.7.2018] Martín: Ella vino a ese cumple
[10:49, 24.7.2018] Martín: Te acordás?
Alina nació en septiembre de 1986 en San Martín de los Andes. Allí había llegado su mamá desde Buenos Aires unos años antes, buscando una vida distinta, más tranquila y conectada con la naturaleza. Conoció a Rodolfo Sánchez y tuvieron cuatro hijos: Alina fue la tercera. A principios de los 90, la familia Sánchez-Gregorini se mudó unos meses a Costa Rica y después a Córdoba buscando un clima más amable para los pulmones de Juan, el hermano menor. Alina vivió en La Falda primero y en Villa Giardino después, cuando sus padres se separaron y ella se fue a vivir con su mamá. Entre ellas tejieron un vínculo simbiótico, la continuación espiritual de un parecido físico que por momentos es inquietante: tienen la misma boca, la misma sonrisa, idénticas la mandíbula y la mirada.
En Giardino, Alina se convirtió en una adolescente alta y enérgica, algo hippie, que escuchaba a Silvio Rodríguez y se escapaba con sus amigos para tirarse panza arriba en el campo a mirar las estrellas. Tenía la espalda ancha, las clavículas y el esternón marcados debajo de la piel, las paletas un milímetro separadas, y el pelo castaño que a veces le gustaba teñirse de rojo.
–Siempre fue una nena hiperfeliz, vital, exuberante. Todo explotaba dentro de ella –dice Patricia ahora, dos días antes del que hubiera sido el cumpleaños número 32 de su hija.
Está sentada junto a la ventana de un bar en Buenos Aires, muy lejos de su casa de Giardino. Acaba de llegar de un viaje por Italia en el que se cruzó con varios compañeros y compañeras de Alina, otros internacionalistas que la conocieron en Siria. Tiene el pelo corto, ondulado, color caoba, y la cara, llena de pecas de sol. Del otro lado del vidrio termina el invierno sobre la avenida Santa Fe.
–Su adolescencia fue muy crítica. Yo le decía: "Alina, vos tenés mucha energía y la energía de amor que no se canaliza se convierte en violencia".
Cuando terminó el secundario se escapó a Chaco para conocer a una comunidad toba, pero le dijo a su mamá que se iba a Mar del Plata. Después se fue a Córdoba a estudiar Antropología. En 2006, cuando cursaba segundo año de la carrera un profesor le hizo una propuesta que la desacomodó: había una beca para estudiar en Cuba, en la Escuela Latinoamericana de Medicina. Si le interesaba, él podía recomendarla, pero tenía que irse en 15 días.
Cuba parecía la oportunidad para darle cauce a esa fuerza apabullante de la que hablan todos los que la conocieron.
–Nosotras siempre fuimos muy cercanas y a mí eso me preocupaba. Ella era muy social, pero su relación profunda de amistad con mujeres era conmigo, yo sentía que tenía que separarla un poco de mí y la alenté a irse.
Fue a probar y se quedó. En la isla se formó en la perspectiva comunitaria de la medicina popular cubana, una mirada que pondría en práctica en su trabajo en Siria. En Cuba vivía en Camagüey, a 550 kilómetros de La Habana, en un departamento en un segundo piso. Con una amiga viajaban en bicimoto a buscar agua para llenar un tambor de 200 litros. De la pared de su habitación colgaba un afiche que decía: "EN EL PRINCIPIO FUE LA ACCIÓN". Con sus compañeras de la universidad formó un Colectivo de Estudios Latinoafricanos, al que llamaban el Coleto, por el que empezó a vincularse con procesos comunitarios en Haití, Honduras, Ecuador. En vacaciones, en vez de volver a Córdoba, viajaba por Latinoamérica para trabajar con estas comunidades.
En 2011, habló con Patricia sobre la posibilidad de tomarse un año sabático. Quería ver un poco el otro lado del mundo, hacer otras cosas. Viajó a Barcelona a trabajar con una ONG con la que se había conectado en México, durante una caravana en la que terminó en una camioneta con el Subcomandante Marcos. En Alemania conoció la vida migrante: durmió en la calle, sintió sobre sí misma la mirada lacerante que reciben los otros del mundo.
Nadie sabe –o quiere– explicar bien cómo ni dónde ni por qué, pero allá se acercó por primera vez a la causa kurda.
Viajó al Kurdistán turco sin decirles a su mamá ni a su papá, que pensaban que había ido a la India a formarse en medicina ayurvédica. Patricia (pre)sentía que algo pasaba: en sus visiones, la veía sola en un lugar desértico, barriendo la galería de una casa, rodeada solo de mujeres.
***
El kurdo es un pueblo sin patria: son el segundo grupo étnico más grande de Medio Oriente, 40 millones de personas distribuidas en un territorio –Kurdistán histórico– que después de la Primera Guerra Mundial quedó dividido en cuatro países fronterizos: Siria, Turquía, Irak e Irán. Durante décadas, los kurdos y las kurdas vivieron como ciudadanos de segunda en esos países, especialmente en Turquía, donde fueron perseguidos y masacrados por hablar su idioma o reivindicar su identidad. Ahí nació en 1978 el PKK, el Partido de los Trabajadores de Kurdistán (PKK), una organización marxista-leninista inspirada en las revoluciones de Cuba y Vietnam que proponía la reunificación de Kurdistán y la creación de un estado kurdo y socialista. El PKK ganó popularidad muy rápido y en 1984 –dos años antes del nacimiento de Alina– se inició en la resistencia armada. A fines de los 90, Abdullah Öcalan, líder del PKK y hoy condenado a prisión perpetua por el Estado turco, reformuló el ideario del partido y delineó los principios del Confederalismo Democrático, una perspectiva ideológica que se propone como solución para la cuestión kurda y que se basa ya no en la creación de un Estado propio, sino en la organización en pequeñas democracias directas y descentralizadas, abiertas a otros grupos étnicos y políticos, con la ecología y el feminismo como base y la violencia solo como ejercicio de autodefensa. Así nació la Confederación de los Pueblos de Kurdistán, que nuclea a organizaciones kurdas de Turquía, Siria, Irán e Irak.
Alina se sumó a las Unidades de Defensa de las Mujeres (YPJ), femeninas y feministas, como personal sanitario. Se trata de un ejército no yihadista, formado por kurdas, árabes, asirias e internacionalistas.
Es imposible reconstruir cómo y con quién Alina viaja a Kurdistán por primera vez. Lo que se sabe, lo que cuentan, es que llega a fines del verano de 2011. En ese primer viaje elige su nombre kurdo: Lêgerîn, que significa búsqueda y aprende a hablar un kurmanji rudimentario, que va a perfeccionar con los años. Se queda varios meses acompañada de un traductor y conoce de cerca la vida en las aldeas kurdas del norte de Turquía y en los campamentos del PKK. Ahí, por primera vez, esta chica argentina nacida en la Patagonia sabe lo que es un bombardeo: un día Irán ataca con morteros y lanzacohetes y el lugar donde duerme queda destruido. Después de su muerte, los milicianos que la acompañaron en su primer viaje dirán en un texto de homenaje que "solo por los pelos se salvó de la metralla" y recordarán "su risa melancólica". No era la primera extranjera que llegaba hasta las montañas para conocer de cerca la lucha de los kurdos, pero sí era la primera latinoamericana.
Durante algunos meses, Alina comparte con ellos la comida, el sueño, el trabajo diario. En esos encuentros, escucha, pregunta, quiere saber más. En la montaña conoce a Sakine Cansiz, también fundadora del PKK, sobreviviente a la tortura en los calabozos turcos, creadora en los 80 del Movimiento de Mujeres del Kurdistán, que en enero de 2013 sería asesinada junto a otras dos mujeres kurdas en París.
De vuelta de este lado del mundo, Alina contaría que ahí, en las aldeas del Kurdistán del norte, le latió bien fuerte el corazón y sintió que se tenía que quedar, como si allá hubiera encontrado algo que ya llevaba adentro. No solo una identidad política, también una forma del afecto.
Las mujeres kurdas, dicen los que estuvieron allá, abrazan como abrazaba Alina desde siempre: con todo el cuerpo, mucho tiempo y a cada rato.
Pide quedarse, pero la convencen de volver: la liberación kurda no la necesita como guerrillera, la necesita como médica. Entonces vuelve a Cuba, ya convertida en Lêgerîn.
En 2014, después de recibirse con honores, Alina vive algunos meses entre Buenos Aires, Córdoba y Mendoza, donde pasa dos semanas arriba de una ambulancia para juntar plata para que una de sus amigas viaje a Kurdistán. Mientras tanto comparte mucho tiempo con compañeros y compañeras del Comité de Solidaridad de Kurdistán en Argentina, participa en actividades y charlas. Viaja a la Patagonia con un amigo, se escapa a Córdoba a ver a su mamá, su papá y sus hermanos. Anda liviana, casi no tiene cosas propias: poca ropa, libros. Algunas noches duerme en zona Oeste en lo de su prima Romina, con quien se reencuentra después de años sin verse.
–A mí me habían hablado mucho de ella, yo fui con una expectativa de cariño y de admiración, porque ella había construido un montón y yo no sabía bien con quién me iba a encontrar –dice Romina una tarde de agosto en un bar de Buenos Aires.
Para ella, su prima era casi un mito: en esos años, Alina había recorrido el continente armando puentes entre los movimientos populares latinoamericanos y la revolución de las mujeres kurdas.
–Pero ella se encargó de desarmar todo eso en un minuto, porque Alina todo el tiempo trataba de correrse de esa situación de poder.
Durante esos meses pasan mucho tiempo juntas. Romina se acomoda a los ritmos de su prima, que la lleva de acá para allá: de una charla a un encuentro, de un encuentro a una peña, de una peña a una toma. Nunca se cansa, siempre le resta un poco más. Muchas noches, duermen juntas en la misma cama y Romina siente su abrazo envolvente.
–¡Parecía un koala! –dice ahora y se ríe con melancolía–. Ella era muy del contacto físico, con todo el mundo: tenía cero prurito de nada. Y eso a veces era difícil, te shockea.
Alina le cuenta a su prima sus planes de irse a Kurdistán. Para Romina, psicóloga y docente en el conurbano bonaerense, la decisión es un enigma: ¿Alina, por qué te vas tan lejos si acá hay tanto por hacer?, le pregunta mil veces.
–Ella tenía este debate interno: por un lado la familia, el lugar, que la ataban, y por otro su causa… Yo la cuestionaba mucho, discutíamos, y ella se enojaba porque decía que yo no la entendía.
Pasaban horas hablando del tema. Mientras tanto, Alina, que no podía estar quieta, trenzaba el pelo rubio de su prima con las típicas trenzas kurdas.
En febrero de 2015, 10 días después de nuestro encuentro en la fiesta de San Telmo, Alina viajó primero a Europa para perfeccionar su kurmanji y desde ahí a Suleimaniya, ente federal autónomo kurdo en Irak. La acompañaba una argentina que iba a Kurdistán por primera vez y con la que enseguida se hicieron amigas. Su nombre kurdo es Rojdá, su nombre argentino prefiere no revelarlo.
Llegaron a Suleimaniya el 21 de marzo, día del Newroz, el año nuevo kurdo, que marca la llegada de la primavera a esa parte del mundo.
Las recogieron en el aeropuerto de madrugada, bajo una llovizna. Viajaron hasta un barrio suburbano, donde se cambiaron de ropa y de auto y dos horas después partieron rumbo a la montaña. En el camino, alguien pidió parar para fumar un cigarrillo. La madrugada era helada. Desde el camino y en la penumbra, las montañas del Kurdistán iraquí se parecían a las montañas de Córdoba.
–Ella lo vivía con mucha naturalidad, fascinada con mostrarme todo, como cuando vas a un lugar que amás y lo querés compartir –dice Rojdá ahora en un departamento de La Plata.
En las montañas de Qandil, que unen el norte de Irak con el sur de Turquía, Rojdá entendió por qué las canciones de batalla de los kurdos les cantan a las flores, los árboles, la naturaleza.
–Allá el clima es muy extremo, extremo frío y extremo calor. Con la primavera, en un mes la vida se transforma, brota, es una metamorfosis increíble: las laderas de las montañas están llenas de nogales, árboles de bellotas, ves crecer las uvas, las moras... –cuenta Rojdá–. Es una explosión de vida muy zarpada y creo que esa explosión de vida es equiparable al despertar de la conciencia femenina que transmiten las compañeras.
De ese viaje, Rojdá trajo algunas fotos en las que se ve a Alina vestida toda de verde, con la cabeza envuelta en un pañuelo de colores y el pelo castaño peinado en una trenza. Las fotos son muchas, pero Rojdá pide no mostrar ninguna en la que Alina esté acompañada, por seguridad. En algunas pela tomates, en otras comparte un guiso o está hablando frente a un grupo de hombres y mujeres. En varias, se abraza con sus compañeras con los ojos cerrados.
–Lêgerîn hablaba como kurda y cuando la conocí eso me chocaba mucho –dice Rojdá–. Yo la escuchaba y pensaba: "Vos sos una médica argentina recibida en Cuba y estás hablando como kurda, como asumiéndote parte de un movimiento". Después entendí que el movimiento te incluye y te hace parte si vos estás dispuesta a asumir esa participación.
Pasaron juntas casi dos meses en esa parte del Kurdistán iraquí, donde desde hace décadas se refugia la resistencia kurda. Entre las montañas, en una zona cruzada por arroyos, vivían de manera comunitaria en una escuela, donde estudiaban kurmanji y se formaban políticamente. Era una vida tranquila, amable, y a Rojdá por momentos le costaba creer que a unos kilómetros, en Siria, las milicias kurdas se enfrentaban al Estado Islámico o resistían los ataques turcos. Nada, ahí, hacía pensar en la guerra. Hasta que llegaba la noche y a la hora de la cena veían por televisión la lista de los mártires caídos en Rojava.
–Dejábamos lo que estábamos haciendo para ver quién había caído. A veces, los compañeros se levantaban porque no soportaban ver la noticia. Ahí empecé a entender esa sociabilidad kurda, porque todos los días pueden ser la última vez. Las compañeras de Kurdistán tienen eso de estar hablando con vos y abrazarte, darte la mano, acariciarte el pelo, una gestualidad del cariño a la que no estamos acostumbrados acá.
Un día, con la ternura de siempre, Lêgerîn le dijo:
–Ese lugar de sumisión donde te ponés a veces me enferma.
Le molestaba que Rodjá no pudiera plantarse como una par con las guerrilleras kurdas, que se dejara paralizar por las historias de dolor de sus compañeras.
Así era la chica suave cuando tenía una crítica: iba directamente al hueso.
–Yo de a ratos me apichonaba, pensaba: "Todo lo que soy es una semillita insignificante de esto que es enorme". En cambio, ella no tenía esa posición de sumisión porque fue criada de otra manera, creció con alas.
A mediados de 2015, el gobierno turco endureció los ataques contra el territorio kurdo y Rojdá tuvo que volver a Argentina. Se despidieron en Irak y Alina, Lêgerîn, de 28 años, viajó a Rojava para ponerse al servicio de la revolución. Sumarse oficialmente al Movimiento de Liberación del Kurdistán era a la vez un acto de entrega y de renuncia: la vida revolucionaria no conoce otro amor que no sea el amor al pueblo, decía.
Para Alina, Rojava era el lugar donde había que estar: la revolución en acto, la democracia más joven de Medio Oriente. El proceso revolucionario en Siria empezó en 2012, cuando el dictador Bashar Al Assad retiró al ejército de la región norte, unos 50.000 kilómetros cuadrados habitados históricamente por los kurdos, para concentrar esfuerzos en el oeste, donde las tropas rebeldes del Ejército Libre Sirio buscaban invadir Homs, Damasco y Alepo, las tres ciudades más grandes de Siria. El 12 de julio de 2012, el Partido de la Unión Democrática y otras organizaciones que forman parte de la Confederación de Comunidades de Kurdistán (KCK) tomaron control de Rojava (en kurdo, occidente) y se organizaron en tres estados pequeños y confederados, en los cantones de Afrin, Kobane y Jazira, que desde ese momento funcionan como pequeñas democracias directas, en comités y asambleas multiétnicas donde la paridad de género es ley.
Para defender a Rojava, se formaron dos milicias: las Unidades de Defensa del Pueblo (YPG) y las Unidades de Defensa de las Mujeres (YPJ), exclusivamente femeninas (y feministas), a las que Alina se sumó como personal sanitario. Son ejércitos no yihadistas, formados por kurdos, árabes, asirios e internacionalistas –militantes de otros países que viajan a sumarse a la causa– que protegen a las ciudades kurdas, que combatieron y derrotaron al Estado Islámico y que hoy son asediados por las tropas de Turquía.
En 2015, con la victoria sobre EI, las YPJ se hicieron famosas en el mundo. Todos hablaban de las amazonas de trenzas oscuras y fusil al hombro que aterrorizaban a los yihadistas. Pero en Kurdistán esa no era una imagen nueva: las mujeres kurdas llevan casi 40 años participando en la lucha revolucionaria.
–El Movimiento de Liberación de las Mujeres nació casi al mismo tiempo que el Movimiento de Liberación de Kurdistán, porque la compañera Sakine Cansiz enseguida inició su lucha no solo contra el enemigo, sino contra la mentalidad patriarcal y feudal que era muy profunda en sus compañeros y dentro de la sociedad kurda –explica Melike Yasar, representante en América Latina del Movimiento de Mujeres de Kurdistán. Sus respuestas son audios de whatsapp muy largos, 15 minutos de explicaciones detalladas en un español accidentado y cargado de acento kurdo que llegan desde distintos puntos del continente.
–Desde el principio de la fundación de este movimiento, las mujeres tuvieron un papel, ideológico y teórico en primer lugar, pero paso a paso las compañeras empezaron a cuestionar su participación dentro del movimiento: si hablaban de crear un Kurdistán libre y socialista, ¿cómo podía ser que las mujeres dentro del movimiento no tuvieran un lugar autónomo ni sus propias organizaciones?
Oficialmente, el Movimiento de Mujeres Libres de Kurdistán fue fundado en noviembre de 1987 y en 1993 se formaron las primeras unidades femeninas dentro de la guerrilla. Llamadas por la idea de la liberación, miles de mujeres kurdas huyeron de sus casas hacia las montañas para unirse a la lucha armada. Huían del destino que ya habían seguido sus madres, sus tías, sus hermanas en una sociedad donde no tenían ningún derecho ni estatus social: por mujeres, por kurdas y por pobres. Empezaron a hacer un trabajo de hormiga, casa por casa, para transformar la mentalidad dentro de las familias kurdas y en las filas del movimiento para que hombres y mujeres entendieran que no había Kurdistán libre sin mujeres libres.
–Esa es nuestra mayor revolución –dice Melike–. La revolución mental.
Durante esos años, las mujeres fueron ganando autonomía dentro del movimiento: fundaron sus propias organizaciones sociales, sindicales, políticas y se convirtieron en las protagonistas de la lucha por la liberación del pueblo kurdo. Las YPJ son el capítulo más reciente de esta historia.
–La participación en esa lucha no fue solo de las mujeres kurdas, tampoco fueron solo las mujeres de Medio Oriente, sino de todo el mundo –aclara Melike–. Desde el principio este movimiento tuvo siempre una mirada internacionalista, porque no creemos que sin la solidaridad internacional se pueda romper el patriarcado. En los últimos años logramos la participación en nuestra lucha de las brigadas internacionales, porque gracias a la resistencia en Rojava tuvimos un reconocimiento y eso nos abrió muchas puertas a nivel mundial para dar a conocer quiénes somos, qué queremos hacer y unirnos con las otras mujeres del mundo. Nuestro objetivo no es solo liberar Kurdistán y a las mujeres kurdas: no se puede decir que somos libres si no tenemos una conexión con otras mujeres y no podemos unirnos en una misma lucha.
En esa construcción, Alina era fundamental. Ellas se conocieron primero en algún viaje por América Latina y después estuvieron juntas en Buenos Aires y más tarde en Rojava. Hace algunos meses, Melike volvió a Siria. Allá nadie llora a Lêgerîn.
Los mártires no se lloran: el homenaje, dice, es responderles en la práctica, concretar las cosas con las que soñaban y por las que cayeron.
–Ella entendió la lucha en Kurdistán, especialmente la revolución de las mujeres. La participación de Lêgerîn en la revolución de Kurdistán nos abrió espacios para conocer otras luchas del mundo. Su objetivo era expandir y unir a los pueblos en la lucha para alcanzar su propia libertad y especialmente la libertad de todas las mujeres del mundo. Lêgerîn aportó mucho a la lucha en la revolución y al final no la vimos como una compañera internacionalista, sino como una compañera kurda.
–Lêgerîn, o Eilina, como le dicen ustedes, tenía uno de los roles más importantes y difíciles acá –dice Sherwan desde Rojava–. Era una persona con muchísima energía, que estaba en todos los detalles y nos contagiaba a todos a trabajar.
Su inglés es claro y lento. Llevamos algunas semanas intercambiando mensajes y audios de whastapp, pero esta tarde de diciembre llama sin avisar, finalmente está solo y puede hablar de Lêgerîn con confianza. A los 30 años, recibido de dentista en Damasco y formado como paramédico, Sherwan es el manager de la Red Crescent Kurd, una organización de asistencia en salud con la que Alina trabajaba cuerpo a cuerpo.
Sherwan cuenta que en Kamishlo, Lêgerîn compartía un departamento con otra compañera, pero casi nunca se encontraba ahí: cuando no estaba en la ruta, podía quedarse a dormir en lo de alguna familia kurda que la recibiera. Su trabajo en el Comité de Salud la obligaba a estar todo el tiempo en movimiento. Uno de sus sueños era establecer un sistema alternativo de salud que tuviera en cuenta la sabiduría ancestral de las mujeres, para garantizar las necesidades de la comunidad en tiempos de guerra y desplazamientos internos. Trabajaba cuidando y curando a personas heridas, pero también gestionaba acuerdos y conexiones con organizaciones internacionales, como la Red Crescent. Hoy en Rojava un hospital lleva su nombre y muchas familias llamaron como ella a sus bebés.
En marzo de 2018, un día después de la muerte de Alina, las fuerzas armadas turcas y el Ejército Libre Sirio (ELS) derrotaron a las milicias kurdas que defendían el cantón de Afrin y Turquía izó su bandera en el centro de la ciudad después de dos meses de asedio.
En enero de 2018, cuando Turquía bombardeó Afrin, Alina pidió autorización para moverse hacia allá. El Comité de Salud le negó el permiso: su lugar era en el Cantón de Jazira. A sus compañeros de América Latina que querían saber cómo estaba, les envió un mensaje breve:
"Estamos bien. La cosa se puso jodida ya sabes
Pero bien, poniéndole el pecho a las balas
El corazón, la aceituna, todo"
Rojdá y Lêgerîn volvieron a verse en 2017, la última vez que Alina volvió a Buenos Aires a renovar su pasaporte. Esa vez, hicieron planes para esta parte del mundo.
–Ali quería volver –dice Rojdá–. Ella quería desarrollar esa perspectiva en América Latina. Allá nunca se termina lo que hay que hacer. Podés tener una tarea: armar el comité de salud y que quede funcionando. Y después otra y otra y otra. Es para toda la vida. Pero ella quería venir a sembrar eso acá, sentía una conexión muy fuerte con este territorio.
Rojdá estaba con ella en Irak el día en que Alina tomó la decisión de integrarse al movimiento y viajar a Rojava. Era un paso mucho más que político: los hombres y mujeres que se suman como cuadros deben dejar de lado su vida personal: ya no tienen familia, ni trabajo, ni pareja. Pero Alina –dice Rojdá, pero también su mamá, su prima, sus amigos– no era una persona dogmática: aceptaba las jerarquías dentro del movimiento, pero las cuestionaba.
–No hay que tener una visión idílica de Ali, como que no tenía contradicciones. No hay forma de que una persona tenga ese nivel de proyección humana sin contradicciones –dice–. Ella tenía un deseo muy grande de tener una vida más terrenal, más desde el amor, desde la conducción de una familia o lo que sea y a la vez la necesidad de entregarse a la lucha. Creo que esta contradicción la tenía, y la decisión de irse tuvo que ver con no poder asumir esa contradicción, porque su corazón latía allá.
Se despidieron en una casa de Ezeiza, cerca del aeropuerto, el día en que Alina viajaba de vuelta a Siria. Durante los últimos meses hablaron poco, Rojdá estaba de viaje por Argentina y Alina cada vez tenía más responsabilidades en Siria. Cada tanto intercambiaban unos mensajes: En qué andás, mujer, te extraño...
Casi un mes Patricia esperó la visa para ir a enterrar a su hija.
–Quiero verla, necesito verla –dijo la tarde del 20 marzo en que un grupo de amigos de Alina viajó hasta su casa en Villa Giardino para darle la noticia.
El trámite se destrabó cuando estaba a punto de perder las esperanzas. Viajó en abril pasado con dos de sus hijos, de Buenos Aires a Europa y de Europa a Irak. En el aeropuerto, los recogió un taxista que solo hablaba kurdo y los llevó hasta la orilla del Tigris. Del otro lado del río, la esperaban los compañeros de su hija. Y cuando estuvo con ellos, Patricia supo por qué Alina había elegido Kurdistán.
Una caravana de autos acompañó el cajón desde el hospital de Derik hasta el cementerio de mártires donde fue enterrada. El funeral empezó con una ceremonia militar y siguió con discursos en kurdo de miembros de la brigada internacionalista. La última en hablar fue Patricia. Llevaba un vestido negro hindú, largo hasta los pies, que Alina siempre le robaba y que de vuelta en Córdoba pensaba enterrar junto a un puñado de tierra de su tumba bajo unos olivos.
–Yo solo quiero decir que me da alegría dejar el cuerpo de Alina en Kurdistán, que es el lugar donde ella decidió entregar su alma –dijo en español.
En ese momento, a 13.000 kilómetros de Córdoba, rodeada de hombres y mujeres que hablaban para ella un idioma incomprensible, en medio de la guerra y del desierto, Patricia recordó lo que una vez, cuando su hija todavía era una nena, le había dicho un chamán:
–Alina no es fuego, es magma.
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