La heroica supervivencia de La Giralda
Apenas leyó la noticia, corrió hasta el bar. Carlos Malbrán vive en la Casa del Teatro y cada día, puntualmente desde hace casi una década, se sienta en un rincón a leer los diarios y a tomar un cafecito. "Vine enseguida a saber si era cierto. Yo viví muchos años fuera del país pero siempre estoy volviendo… a La Giralda" dice, parafraseando al tango. "No pueden cerrar. En estas mesas Juan Domingo Perón se encontraba con Evita; Frondizi y Alfonsín venían a tomar chocolate" recuerda, por si faltan razones para evitar la desaparición de este querido reducto porteño. Emilio, el mozo que lleva 29 años atendiendo por las tardes, lo calma. Por ahora La Giralda no cerrará sus puertas, solo cambiará de dueño. Razón de más para seguir alertas, advierte este fiel parroquiano, dada las dudosas transformaciones a las que fueron sometidos muchos espacios tradicionales de Buenos Aires.
Probablemente este icono anclado al 1400 de Avenida Corrientes sea la última de las antiguas lecherías que conserva la ciudad y donde las familias se reunían a tomar el clásico chocolate con churros, de ahí el salón revestido de impolutos azulejos blancos. La historia cuenta que hacia 1930, viendo el potencial de la zona, y aprovechando la vecindad con el viejo Teatro Politeama (estaba al frente), el inmigrante andaluz Francisco Garrido decidió inaugurar su emprendimiento en la planta baja del edificio proyectado por el arquitecto alemán Carlos Nordmann, principios de siglo XX. El local nunca fue remodelado, al contrario. Resistió cualquier pretensión de modernidad. Así luce intactas la boiserie, los espejos biselados, las mesitas con tapa de mármol ya venido a menos, el mostrador de madera y los fanales de vidrio que resguardan pebetes, bay biscuits y alfajorcitos de maicena.
En 1951 el negocio pasó a manos de Antonio Nodrid que tuvo el tino de mantener el nombre (inspirado en la torre de la Catedral de Sevilla), las ventanas guillotina, la fachada de travertino, y el espíritu del lugar; incluso la marca del cacao sigue siendo la misma (Colonial). En los años siguientes, la decoración sumó el cartel neón que brilla en el fondo de la sala: "Chocolates con churros Submarino Sándwiches Toddy". En esos tiempos el bar abría las 24 horas. De día despachaba oficinistas, de noche la clientela se mezclaba con músicos, poetas y actores. "Venían Mercedes Sosa y Horacio Guarany, Soledad Silveyra, Beba Bidart, Leonardo Favio, Diego Torres y hasta hace poco el chico de la Serna. Como había trasnoche en los teatros, la gente se quedaba hasta muy tarde. Hoy cerramos a las 23 y el horario pico sigue siendo entre las 16 y las 19, por la merienda" cuenta Emilio, con tono amable.
Ni las dicroicas de los noventa ni la reciente invasión del muffin pudieron con él, sin embargo las obras en las veredas de Avenida Corrientes y la eterna crisis económica amenazan con doblegar su heroica supervivencia. "Mientras el Estado no se haga cargo del espacio público, cualquier intento por conservar estos sitios históricos, fracasa. ¿Quién va a invertir en El Molino, por ejemplo, sabiendo que tres días de la semana hay calles cortadas en la zona?" sostiene el historiador urbano Eduardo Lazzari."La idea de los ‘bares notables ’ tampoco ayudó, porque los promueven como espacio de espectáculos, y no fomentan su carácter original. Finalmente está el doble discurso de los porteños que se declaran sensibles al patrimonio, pero ¿cuántos toman un café al menos una vez a la semana en un Bar Notable? Si lo hiciéramos como ejercicio, muchos seguirían activos. Es lo que pasó con la Richmond, El Molino, el Queen Bess".
La fachada enrejada y la vitrina con adornos sin "plumerear" sugieren el agobio de sus actuales propietarios. Los herederos de Nodrid pusieron en venta La Giralda bajo promesa de preservar su identidad. Una buena intención, pero con futuro incierto. "Lamentablemente es una tipología que va a desparecer en Buenos Aires, en principio, porque los gustos cambiaron. Salvo los románticos o quienes gustan de las ambientaciones de tipo antiguo, lo cierto es que la gente joven va a Starbucks o a una confitería ‘nueva’, con otra decoración, por así decirlo" sostiene el arquitecto Marcelo Nougués. "Sucede con toda actividad que hasta hace 10 años estaba vigente y hoy es anacrónica. Es el caso también de los petit hotel. Años atrás alguna empresa podía usarlos como sede, pero hoy se prefieren oficinas en plantas libres, sin tanta escalera ni pasillos, por eso los vemos en venta o alquiler, o bien demolidos. Y si los transforman, se vuelven lugares modernos con pisos de porcelanato y dueños orgullosos con la reforma. ¿Veredicto? Estos emblemas urbanos mueren a causa de los mismos habitantes, del usuario, que deja de ir o consumir. Y si no se consumen, no sobreviven".
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