El 1 de diciembre de 2014 un gato apareció muerto en un laboratorio de la Facultad de Ciencias Veterinarias de la Universidad de La Plata. Otros felinos, ratones y cobayos que se habían usado en experimentos con anticonceptivos vagaban sin destino por el bosque. Esa noche, tres encapuchados habían saltado el cerco del bioterio. Pintaron las paredes, forzaron candados, soltaron a los animales y rociaron todo con nafta. Justo cuando estaban por encender el fósforo, un empleado de guardia evitó el atentado. Al día siguiente, tres monos tití y uno miriquiná escaparon del zoológico. Les habían abierto el alambrado con pinzas. "Ambos episodios marcan la irrupción de una forma de activismo inédita en su rubro, que no desdeña los métodos violentos a la hora de perseguir sus fines", se inquietaba el diario El Día el 5 de diciembre.
Las sospechas apuntaban al Frente de Liberación Animal, una organización de células independientes, anónimas e ilegales que busca rescatar animales y provocar daños económicos a sus captores. El FLA llegó a Netflix en 2017. Con una mezcla de empatía y cinismo, Okja (del coreano Joon-ho Bong) retrata a un grupo de rubios cándidos que dan la mamadera a un cabrito y prefieren desvanecerse antes que comer un tomate porque "toda producción de alimentos es explotación". Los ecoguerrilleros secuestran y le ponen una cámara oculta a Okja –una supercerda transgénica– para revelar las atrocidades que sufre a manos de la corporación Mirando, que suena un poco como Monsanto.
Tres meses antes de los episodios de La Plata, mientras trabajaba en una nota sobre la esclerosis lateral amiotrófica (una enfermedad neurodegenerativa), el director de un laboratorio que experimentaba con ratones en la UBA me pidió que no se publicaran las fotos que se habían hecho en la entrevista. "Hay un problema potencial de seguridad debido a grupos de activistas bastante radicalizados que intentan impedir el uso de animales de investigación", escribió en una sucesión de mails un poco violentos, aterrorizado por "la seguridad de nuestro personal y material de trabajo". En un episodio sin relación, por esos días había contactado a Malena Blanco, fundadora del movimiento animalista Voicot, que me explicó: "Activamos a través del arte. Estamos en contra de toda opresión". Lo de La Plata, criticó, había sido abrupto y mal organizado: "Me encanta que lo hagan, pero si funciona". Aquellas acciones eran especistas: "Defienden a algunas especies, mientras que las más perjudicadas a nivel mundial son las que nos llevamos a la boca".
No quiero comerte
Malena, que hoy tiene 40, es vegetariana desde los 11 cuando Canal 7 pasó el documental S.O.S. Animales en el que Brigitte Bardot mostraba cómo mataban a las vacas. "¿Eso es lo que como yo?", le preguntó a su mamá. "Nunca más voy a comer carne". Le respondieron que se iba a morir de hambre, pero ella cumplió con su palabra. Cuando iba con las amigas a McDonald’s, se refugiaba en esas ensaladas insulsas y muertas. De a poco aprendió a comer mejor; tanto, que terminó convirtiendo a la madre.
En la Facultad, Malena estudió Redacción Publicitaria y conoció a Federico Callegari, que seguía Dirección de Arte. Él la buscó, le pidió consejos sobre veganismo y se pusieron de novios. En 2012, unidos por el rechazo a la carne, empezaron a contar el backstage de la industria. Con las enseñanzas de los primeros trabajos (ella, en una editorial de cuentos infantiles; él, en agencias) hicieron remeras que mostraban a las vacas ensangrentadas del matadero. Querían que la realidad se llevara puesta.
En la Fuck Fur Fashion Wild Posting de 2014, una contracumbre a la Semana de la Moda de Nueva York, a la que habían llegado desde California después de una producción para una marca de surf, hicieron público su proyecto Voicot. También montaron una muestra de fotos proyectadas sobre el cuerpo desnudo de una mujer: un bosque devastado en la espalda, cerdos mugrientos sobre el abdomen y muertos bajo las tetas. Entre el vértigo y el glamour, las imágenes sorprendían a todos los que pasaban por el Lower East Side y el Lincoln Center. Fue su presentación en público.
Cuestión de ADN
El búnker porteño de Voicot está en el Barrio Chino, junto a un local donde se practica Bikram, yoga a 42 grados. En la oficina de pisos de madera hay mate, agua, cuatro sillas y una mesa para apoyar las notebooks. Malena tiene el pelo largo azabache y tatuajes en el brazo derecho. Fede, una barba tupida bien recortada y una voz donde conviven la paz, el entusiasmo y la pesadumbre por el sufrimiento ajeno. El equipo se completa con Matías Vázquez (especializado en Sistemas, aporta en asuntos de investigación y estrategia), Paula Lómez (fotografía y redes sociales) y distintos voluntarios ocasionales.
En sus fanzines se autodefinen como "los de buen pasar, los de clase media" y se comparan con los que fueron "quemados en la hoguera, asesinados a balazos frente a un paredón, arrojados vivos, atados de pies y manos, a los ríos". La idea es que todos somos iguales: liberemos a los animales para liberarnos a nosotros mismos. No pisan el supermercado; solo dietéticas y verdulerías. En vez de "sobreestimular el cerebro con grasas y lácteos", viven a base de granos, quinua y legumbres cocidas en ollas a presión. No usan cuero, lana ni seda (los gusanos se hierven vivos), ni contribuyen a la explotación del hombre por el hombre.
Malena es autocrítica: su Mac le recuerda que Apple recibió denuncias por trabajo infantil. Las fotos de revelado instantáneo, que el papel tiene grasa vacuna. "Salvo que te vayas a vivir arriba de un árbol en el medio del bosque, nadie está ajeno a la explotación animal", reconoce. Suena un poco agotador, un camino de sacrificio e iluminación entre la impotencia latente y la bronca contenida. Están convencidos de que su estilo de vida representa el siguiente paso evolutivo. Primero se cuestionó el racismo, después el machismo y ahora es el momento de considerar los sentimientos de los animales. Male lo dice así: "Es antiético alimentarse de algo con lo que compartís más del 90% del ADN".
Después de bancarse con ahorros, en 2016 vendieron una camioneta para viajar a Londres, donde los seleccionaron para una muestra donde presentaron murales y videos de un matadero de la Ruta 2. Aprovecharon para girar por Europa y contactar a los referentes internacionales del movimiento. Mientras proyectan abrir una agencia que solo trabaje con marcas veganas, bancan el movimiento con la venta de ropa y libros que indagan sobre asuntos como Por qué amamos a los perros, nos comemos a los cerdos y nos vestimos con las vacas (Melanie Joy). También venden sellos para imprimir sus mensajes en billetes y stickers para pegar en las bandejas de achuras de Coto, con las frases "Violencia es comer animales", "Liberación animal" y "No financies explotación animal". Cada tanto se toman dos días para aceptar un encargo de afuera: es rápido y cobran en dólares.
En la clandestinidad
Glenn Greenwald, el periodista que publicó las revelaciones de Edward Snowden sobre los programas de vigilancia estadounidense, escribió un largo artículo en octubre del año pasado sobre una armada del FBI que recorría distintos refugios en Utah y sus alrededores para tomar muestras de ADN a todos los cerdos. Buscaban recuperar a Lucy y a Ethel, rescatados de una granja que los había criado en condiciones brutales. "La atención que el Departamento de Justicia dedicó al caso muestra de qué manera el gobierno usa medidas extremas para proteger la industria agrícola, no de pérdidas económicas o crímenes violentos, sino de la vergüenza y los informes que puedan dañar su reputación", planteaba Greenwald en el sitio The Intercept.
El episodio también encendió las alarmas de los movimientos locales, que debieron adaptarse a la coyuntura. "En el campo se conocen todos; son amigos de la policía y de los jueces", me dicen Male y Fede, que cada vez que pueden rescatan cerdos y gallinas de algún rincón bonaerense. A fines de 2015, después de completar semanas de inteligencia y chequeos de seguridad, supieron que 27.000 gallinas seguían encerradas sin agua ni comida en las naves de Cresta Roja –la empresa que había quebrado y despedido a sus trabajadores– y coordinaron con otros activistas tres operativos de rescate en Brandsen.
Uno de los videos los muestra avanzando entre pastizales hacia un edificio naranja, un poco paranoicos porque había corrido el rumor de que podían contagiarse gripe aviar. El galpón explota de luz amarilla. Hay gente con barbijos buscando cajas con desesperación. Algunas gallinas se les acercan, otras corren, otras se paralizan. Hay activistas llorando con un cuchillo en la mano: no saben si llevárselas o matarlas para que paren de sufrir. "Esto no era un matadero, era un campo de concentración", escribió Malena en el fanzine.Por momentos, el rescate se degrada a la categoría de corrida: escandalosas, las aves aletean por el galpón sin entender qué está pasando.
En el primer viaje se llevaron casi 50 gallinas. En el segundo cargaron 900 en un camión alquilado. En el último dejaron alimento orgánico y metieron 60 en el auto. A través de la luneta trasera vieron cómo las rezagadas trataban de alcanzarlos, una letanía de cacareos reforzada por el llanto culposo de los rescatistas. Terminaron quedándose con cuatro –Shablon, Resistiré, Gato y Cuello Largo– que ahora se dedican a picotear sandías y pasear un orgullo recuperado en el jardín de su casa de las sierras bonaerenses.
La nueva conciencia
El veganismo no solo es Calu Rivero diciendo cosas como "a mí me pegó mucho por el lado de la crueldad que hay con los animales; karmáticamente, no me copa llevar encima algo que sufrió tanto". Alineado con la filosofía del consumo consciente, el activismo se expande entre las clases urbanas e ilustradas que alimentan un circuito de restaurantes, mercados, festivales y comandos concientizadores. Para la Sociedad Argentina de Nutrición, entre el 1% y el 5% de los argentinos ya dejaron de comer carne. No es un porcentaje desdeñable para el sexto mayor productor y décimo consumidor mundial. La tendencia tampoco escapó al gobierno, que el año pasado implementó los "lunes veganos" en el comedor de la Casa Rosada, con una carta acotada a berenjenas parmesanas, tarta de hongos y parrillada de tofu.
El movimiento persigue fines comunes con medios diversos, sin excluir internas feroces. A veces chicanean a los ecologistas: les dicen que son amantes de los árboles, incoherentes que ocultan que la soja está barriendo con el Amazonas y el Gran Chaco, ignorantes de la cantidad de agua que se gasta en "el capricho de la carne". Los ambientalistas interponen una pirueta argumentativa: la alimentación de los veganos propicia cultivos que obligan a desplazar o matar a los animales que dicen defender. "Si no tuviéramos ganado que alimentar, sobraría el alimento", contraatacan desde Voicot, que recuerda que "más del 80% de la soja transgénica" se destina a engordar a los animales.
Male y Fede están dispuestos a llevar todas las discusiones hasta las últimas consecuencias. OK, la biotecnología nos dio la insulina recombinante, casi igual y más barata que la hormona humana. "Pero sabiendo que la diabetes está directamente relacionada con la alimentación, ¿por qué se financian con millones investigaciones para encontrar la cura en vez de la causa? Quizá porque quienes te venden el alimento que te enferma son los mismos que te venden los medicamentos". Tienen un punto: en septiembre de 2016, la farmacéutica Bayer compró Monsanto por $66.000 millones para crear la compañía de agroquímicos y semillas más grande del mundo. Un consorcio que financia investigaciones, esclaviza campesinos y expande el monocultivo. "Matando la tierra, matándonos a todos".
Male y Fede se agrandan de visitantes. En agosto del año pasado, llevaron su militancia al Campeonato Federal del Asado sobre la 9 de Julio. Cual monjes ardientes, se tomaron las manos y se quedaron ahí, "hablando en el lenguaje del silencio sobre la opresión que ejercemos hacia los demás animales". (Fede confiesa que la experiencia le dejó un gusto amargo: no había tantos foodies palermitanos como laburantes a la caza de un choripán de 70 pesos). Consciente de las burlas y los cuestionamientos, Malena se toma el tiempo de responder cada crítica. Cuando alguien le sugiere en Facebook que agarre la pala, escribe: "Cuando decís trabajar, ¿te referís a usar tu tiempo en beneficio de otro por un estado de comodidad que a fin de mes pague tus cuentas? Si es eso, no, no trabajo de esa manera. Hago lo que amo, de lunes a lunes, no tengo fines de semana a no ser que quiera. Soy dueña de mi vida. Lucho por la vida de los demás animales que la gente como vos ignora y oprime".
La misión incluye contar el sufrimiento desde dentro, ponerse a prueba, pasarla mal. Cuando entran en un matadero toman aire y escuchan a los humanos. Una vez les contaron que un día llegó una vaca preñada. La mataron, pero dejaron vivir al ternero: le dieron calostro –la primera leche materna–, se lo llevaron a un vecino y le pidieron que nunca se los devolviera. Después de hacer sociales (explican que trabajan para que la gente sepa más sobre lo que come), empiezan a caminar bajo pescuezos chorreantes y sobre ríos de sangre.
De vuelta en el búnker, transforman el trauma en un hecho artístico: una terapia de shock para lograr la conversión. El libro Fotocarne superpone las frases "One way" y "Non fiction" sobre fotos de cabezas colgantes, lenguas salidas y máquinas ensangrentadas. En un mural de San Telmo pintaron dos docenas de vacas frente a un nene hambriento con la vista en el suelo. El time lapse que muestra el progreso de la obra está musicalizado por el rapero Fei Lian, que se compadece de los delfines en cautiverio ("gira en círculo entre químicos") y suelta una métrica abrasiva sobre el matadero: "Quemadas con la marca de la parca / detonadas, aturdidas, maltratadas y hacinadas / ¿Son tiernas afuera o dentro de tu boca? / Si te toca la conciencia, entraste a nuestro plano / Vamos hermano, hazte vegetariano".
Demasiado real
En mi segunda visita a la oficina, Fede cuenta que acaban de volver de un matadero y de un criadero de gallinas del sudoeste bonaerense, una zona que califica como "la ruta de la explotación animal", con un feedlot atrás de otro. Las imágenes del martirio en altísima resolución construyen un hiperrealismo incómodo: gallinas encapsuladas en embudos metálicos, vacas que piden auxilio con la mirada, corazones que se empecinan en seguir latiendo. Cuando muestra la foto de un gallo viejo y enajenado, dice: "Eso ya no es un animal, es una persona que estuvo 10 años encerrada".
Para reforzar el efecto inmersivo, me pasa un casco de realidad virtual y pongo play. De golpe estoy en el criadero. A los costados, las paredes húmedas. A mis pies, el piso chorreado. Apenas adelante, un matarife cuelga a las gallinas en una soga y les va cortando el cogote para tirarlas en una olla de agua hirviendo. A Fede lo entristece, pero no se enoja: el matarife es otra víctima del sistema. Antes de despedirnos, me cuenta que Voicot acaba de sumarse a The Save Movement, un grupo que organiza vigilias a la entrada de los mataderos. Cuando llegan los camiones, hay agua para los chanchos y caricias para las vacas. Es una despedida y también una súplica en nombre de los carnívoros: "Perdónenlos, no saben lo que hacen".
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